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¡Ave, móvil!

Recuerdo, hace más de veinte años, que todas las semanas veía "La noche abierta", un programa de Pedro Ruiz que se emitía en la segunda cadena. Era la España de finales de los noventa. Una Hispania de cambios políticos que ponían fin al felipismo y abrían el aznarismo. En aquellos años, El Capri era una institución en mi pueblo. Peter llevaba patillas a lo Loquillo, fumaba Ducados y bebía refrescos manchados de tequila. Aunque la tecnología haya avanzado, la idiosincrasia sigue siendo la misma que en la época de Quevedo. Seguimos preocupados por las tres grandes verdades de la vida. Tres verdades que escuecen como heridas y cuya anestesia, no es otra, que el antídoto de la religión. Decía Nietzsche que la "filosofía momia" había hecho mucho daño a la motivación del individuo. Tanto, decía el autor de "Así habló Zaratustra", que es urgente que el hombre se reinvente y convierta en superhombre. Hoy, solo en la barra del garito, miro por el retrovisor del vertedero y veo a ese niño, con pelo a lo afro, que jugaba a las canicas en el patio del recreo.

Hoy, me comentaba Jacinto, los niños "nacen con el móvil bajo el brazo". Estamos ante la "era digital". Una era de superconexión que nos sumerge en una contradicción. El celular, como dicen los americanos, nos aporta comodidad e incomodidad en nuestras vidas. Comodidad porque accedemos, a lo que sucede en el mundo, desde la palma de nuestra mano. Incomodidad porque nos crea dependencia, y en muchos casos, sentimientos de culpabilidad. Somos trozos de tiempos en la selva de lo urbano. Ese tiempo, que se encarna en nuestro cuerpo, se manifiesta a través del envejecimiento y el devenir de la materia. Hay quienes deciden arreglar los desperfectos de su cuerpo. Pero, por mucho que queramos, nadie puede rebobinar la película de su vida. Así las cosas, el tiempo es el espejo que nos muestra el devenir. Y ese tiempo no hay reloj que lo controle. Y no lo hay, queridísimos lectores, porque hay tantas horas como personas en el mundo. La espera no es la misma para el sano que para el enfermo. Ni siquiera el tiempo pasa igual para el niño que para el anciano. Y mientras tanto, la gente pasa horas y horas delante de sus móviles.

El móvil ataca nuestro tiempo. Nos roba aquello que somos y nos secuestra nuestro ser. Enganchados en las pantallas, perdemos la condición que nos distingue. Estamos, maldita sea, ensimismados en surcos digitales que necesitan tiempo. Un tiempo que repetimos a diario en nuestro bucle digital. Es el bucle, o dicho de otro modo, la repetición – una y otra vez – de nuestros protocolos digitales lo que nos convierte en los nuevos alienados. La neoalienación no es otra cosa el imperio de las cookies. Cookies que nos persiguen y reflejan lo que anhelamos y tememos. Y en esa persecución, estamos nosotros desnudos ante la pérdida de la intimidad. Nuestras vidas se han convertido en vitrinas de cristal. Vitrinas atisbadas desde colinas alejadas. En "la noche abierta", Pedro Ruiz accedía – siempre desde el consentimiento – a la intimidad del entrevistado. Existía un marco de privacidad que inundaba de respeto y misterio al género humano. Hoy, programas como aquel, no tienen cabida en la sociedad sin secreto. El móvil nos ha desnudado, "¡Ave, móvil!".

La masa cadáver

La filosofía, desde la Revolución Científica, se convirtió en una disciplina de carácter reflexivo. Y en esa reflexión, el intelectual crea corrientes de opinión. Ese bohemio, que ama a la sabiduría, se convierte en una pieza incómoda para el sistema. Incomoda porque, en la mayoría de las ocasiones, su mirada nos lleva a patios interiores. Patios, como les digo, repletos de chatarra y maleza. Es, precisamente, en esos lugares lúgubres, donde cohabita lo insólito de la sociedad. El crítico, por despistar al rebaño, se convierte en alguien que destruye el establishment. En alguien que reorienta la mirada hacia otros horizontes. Y en esa tarea, el intelectual paga el precio de la incomprensión y la soledad. Una incomprensión derivada de sus contradicciones, dilemas y angustia existencial. Así las cosas, el crítico se halla fuera del mercado. Su pensamiento no transita enlatado en las baldas del capitalismo, sino que pasa – en muchas ocasiones – desapercibido.

Los críticos nunca han sido bien vistos por los acomodados. Sócrates, Jesús de Nazaret, Giordano Bruno y Galileo Galilei, entre otros; fueron apartados del sistema. Fueron voces que despertaron audiencia en la sociedad de su tiempo. Hoy, queridísimos amigos, la intelectualidad no encuentra su soporte material. Y no lo encuentra porque las estructuras están al servicio del capital. El columnista de periódico escribe dentro de un corsé editorial. Un corsé que marca las directrices de su pensamiento dentro de un canon ideológico. El mismo canon que sigue una determinada comunidad lectora que paga, y elige, una línea argumentativa, a priori, predecidle. Este seguidísimo desemboca en una "masa cadáver". Una masa que posterga la acción y se aposenta en la intención. Esa masa habla en lugares inadecuados. Critica desde la barra del bar o desde los rellanos de las escaleras. Sin embargo, no emprende una acción de presión contra las estructuras vitales. Esa acción se lleva a cabo por una partidocracia de intereses parciales. Intereses en detrimento de un interés general. Un interés general ambiguo  y difuso entre la multitud.

La "masa cadáver" es el resultado de un alienamiento tecnológico que secuestra el sentido. La gente anda cabizbaja por la senda de lo urbano. La mirada incesante al móvil impide que los ojos atisben el horizonte. La estrechez de la mirada, nos sitúa ante aquellos "otros" que fuimos en nuestro tránsito al bipedismo. Hoy, el Sapiens se ha convertido en un animal pasivo, o dicho de otra forma, en un receptor de una información cocinada desde arriba. Estamos cubiertos de un manto de pesimismo, catastrofismo y tragedia. La tragedia se viste de noticias carroñeras, imágenes hirientes y dolor ajeno. Un dolor que nos recuerda la fragilidad de nuestra especie. Y un dolor que nos hace susceptibles ante los avatares de la vida. El consumo de carroña informativa nos ha llevado a razonamientos falaces. Tanto ruido mediático, tantas noticias repetidas al unísono, nos ha ubicado ante una sociedad de riesgo neurótico. Un riesgo que se basa en una extrapolación de los fenómenos aislados – las noticias – hacia lo cotidiano. De ahí que el temor se ha apoderado de nosotros. Y ese miedo nos sitúa ante una vida descendente de zombies enmascarados por una senda de falsas ilusiones.

Paz, moral y guerra

El ser humano es el único animal que se pregunta por el bien y el mal. La gallina, por poner un ejemplo, vive pero no sabe que vive. Ni sabe que morirá y, ni siquiera, es consciente – como diría Hannah Arendt – que un día nació. Nosotros somos el animal más libre que existe. Somos más libres que la liebre o el león. Sin embargo, hemos renunciado a parte de nuestras alas para convivir en paz. De ahí que, mediante el contrato social, obedezcamos leyes y obramos de conformidad con una moralidad. Esa moralidad, nos sirve para vivir sin molestar y dañar al otro. Decía Sócrates, allá por el siglo V a.C., que nadie hace el mal a sabiendas. El mal es vicio y quien obra mal es porque no está en su sano juicio. Si Manolito, de dos años, rompe un plato – algo que consideramos malo – lo hace por ignorancia. Este intelectualismo ético, que defendía el maestro de Platón, tiene sus detractores. Hoy, una parte de la doctrina piensa que existe la maldad y, por tanto, defiende que hay quienes hacen el mal a conciencia.

Platón convirtió en realidades inteligibles, las definiciones de bien, belleza y justicia; entre otras. Solo aquellos, con predominio del alma racional, son capaces de realizar el ascenso dialéctico y conocer, por ejemplo, el bien en sí, la belleza en sí o la justicia en sí. Y pueden, nunca mejor dicho, conocer la perfección ética. Ese conocimiento permite que el prisionero vuelva a la caverna e ilumine a quienes se hallan encadenados bajo el velo de la ignorancia. El cristianismo creó principios éticos de corte universal, que guían al creyente por el camino de la bondad. Nietzsche, en el siglo XIX, criticó – sin pelos en la lengua – la moral racional. De tal modo que fue muy duro con el imperativo kantiano y, sobre todo, con la moral cristiana. Habló de la doma de los instintos por parte de los platonismos. Una doma que, según él, nos conduce al nihilismo. Se autoproclamó como un inmoralista. O dicho de otro modo, como un defensor del empirismo ético, o moral natural que, en su día, defendió David Hume. Nietzsche defendió una moral de señores que sirviera a la intuición y a los dictámenes del corazón.

Las guerras suponen una suspensión del establishment moral. Las proclamas de la igualdad, libertad y fraternidad se convierten en desigualdad, sumisión y deshumanización. Los conflictos bélicos implican, maldita sea, un "alto en la moral". El Estado realiza un uso legítimo de la violencia. Las muertes son enmarcadas dentro de la patria. Y donde antes matar era malo, ahora el contexto justifica la acción y convierte en moral, lo que antes era inmoral.  La moral se entiende como algo provisional. En algo que se respeta en entornos de paz, pero que se pierde en situaciones de contienda. Y se pierde, desgraciadamente, porque –  en muchas ocasiones – no se respeta la dignidad del inocente. Se vulneran los Derechos Humanos y, con ello, el valor que tenemos como seres auténticos, únicos e irrepetibles. Sin moral en el horizonte, los conflictos armados nos devuelven al estado de naturaleza. Un estado, de instintos y lucha por el espacio, que nos sitúa en los primeros peldaños de nuestra evolución. Una evolución que se debate entre "el buen salvaje" de Rousseau o "el hombre es un lobo para el hombre", que diría Hobbes.

Retrocracia

Santiago Muñoz Machado (director de la Real Academia Española), escribe – en La Tercera de ABC – "Alejandro Nieto". Recuerdo que, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, estudié su obra. Crítico, con el funcionamiento y organización de la Administración Pública, supo detectar las claves de la corrupción. Una corrupción que mancha la imagen de las instituciones. Tras leer este artículo, he bajado al Capri. Hoy, José, un cliente asiduo del garito, cumple 91 años. Abogado en los tiempos de Franco, entiende muy bien la lógica del Estado. Desde hace años, sigue mi blog. Dice que en unas ocasiones le recuerdo a Galdós y en otras a Unamuno. Gran apasionado de Voltaire, Locke, Montesquieu y Rousseau; defiende que en España "no hay democracia" sino retrocracia. Se impone el "poder del pasado" frente al disfraz del presente. La separación de poderes no ha deconstruido el espíritu del absolutismo regio. Existe, dice José, un despotismo ilustrado dentro del parlamentarismo.

Existe el "panem et circenses" de los tiempos romanos. Estamos ante un Estado progresista en lo social y conservador en lo político. Y esa mezcla provoca corrientes de ambigüedad y anestesia social. Ambigüedad por las líneas difusas que separan las siglas de los partidos atrapalotodo. Y anestesia por los efectos que provoca la industria del relato. Un relato que consigue apaciguar el descontento social mediante el velo de la apariencia. Esta pasividad de la sociedad civil recrea las estructuras del despotismo ilustrado. Un despotismo que resucita la frase del "todo para el pueblo pero sin el pueblo". Un pueblo, la España del ahora, que presenta una crisis de grupos de presión. Existe un estruendo de miles de voces opinando en las redes sociales pero, sin embargo, falta una organización del pensamiento crítico. Estamos ante una doma del ciudadano. De un ciudadano alienado por el trabajo, tecnodependiente e impotente por unas reglas de juego, que lo apartan del tablero tras ejercer su derecho al voto. Un derecho al voto que iguala por abajo y que se convierte, en palabras de aquel filósofo, en "la suma de los ceros".

En este país, me decía José, cualquiera puede ser político. Cualquiera puede administrar las partidas de un ayuntamiento. Y digo cualquiera porque político puede ser Manolo, el "tonto del pueblo" o Alejandro, el abogado de Jacinta. Esa baja exigencia para el ejercicio de la política, nos sitúa ante un riesgo inminente y grave para los ciudadanos. Riesgo, tal y como denunció Weber, de que la política se convierta en una profesión en detrimento de una vocación. Y riesgo de que el alcalde o el presidente de una nación ejerzan el mal a sabiendas o por desconocimiento del bien. De ahí que Platón hablara del filósofo gobernante, de aquel – con predominio del alma racional – que era capaz de realizar el ascenso dialéctico y conocer el bien en sí. En la retrcracia, la mirada al pasado se convierte en un tóxico para el sistema. Esa mirada al pasado se manifiesta en los plenos y en el Congreso de los Diputados. Unos sacan los platos sucios a los otros y viceversa. Los medios, tras sus líneas editoriales, arrojan sus dardos envenados mediante sus hemerotecas. Son las "piedras en la mochila", maldita sea, quienes siembran la discordia en la retrocracia.

Resignados

Estamos, lo decía en X (el antiguo Twitter), ante una sociedad enferma. Y esta enfermedad no se llama "nihilismo", como la diagnosticó el doctor Nietzsche, sino la "resignación emocional". Hace años, cuando no existía Internet, el mundo social se configuraba como un archipiélago de islas sin apenas puentes que las uniera. Ello provocaba un sentimiento patriótico hacia el barrio, el pueblo o la ciudad. Los acentos eran muy acusados y, en lo material, no existía tanta diversidad. Existían las cuatro marcas de coches, motos y electrodomésticos. Solo, unos pocos, aquellos que viajaban – por cuestiones de trabajo y demás – destacaban por la tenencia de productos exóticos. Hoy, las tornas han cambiado. El archipiélago de islas se ha convertido en una nueva Venecia repleta de puentes. De puentes viga, en arco, colgantes y atirantados. Puentes que conectan las vidas y permiten la comparación constante de las mismas.

Esta comparación insufla sufrimiento. Un sufrimiento que se manifiesta en forma de frustraciones, en ruinas familiares y consumo de libros de autoayuda. El "postureo" es la toxina que atormenta y entristece a quienes no muestran dientes blancos, no viajan lo suficiente o no comen en restaurantes de varios tenedores. Si antes era el coche del vecino, el que tambaleaba nuestros cimientos vitales, ahora es el "vive el momento" o la vida "happy, happy" de Manolo, el vecino de Alejandra. El saldo comparativo suscita sociedades materialistas. Sociedades de lo efímero en detrimento del conocimiento. El credo americano llega a nuestra orilla. Casos como Francisco – el hijo del barrendero – que ahora es don Francisco, conduce coche de alta gama y vive en una suite; se convierten en ejemplos a seguir. El espíritu del "mérito y el esfuerzo" justifican, de algún modo, la desigualdad. Una desigualdad, dirían los liberales, fundamentada en la perseverancia de unos en detrimento de la vaguedad de otros. Así las cosas, la suerte pasa a un segundo plano como ascensor social y argumento de riqueza.

La postmodernidad nos ha vendido que "todo querer es poder". De ahí los eslóganes "si puedes soñarlo, puedes conseguirlo". Dentro de esta frase se mueven cientos de spots publicitarios. Anuncios que ilustran la admiración por los logros materiales del otro. Logros como el de Amancio Ortega, Bill Gates y otros ricos del momento; estimulan la locomotora del emprendimiento. Un emprendimiento que se apoya en casos excepcionales de éxito. La cruda realidad no es otra que la jaula de hierro que diría Weber. A pesar de vivir en una sociedad de clases, existen mecanismos que ubican a los ciudadanos en posiciones difíciles de cambiar. El ochenta por ciento de las ofertas de empleo se cubren por gente conocida. Los contactos, de toda la vida, suponen una barrera de entrada para que el mérito y el esfuerzo cumplan su función. En la mayoría de las ocasiones, a igualdad de méritos, se suele contratar al "hijo de", al "amigo de" o a cualquier persona situada en las redes de amistad. De ahí que muchos jóvenes opten por las oposiciones como ascensor social. Es el Estado, y no el mercado, quien garantiza – en la mayoría de las veces – que el talento ocupe su lugar.

Repensar el arte

Perdido por las salas del Prado, me vino a la mente el debate entre Walter Benjamin y Theodor W. Adorno. Ambos se preguntaban qué es el arte. Entre sus argumentos, destacaban la autenticidad y la dialéctica. Decía Walter que la obra artística había perdido su aura, o dicho en otros términos, su singularidad. El aumento del número de reproducciones, convertía el arte en un objeto al servicio del mercado. Hoy, sinceramente le doy la razón. La fotografía digital – por ejemplo – y su inmediatez, por medio de los móviles, ha cambiado el valor de las imágenes. Tanto que se han perdido los álbumes del ayer. Y se ha perdido, entre otras cosas, por el bajo coste que supone la reposición de la pieza. Algo similar, ocurre con la pintura. Los programas informáticos ofrecen herramientas que texturizan las imágenes imitan las técnicas de acuarela, óleo y otras técnicas pictóricas. Una imitación, tan perfecta, que simula al mejor de los artistas. Llegados a este punto, el arte postmoderno se convierte en un incomprendido dentro de la sociedad del conocimiento. Estamos ante un arte susceptible de copia, imitación y sometido al imperio de la subasta.

Hoy, el pensamiento de Platón sirve para ilustrar la postura de Benjamin. Decía, el autor de La República, que Demiurgo construyó el Mundo Sensible a imagen y semejanza del Inteligible. Un mundo – el que tocamos, oímos y vemos – que se presenta como una copia imperfecta de la auténtica realidad. Así las cosas, el conocimiento de la belleza en sí, requería el ascenso dialéctico. Un ascenso que solo unos pocos podían conseguir. Los otros, la mayoría de los mortales, solo eran conocedores de las copias que en su día elaboró Demiurgo. En el arte, ocurre algo similar. Solo unos pocos, pueden acceder a la obra auténtica. Una obra que se halla participada por centenares, e incluso miles, de copias. Esa autenticidad requiere poner en valor los pigmentos utilizados, la calidad del lienzo y la textura de los pinceles. Sin esa observación, copia y original se confunden a ojos del lego. Estaríamos ante la Doxa que diría Platón. Una opinión basada en los sentidos e incapaz de descifrar la causa final, en términos de Aristóteles. Hoy, el arte debe se definido en términos más allá de la autenticidad.

Adorno hablaba de la dialéctica. Según él, la obra de arte incluía una contradicción interna que le otorgaba su valor. Así el lienzo de Myra, un cuadro colosal de cuatro metros de alto por unos tres de ancho, representa la belleza en la forma y el terror en el contenido. Myra fue una enfermera que cometió crímenes con niños. Su retrato está pintado, en lugar de con pincelados, con la huellas de las manitas de niños. Existe, por tanto, una dialéctica o contradicción entre la magnitud del retrato y el trasfondo de su verdad. Marcus Harvey, autor del lienzo, consigue detener al espectador y despertar en él un tsunami interior. La contradicción forma parte de la naturaleza humana. Existe, en la experiencia de cualquier sujeto, una disyuntiva vital que le acompaña en diferentes momentos del camino. Esa paradoja produce angustia, sorpresa, miedo y enojo ante la incomprensión. Lo mismo que sucedió con la fotografía realizada por Carter en el sur de Sudán. Este fotoperiodista, esperó veinte minutos a que el buitre levantara las alas antes de hacer la imagen. Un buitre que "posaba" junto al cuerpo de una niña hambrienta. Esta fotografía, que se llevó el Premio Pullitzer, muestra la deshumanización que, en ocasiones, presenta el arte como mercancía.

De amnistía e investidura

El otro día, un periodista – lector del blog desde hace años – me pedía una pieza sobre la amnistía. Hoy, tras conocer la expulsión de Nicolás Redondo de las filas socialistas, he reflexionado al respecto. Nunca, por mi carácter controvertido y, en ocasiones, contradictorio, he militado en ningún partido. Pienso que mi "pack mental" no se ajusta, al cien por cien, al pack de ningún partido. Y ello, lo digo, en vísperas de la investidura. La amnistía borra la huella del delito. Estamos ante un recurso político – y "jurídico" – que permite la retroactividad de la presunción de inocencia hasta momentos previos del hecho causante. De tal manera que una hipotética "condonación de la deuda" a los artífices del “procés”, supondría un borrón y cuenta nueva. Estaríamos ante una "cosa" no juzgada y, por tanto, susceptible de ser encausada ante futuros desvíos. Hoy, el dilema moral, que tiene el PSOE no sería tal si pidiera consejo a Maquiavelo.

El pacto con Junts lleva consigo la firma de un contrato con cláusulas de supuesta ilegalidad. Si fuéramos juristas, diríamos que estamos ante un documento nulo. Tanto el referéndum para decidir la independencia de Cataluña como la amnistía de los acusados por la declaración, ilegal, de independencia son dos condiciones de dudosa constitucionalidad. Tanto es así que el partido de la rosa está dividido entre quienes defienden un "sanchismo" a cualquier precio y quienes – como Felipe González, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo, entre otros – critican el mismo por la injustificación de sus medios para la consecución de sus fines. Hoy, la historia sería otra, si el PSOE y el PP alcanzasen un pacto de Estado. Dicho pacto alejaría de los sillones a quienes abusan de sus minorías. A quienes piden la "luna" sin tener en cuenta el coste de su alcance. La Ley Electoral establece, como sabemos, que el Gobierno viene determinado por la geometría del Congreso. El Ejecutivo no lo ostenta quienes ganan las elecciones, sino quienes consiguen el aval de la cámara para empuñar el cetro de la Moncloa. Otra cosa, bien distinta, sería el gobierno de la lista más votada. Aún así ese gobierno chocaría – en caso de no ostentar la mayoría absoluta – con hemiciclos compuestos por mayorías alternativas que gobernarían en la sombra.

La convocatoria de elecciones sería una alternativa. Por un lado, evitaría un pacto antinatura y por otro, cortaría las alas a los nacionalistas. Una nueva cita con las urnas tampoco garantizaría un escenario muy diferente al que tenemos. Escaño arriba, escaño abajo, los independentistas – salvo una mayoría absoluta de cualquier partido de centro – seguirían con la llave de palacio. Una llave que nos haría pasar – como lo llevamos haciendo durante cuarenta años de democracia – por su aro. Luego, Sánchez está en la encrucijada. Si no pacta con ellos, corre el riesgo de que – tras una supuesta cita electoral – el PP gobierne con la ultraderecha. Algo que enojaría a una parte del electorado socialista. No olvidemos que en el seno del PSOE hay una buena parte de simpatizantes que apoyan la amnistía. La amnistía, por mucho que nos cueste asumirlo, ha sido utilizada por otros gobiernos. Rajoy promovió una amnistía fiscal diseñada por Montoro. Una amnistía que fue declarada nula por el Tribunal Constitucional. Así las cosas, lo más sensato sería que las negociaciones de una posible investidura cabalgasen dentro de la legalidad vigente. Si no se hace, si se cede ante las exigencias de los independentistas, Rousseau, Voltaire y Montesquieu no tendrán sentido en el siglo XXI.

De progresos y regresos

Me preocupa, se lo decía el otro día a Peter, el devenir de nuestros hijos. Se ha producido una transmutación de los valores, entre nuestra generación y la de ellos, que impide una comprensión entre las mismas. El acceso, fácil y en la mayoría de las ocasiones gratuito, a la información ha cambiado la consideración de los expertos. El acceso a Internet ha desplazado a las bibliotecas de antaño. Este overbooking de información abre nuevos horizontes a la Filosofía y, por tanto, al pensamiento crítico. Ahora, más que nunca, se corre el riesgo de un resurgimiento del escepticismo. Las Redes Sociales ponen en evidencia y visibilizan la suma de perspectivas que diría Ortega. El lanzamiento de un post suscita cientos de opiniones que, en la mayoría de las ocasiones, van más allá de las intenciones del emisor. En este griterío se siembra la parálisis. Una parálisis marcada por el margen de duda que lleva consigo la disparidad de pareceres. En la jungla informativa no se valora el contenido sino el envase. Un envase que envuelve bisutería barata.

En este albaroto, los todólogos hacen su agosto. Son gente con presencia, desparpajo y voces radiofónicas. Gente, en su mayoría, que habla de todo y lo hace de un día para otro. Observamos señores que hablan de volcanes sin ser vulcanólogos. Y observamos, y disculpen por la redundancia, a literatos de renombre que escriben de política. Esa desfachatez o atrevimiento de hablar de "cualquier cosa" denigra al periodismo. Estamos ante un periodismo de vísceras más que de cerebros. Todo gira en torno a la emoción. Una emoción que se divulga y se corre como la dinamita. Hasta tal punto que los sucesos se convierten en un reclamo social que inunda las programaciones. Y en esa preocupación por la "sangre", las "peleas" y, últimamente, los "fenómenos paranormales" surgen efectos colaterales. Y entre ellos, y el más claro, es la escasez de una oferta televisiva dirigida a los niños. Se han perdido los "dibujos animados". Se ha perdido "Érase una vez el cuerpo humano", "Érase una vez la Tierra", "La vuelta al mundo en 80 días" y "D'Artacán y los tres mosqueperros", entre otros.

Se ha perdido la calle como lugar de recreo. El bocadillo de chorizo, envuelto en papel de aluminio, y los partidos de fútbol con pelotas de papel han sido sustituidos por los píxeles de Internet. Tanto que se han agudizado los dolores de espalda, las miopías y los problemas psicológicos relacionados con la sociabilidad. Ya casi no se ven las pandillas de antaño. ¿Dónde está el modelo de pandilla que también supo visibilizar la serie de "Verano Azul"? Estamos pagando un precio por el progreso tecnológico. Un progreso que, faltaría más, tiene sus ventajas. Gracias a él, los niños saben más del mundo. Tienen más oportunidades de conocer otras experiencias más allá de las calles de sus barrios. Hemos ganado en seguridad. Seguridad cuando nos hallamos en situaciones de inseguridad. Gracias al móvil se han realizado rescates y otras hazañas que sin él, sin esa llamada de auxilio, hubiese sido imposible. Aún así, cada día hablamos más a través de los aparatos y menos cara a cara. Todo es encorsetado, repensado y editado. Se pierde lo espontáneo del diálogo a la luz de la farola.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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