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De progresos y regresos

Me preocupa, se lo decía el otro día a Peter, el devenir de nuestros hijos. Se ha producido una transmutación de los valores, entre nuestra generación y la de ellos, que impide una comprensión entre las mismas. El acceso, fácil y en la mayoría de las ocasiones gratuito, a la información ha cambiado la consideración de los expertos. El acceso a Internet ha desplazado a las bibliotecas de antaño. Este overbooking de información abre nuevos horizontes a la Filosofía y, por tanto, al pensamiento crítico. Ahora, más que nunca, se corre el riesgo de un resurgimiento del escepticismo. Las Redes Sociales ponen en evidencia y visibilizan la suma de perspectivas que diría Ortega. El lanzamiento de un post suscita cientos de opiniones que, en la mayoría de las ocasiones, van más allá de las intenciones del emisor. En este griterío se siembra la parálisis. Una parálisis marcada por el margen de duda que lleva consigo la disparidad de pareceres. En la jungla informativa no se valora el contenido sino el envase. Un envase que envuelve bisutería barata.

En este albaroto, los todólogos hacen su agosto. Son gente con presencia, desparpajo y voces radiofónicas. Gente, en su mayoría, que habla de todo y lo hace de un día para otro. Observamos señores que hablan de volcanes sin ser vulcanólogos. Y observamos, y disculpen por la redundancia, a literatos de renombre que escriben de política. Esa desfachatez o atrevimiento de hablar de "cualquier cosa" denigra al periodismo. Estamos ante un periodismo de vísceras más que de cerebros. Todo gira en torno a la emoción. Una emoción que se divulga y se corre como la dinamita. Hasta tal punto que los sucesos se convierten en un reclamo social que inunda las programaciones. Y en esa preocupación por la "sangre", las "peleas" y, últimamente, los "fenómenos paranormales" surgen efectos colaterales. Y entre ellos, y el más claro, es la escasez de una oferta televisiva dirigida a los niños. Se han perdido los "dibujos animados". Se ha perdido "Érase una vez el cuerpo humano", "Érase una vez la Tierra", "La vuelta al mundo en 80 días" y "D'Artacán y los tres mosqueperros", entre otros.

Se ha perdido la calle como lugar de recreo. El bocadillo de chorizo, envuelto en papel de aluminio, y los partidos de fútbol con pelotas de papel han sido sustituidos por los píxeles de Internet. Tanto que se han agudizado los dolores de espalda, las miopías y los problemas psicológicos relacionados con la sociabilidad. Ya casi no se ven las pandillas de antaño. ¿Dónde está el modelo de pandilla que también supo visibilizar la serie de "Verano Azul"? Estamos pagando un precio por el progreso tecnológico. Un progreso que, faltaría más, tiene sus ventajas. Gracias a él, los niños saben más del mundo. Tienen más oportunidades de conocer otras experiencias más allá de las calles de sus barrios. Hemos ganado en seguridad. Seguridad cuando nos hallamos en situaciones de inseguridad. Gracias al móvil se han realizado rescates y otras hazañas que sin él, sin esa llamada de auxilio, hubiese sido imposible. Aún así, cada día hablamos más a través de los aparatos y menos cara a cara. Todo es encorsetado, repensado y editado. Se pierde lo espontáneo del diálogo a la luz de la farola.

De Rubiales y Platón

A raíz del caso Rubiales, me vino a la mente las enseñanzas de Platón. Decía el discípulo de Sócrates que el alma se aposentaba en tres partes de nuestro cuerpo. En la cabeza residía el alma racional cuya virtud no era otra que la prudencia o sabiduría. En el pecho vivía el alma pasional cuyo cultivo desembocaba en la valentía. Y finalmente, en el bajo vientre habitaba el alma apetitiva o, dicho en otros términos, el alma concupiscible. Su virtud era la moderación o templanza. Aristocles, así era el verdadero nombre de Platón, explicó esta antropología a través del "mito – alegoría – del carro alado", en su diálogo Fedro. En este relato, la vida humana viene representada por una biga, o carro romano, tirado por dos caballos y dirigido por un auriga. El auriga – el conductor de la biga – representa el alma racional. Los dos caballos, uno bello y bueno se corresponde con el alma pasional. Y el otro, feo y malo simboliza el alma apetitiva. El auriga debe dirigir ambos animales y evitar que se desboquen y que el carro descarrile.

El alma racional, nos dirá el filósofo de La República, debe controlar las pasiones para que la vida sea equilibrada y justa. Si los placeres y deseos, que residen en bajo vientre, nos invaden, entonces se producirá un desequilibrio vital que perjudicará a nuestro estado de salud; física, psíquica y social. De ahí que el ser humano debe mantener a raya sus emociones con la razón. Esta racionalización de las emociones no es otra cosa que la famosa Inteligencia Emocional; título de aquel best seller de Daniel Goleman. Hay seres humanos desbocados por el caballo feo y malo que habita en su interior. Son seres incapaces de dirigir con la cabeza a los impulsos del Ello, que dría Freud. De tal manera que terminan esclavos del tabaco, el alcohol y el juego, entre otros vicios. Otras personas, excesivamente viscerales y apasionadas, se dejan llevar por el corazón. Hasta tal punto que se muestran eufóricos ante los demás. Son personas, como diríamos hoy, excesivamente emocionales. Personas extrovertidas, impulsivas y que se dejan llevar por la carga de las situaciones. En los primeros, prevalece el alma apetitiva y en los segundos, el alma pasional. Sendos perfiles han perdido las riendas, en un momento dado, de sus vidas. El carro está fuera de control.

La victoria de la Selección Española de Fútbol Femenino pone en evidencia lo que decía Platón. La euforia del momento hizo que el auriga no controlase el desboque de sus caballos. Rubiales no puso en valor la virtud del alma que predominaba, en ese instante, en su interior. El alma pasional sustituyó al alma racional. Tanto es así que el corazón eclipsó la prudencia de la razón. Una prudencia necesaria para no caer presa de la situación. El gesto obsceno de Rubiales, en el palco, ante la Reina, la cogida – sobre sus hombros – de una jugadora y el pico a Jenni Hermoso; muestran los efectos que produce el desajuste de la armonía interior que diría Platón. Hoy, con las imágenes sobre la mesa, se muestra como la euforia nos hace perder – en ocasiones – la prudencia. Una prudencia necesaria para la vida. El desboque de los caballos viene acompañado de relinches, ruido y polvareda. Una polvareda que niebla las mentes y enciende los corazones. El relinche impide oír el llanto de socorro de un auriga estupefacto por la pérdida de su biga. Rota la armonía tripartita del alma solo queda la reeducación de la misma. Solo queda, queridísimos amigos, que la reflexión permita el ascenso dialéctico del alma hacia el mundo de las Ideas.

La cuestión cultural

Tal día como hoy, pero hace diez años, asistía a una charla sobre multiculturalidad. El ponente, antropólogo de profesión, defendía que algún día llegaría la alianza de civilizaciones. Fiel seguidor de Fukuyama, estaba convencido de que la ideología neoliberal supondría el final de las ideologías. Mientras escuchaba su discurso, me vino a la mente Husserl y su ideal de cultural. Decía el maestro de la fenomenología que ese ideal no era ni más ni menos que la extrapolación del ideal humano a la cultura. La consecución del ese ideal o, dicho en otros términos, la consecución de una cultura universal chocaba con los cientos de culturas étnicas distribuidas por el mundo. Destruir la relatividad del bien no era tarea fácil. Y no lo era porque ello supondría romper los muros del contexto social donde ese bien se hace comprensible. Unamuno, por su parte, criticó a las corrientes europeístas, de la época, que defendían como ideal de cultural al ideal Europeo. Tanto es así que quisieron implantar ese ideal en la cultura española. Ortega y Gasset, a través de su obra Meditaciones del Quijote, apuesta – en clara oposición con Miguel –  por aquello de europeizar a España aunque, años más tarde, defendiese lo contrario.

Hoy, el problema de la cultura sigue vigente en España. Un problema que mantiene enfrentados a unamuianos y orteguianos. La construcción de un ideal de cultura, válido para todo el territorio, colisiona con las peculiaridades de las Autonomías. Para que ese ideal fuera realidad, debería primar lo esencial – aquello que compartimos todos – sobre lo particular. Esta idea de "universalidad la cultura" como si de una ley científica se tratara necesita de una "comunidad de voluntades". Una comunidad, como les digo, que renunciase a sus particularidades en pro de la voluntad general. Esta apuesta implicaría un replanteo del Estado de las Autonomías. Un Estado que, sin reformar la Constitución, basara su modelo autonómico en una pura, y solamente, descentralización administrativa. Una descentralización burocrática, como les digo, que prescindiese de las diferentes culturas particulares y pusiera el ojo en la "españolización". Este discurso pondría en valor el "ideal de cultura" de los sueños ilustrados. El ideal de la ilustración – la "Paz Perpetua" que diría Kant – fracasó estrepitosamente con la Revolución Francesa, la Gran Guerra y los autoritarismos del siglo XX.

Los partidos nacionalistas representan las distintas culturas particulares. Culturas que llevan implícito sus hechos diferenciales. Hechos como la lengua, el folclore, el simbolismo y las maneras de afrontar la realidad, entre otras, impiden la creación de una cultura auténtica. Y esa autenticidad cultural no es otra que la búsqueda de esencias. Una búsqueda necesaria si queremos vehicular una sociedad de paz y amor. Lo otro, la exaltación de las diferencias, solo nos conduce a un etnocentrismo y sus agravios comparativos. La cultura auténtica no es sinónimo de patriotismo sino de entendimiento. La diversidad cultural necesita un ideal que lime las fricciones. Y ese ideal solo se podría conseguir mediante la razón. La razón es el instrumento, que nos identifica como especie y nos une a través del contrato social. Ese contrato necesita una parte fija y otra flexible. Y en esa flexible es donde residen las cláusulas de lo particular. Dicho contrato queda materializado en nuestra Constitución. Sin embargo, existen brotes negacionistas que quieren invertir el orden del documento. Ahora es cuando la razón debe, mediante la conciliación y el consenso, paralizar el empuje. Si no lo hacemos, el "ideal ilustrado" seguirá afincado en el fracaso.

De pactos, moral y democracia

En España, se lo decía ayer a Peter, hace falta una alfabetización democrática. En los institutos se secundaria, no se aborda, con precisión, el periodo que abarca desde la Transición hasta nuestros días. Se habla del franquismo pero no se realiza un estudio de los diferentes sistemas políticos que existen en el mundo, sus características y sus críticas. Tanto es así que la mayoría de los adolescentes cuentan con un exceso de información – consumida a través de las redes sociales – pero les falta formación política. Y les falta, queridísimos lectores, porque muchos no saben cómo se elaboran las leyes. Y para más inri tampoco saben cuál es el procedimiento legal para investir a un presidente del Gobierno. No comprenden que, en la democracia, "ganar las elecciones" ni es condición necesaria, ni suficiente para gobernar el país. Así las cosas, en los mentidores de la calle, la gente habla de oídas. La gente confunde legalidad con legitimidad y exige, en ocasiones, que se cumplan utopías que atentan contra las reglas de juego. Este analfabetismo sistémico sirve, a su vez, al tejido mediático para construir relatos que apelan a la pseudomoralidad en detrimento de la legalidad. Estamos ante una partida donde los jugadores – sin conocer de buena tinta el Reglamento – critican al árbitro y cuestionan el resultado.

Felipe VI, en su discurso de investidura (allá por el 2014), hablaba de "una monarquía renovada para un tiempo nuevo". La irrupción de nuevos partidos – como Ciudadanos y Podemos – rompía el sistema bipartidista y abría el multipartidista. Un sistema, este último, cuya ventaja recae en la proporcionalidad. Y cuyo inconveniente, o crítica política, reside en la lentitud para llegar acuerdos. Acuerdos que, transformados en leyes, representan, en mayor medida, el interés general. Un interés que se aleja de la polaridad bipartidista y, al mismo tiempo, de los juegos de suma cero. Juegos más cercanos al sistema de EEUU donde sí tiene sentido hablar de ganadores y perdedores. Esa lentitud y tensión que supone llegar a mayorías consensuadas se traduce, en ocasiones, en crispación política y en "el prejuicio de la ingobernabilidad". Por ello, para salir de este atolladero, algunas voces relevantes – como Felipe González y Mariano Rajoy, en su día – hablan de "dejar gobernar a la lista más votada". Una lista que por determinación sociológica e histórica recaería, siempre, en el PP y el PSOE. Lejos quedarían las voces minoritarias, en este caso las marcas nacionalistas y radicales. Estaríamos ante un bipartidismo – o turnismo, que diría Galdós – ineficaz en la práctica legislativa. Ineficaz porque tropezaría con las mayorías parlamentarias necesarias para la aprobación de las leyes. Estaríamos, por tanto, ante una "mayoría virtual" que en el hemiciclo se traduciría en una "minoría real".

La partidocracia se halla en la encrucijada. Se halla, como les digo, entre la obligación de llegar a pactos o convocar nuevas elecciones. Tales elecciones servirían de poco. Escaño arriba, escaño abajo, seguiríamos ante un tablero multipartidista y condenado a negociar. Las fuerzas menos votadas son, y valga la paradoja, las fuertes en ausencia de rodillos. En este caso, Puigdemont tiene la ficha que determina la partida. Su movimiento se atisba como una jugada sadomasoquista que atenta contra la coherencia de quienes, en su día, proclamaron de forma ilegal "la República Independiente de Cataluña". Otro pacto sería una "gran coalición" a la alemana. En este caso, estaríamos ante una desfachatez intelectual por parte de Feijóo. Abrazar al sanchismo sería algo así como un tributo al cinismo y la demagogia. Implicaría un incendio, en toda regla, en las bases de Génova, una crísis de liderazgo y castigos en próximas citas electorales. Por ello, cualquier pacto se atisba como inmoral. Inmoral porque la política, sin principios, se convierte en una Atenas de sofistas, donde la verdad no es más que un cúmulo de opiniones.

Tras las elecciones

A lo largo de mi vida, he aprendido que más vale pájaro en mano que cientos volando. O dicho de otro modo, la victoria se celebra cuando se cruza la línea de meta. Ayer, contra todo pronóstico, la izquierda sacó más votos y escaños de los esperados. Frente a todo el arsenal de política barata, orquestado por las derechas, el sanchismo no salió tan mal parado como anunciaban las encuestas. Ni el "que te vote Txapote", ni el Falcon de Sánchez, ni siquiera la Ley Trans, la ley del "sólo sí es sí" ni la Ley Celaá, entre otras, sirvieron para que Feijóo botara con los suyos en el balcón de Génova. Aunque las elecciones las haya ganado el Partido Popular no lo tiene tan fácil para gobernar. Y no lo tiene, queridísimos amigos, porque el pactómetro necesita al PNV para que la suma aritmética arroje el número necesario. Un pacto complicado porque dentro de los sumandos están las siglas del Abascal. No olvidemos que Vox se proclama como antinacionalista e incluso aboga por una España unitaria y alejado del Estado de las Autonomías. Así las cosas, un pacto antinatura de este calibre sería algo así como mezclar el tocino con la gasolina.

Más allá de las dificultades de Fejijóo para ser investido presidente, están los obstáculos de Sánchez. Aunque las siglas socialistas hayan salvado los muebles, no arrojan un resultado suficiente para seguir en La Moncloa. El manual de resistencia necesita a sus exsocios de legislatura para continuar con la silla. Y entre las diferentes combinaciones, la más factible sería un pacto entre fuerzas progresistas y nacionalistas. Pacto cuya viabilidad pasaría por la abstención de Junts per Catalunya, el mismo partido que fundó Puigdemont. Un partido cuya abstención no sería un cheque en blanco sino a cambio de una revaloración de la causa catalana. Revaloración que pasaría, y estamos con las hipótesis, por la aprobación de un referéndum en Catalunya y el indulto de su líder. Aún así, ERC no ha obtenido rédito electoral tras su viaje con el sanchismo. La pérdida de la mitad de votos pon en jaque una investidura de Pedro favorecida por Junts. Este pacto, basado en la abstención de un partido nacionalista, sería más posible que el de Feijóo. Y lo sería porque analizados los costes y beneficios, la moralidad de los pactos no ha sido tan castigada en las urnas como se esperaba.

Otro pacto, utópico por supuesto, sería una alianza a la alemana. Sería un pacto antinatura entre PSOE y PP. Esta suma posible pero poco probable dejaría fuera del tablero a las fuerzas extremistas y nacionalistas. Evitaría las compensaciones a las Autonomías, la radicalización de las leyes y la polarización. Esta tercera vía tendría sus efectos negativos en el medio plazo. Y los tendría porque encendería la llama de los extremos, las movilizaciones en Catalunya y la crispación social. Aún así, se necesitaría mucha pedagogía para pasar de una partidocracia a una estadocracia. Por ello, y porque en este país no hay cultura de pactos antinatura, este macropacto se presenta como una alternativa poco viable y fantasiosa. Así las cosas, y ante los escollos para formar gobierno tanto por parte de la izquierda como de la derecha, la última posibilidad sería la convocatoria de nuevas elecciones que desbloqueasen, o no, el embudo. Unas elecciones que favorecerían al sanchismo porque la estrategia de la derecha – del antisanchismo – se ha demostrado que no ha sido tan efectiva como se preveía. Llegados a este punto de la partida solo que esperar qué ficha mueven los partidos nacionalistas.

Tributo a Ibáñez

Corrían los años ochenta, cuando gané un concurso de cómic. Recuerdo que con las diez mil pesetas del premio, compré el "Wonder Boy", un videojuego para mi Amstrad CPC. En aquellos años, Mortadelo y Filemón, Rompetechos y el botones Sacarino formaban parte de mi vida. Hoy, en el trastero, guardo pilastras de tebeos. Pilastras que dibujan la silueta de la caricatura histórica de nuestro país. Gracias a ellas, entendí lo complicado que resulta la crítica cuando se ejerce a golpe de viñeta. Ibáñez se convirtió en mi maestro. A través de sus historietas, aprendí a dibujar personajes de la calle. Aprendí a dibujar a Jacinto, el fontanero del pueblo. A Manuela, la amiga del chatarrero y a “Micu”, el gato del barrendero. Nunca llegué a dominar la técnica. Ni siquiera a mirar entre líneas como miraba Ibáñez. El cómic, la novela negra y el jazz siempre han sido los segundones en la industria de la cultura. Leer tebeos nunca fue un oficio de cultos sino un pasatiempo de frikis aburridos. Hoy, los cómics han quedado para nostálgicos de una época donde el humor cursaba por otros derroteros.

Artículo completo en Levante-EMV

Postsanchismo

Tras ver el "cara a cara" entre Sánchez y Feijóo, escribí el siguiente tuit: "un debate, con interrupciones continuas y sin que nadie corrobore los datos, es lo más parecido a una discusión, en la barra del bar, entre Manolo y Jacinto". Más que un debate político fue, y ruego me permitan la licencia, un "show americano" entre "Trump y Biden". No hubo elegancia en las formas sino ironía, faltas de respeto, falacias y demagogia. Esta falta de talante político, que diría Zapatero, recordaba a tiempos pretéritos donde la falta de argumentos se suplía con insultos y vejaciones. Hoy, queridísimos amigos, el sanchismo ha sido humillado por parte de la derecha. Una derecha que ya hizo lo mismo, como dijo Pedro Sánchez, con el felipismo – con el famoso "váyase señor González" – y con ZP – con la muletilla: "la culpa es de Zapatero", en referencia a la Gran Recesión del 2008 -. El sanchismo ha sido manchado por sus pactos de investidura y por la gestión de sus socios de gobierno. Manchado por dejarse querer por Bildu, los independentistas y "los comunistas". Partidos políticos, como todos sabemos, legales y legítimos que forman parte del parlamentarismo.

Feijóo dibuja una España fallida que no contrasta con la percepción de sus contrarios. Una España – como les digo – enferma, maloliente y que necesita – con urgencia – un zorro justiciero. Y ese zorro, no es otro, que el poder de las gaviotas. De las mismas que trajeron los recortes marianistas en sanidad y educación. Y de las mismas que volaron, por los prados postfranquistas, con las plumas del fraguismo. Esa España – de Nodos, sotanas y tricornios – es la que podemos atisbar entre las sombras de Feijóo. Estamos ante un viaje a la involución de los derechos conseguidos. Un viaje hacia lo antiguo, el costumbrismo y el turnismo. Y en ese viaje, viaja – en el mismo vagón – el neoliberalismo y el conservadurismo. Dos ideologías que se encuentran tras varios años de separación. Estamos ante el final del multipartidismo. Un multipartidismo que, tras diez años de andadura, llega a su fin. Y llega por las inercias del péndulo político, la percepción de ingobernabilidad y la activación del voto útil. La muerte del pluralismo trae consigo la resurrección del bipartidismo. Vuelven los tiempos galdosianos. Vuelven los tiempos del "quítate tú, pa ponerme yo".

Vuelven las dos Españas. La España de los rojos y la España de los azules. Vuelven los rodillos y con ellos la construcción y la deconstrucción de lo logrado. Y vuelven, queridísimos lectores, porque así lo ordena y manda la soberanía popular. Una soberanía que clama unión ante parlamentos polícromos y desunión ante cámaras monocromas. Hoy, la socialdemocracia llora ante el cadáver del sanchismo. De un sanchismo doblegado ante las manos que lo coronaron. Y de un sanchismo que ha cargado, en su mochila, con las manchas de los otros. Hoy, el PSOE queda herido. Herido ante la crisis inminente de liderazgo, la escisión interna del partido y las grietas en su hoja de ruta. Ahora, con la derecha esperando en las cercanías de La Moncloa, solo queda por sentir el dolor de la herida. Una herida – la socialista – infectada por el "antisanchismo" de la derecha, la "mala prensa" de sus socios y, sobre todo, la incomprensión de sus políticas. Hoy, el sanchismo escribe sus últimas líneas. Y lo hace, como en los tiempos de Zapatero, humillado y vapuleado. Esperemos que la historia lo ponga en su lugar.

De leones y ratones

Después de doce años, sigo escribiendo renglones en los lienzos de este blog. Fiel a mi función, expulso mis pensamientos en un océano repleto de pirañas y tiburones. Un océano de grandes medios, que dominan la información y atesoran el monopolio de la razón. En sus trincheras, escriben plumillas a sueldo del capital. Plumillas, en su mayoría literatos, que opinan de política y de cualquier tema de actualidad. Hoy, reconozco que una hormiga nunca sobrevive ante la pisada del dinosaurio. Y por mucho que escriba, este rincón siempre será como una barra de bar de las tripas españolas. Con dos libros publicados, y alguna que otra satisfacción, reconozco que esta obra no es otra que un cadáver viviente. Casi nadie comenta los post. Casi nadie comparte en las redes sus artículos. Es por ello que cada día, participo menos en la carroña. Y no lo hago porque sé que lo que mueve la industria de la cultura no es el talento sino el dinero. Un blog es como una planta que debes regar si no quieres que se marchite. Pero esa planta necesita una fuente de luz que la mantenga erguida en medio de su desierto.

Hoy, amigos y amigas, reflexiono sobre mi condición de escritor. Un escritor que nunca se creyó su escritura. Un plumilla, como les digo, que siempre escribió para sí. Y lo hizo desde el compromiso personal de la crítica. Una crítica libre y constructiva que mira a la actualidad, cuestiona sus fuentes y desarrolla la mirada. La mirada es la que los humanistas debemos defender. Una mirada hacia patios de luces interiores y vertederos abandonados. Vertederos llenos de maleza, de residuos clandestinos y ratas moribundas. En esos vertederos, el intelectual debe ejercer su travesía. Una travesía contra el establishment, la tradición y los dogmas. En ese recorrido, la canoa siente el movimiento de las olas y el temor ante el hundimiento. Y en ese temor es donde surge la furia que eclipsa la razón y la convierte en emoción. Ahí es donde el pensador huele la derrota. Y ahí es donde el boxeador ha perdido su combate. Miro, a lo largo de estos años, como las ilusiones que deposité en este proyecto no han dado los frutos esperados. Sin lectores en las butacas, la película no tiene sentido en el silencio de la sala. Un silencio tenso que impacienta a los actores y tergiversa los finales.

Aún así, sigo metido en la celda de mi ficción. Una celda de sueños rotos, y vendas caídas, donde lo único que queda son las heridas de la razón. Desde hoy, el blog vuelve a la esencia de su condición. Vuelve el encuentro con el lienzo. Un encuentro que deja abierta la intimidad del escritor para goce del lector. Ahí, quieto como el lagarto en las profundidades de su lago, es donde debe surgir la paz. Una paz llena de ruidos. De ruidos de campanas, de sirenas y de procesiones interiores. De ruidos en forma de postureo y mendigos de "likes". Dentro de ese escándalo que algunos llaman vida, viven los utópicos. Es la vida del paréntesis, de los relojes parados y las canciones pausadas. En el refugio, los pintores manifiestan su mirada a través de sus pinceles. En ese refugio, de sombras y hogueras fraudulentas, el talento aflora como una semilla en medio de la primavera. Un talento que se manifiesta sin brillo ante la capa de arena que recubre sus aristas. El Rincón sigue su ruta por la senda del desierto. Y lo hace sin ánimo de encontrar un oasis que calme la sed de sus camellos. El paisaje no hace justicia a la cámara, ni siquiera los leones sacan dientes cuando ven a los ratones.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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