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El postconfinamiento

Tras cuatro años del confinamiento, me doy cuenta que muchos psicólogos y sociólogos estaban equivocados. Somos iguales o más cálidos que antes de la pandemia. Sin mascarillas en el rostro ni distancias de seguridad, los abrazos y besos en la mejilla volvieron a nuestras moradas. La pandemia nos dio una lección de vida. Nos enseñó que a lo largo del viaje nos podemos encontrar con piedras en el camino. Tanto es así que, de un día para otro, nos vimos secuestrados en las celdas de nuestros hogares. Nos convertimos en pajaritos con alas y sin poder volar. Esa angustia vital de "querer y no poder", nos hizo reflexionar sobre la libertad, el tiempo y la enfermedad. La Covid-19, nos puso frente a la verdad. A esa verdad, que decía Nietzsche. La auténtica realidad es que somos seres que envejecemos, enfermamos y morimos. La pandemia nos situó, como les digo, ante nuestro reflejo vital. Nos ubicó ante un enemigo invisible, maldito y traidor.

Hoy, miro por el retrovisor del coche. Miro y veo, a lo lejos de la carretera, a millones de humanos angustiados. Angustiados por la temeridad que supone la incertidumbre. Observo como, en un plis plas, nos vimos obligados a abondar nuestra zona de confort. Abandonar nuestra identidad. Una identidad que, como decía Heidegger, nos la brinda el trabajo. Somos aquello a lo que nos dedicamos. Y cuando dejamos esa profesión u oficio, perdemos parte de nuestro concepto social. Dejamos de ser abogados, profesores, albañiles o cualquier profesión que nos defina. El coronavirus dejó a millones de personas sin trabajo. Los famosos ERTE suscitaron un virus paralelo en la economía. Sin aviones en el cielo, ni trenes en las vías; volvimos a tiempos pretéritos donde el mundo era pequeño. Hoy, recuerdo las calles vacías, las miradas de sospecha y los aplausos a las ocho. Hoy, recuerdo los telediarios inundados de camillas, enfermeros y mascarillas. Y recuerdo, y valga la redundancia, el "Resistiré" del Dúo Dinámico como canción bandera de la pandemia. Desde la desolación, me viene a la mente gente de mi pueblo. Gente que se contagió y falleció por culpa de ese bicho de dudosa procedencia.

Gracias a las pantallas, conseguimos que las ausencias fueran cortas. Conseguimos ver al padre o al abuelo. Conseguimos hablar con el hijo o la hija, que se encontraba confinado dentro de su castillo. El móvil sirvió para aliviar la tristeza que supuso el "arresto domiciliario", el mismo que tuvo Galileo por contradecir al establishment de su época. En casa, leí hasta la saciedad. Leí, sobre todo, La Peste de Albert Camus. Fue una lectura amarga. Amarga porque se convirtió en el reflejo de la realidad. Un reflejo que narraba el horror de la pandemia. Ahí, en ese rincón de soledad, me di cuenta de nuestra vulnerabilidad. Confié en la ciencia como motor de supervivencia. Y aprecié, claro que sí, la razón. Me di cuenta que los problemas dejan de ser problemas cuando encuentran solución. Y la Covid-19 era, mientras no se llegara a la vacuna, una ecuación sin resultado. Hoy, con la normalidad en nuestras vidas, es bueno poner la vista atrás. Mirar atrás para apreciar. Apreciar los detalles de la vida. Apreciar la función de los científicos y apreciar, faltaría más, la libertad.

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1 COMENTARIO

  1. Vemos hacia la pantalla, no hacia el proyector

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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