Mientras pasaba la procesión, tomé un café en El Capri. Lejos del ruido de los tambores, el olor a incienso y las luces de la Macarena, leí El Marca de la barra. Entre goles y marcadores, me venían a la mente pensamientos procedentes de mis trasteros interiores. Me acordaba de los tiempos en que perdí la fe. Eran tiempos malos para los míos. Malos porque presencié la ruina del negocio familiar, la muerte de mi abuela y el cáncer de Estrella, la mascota de la casa. Aturdido por tanta tragedia, dejé de buscar los fundamentos metafísicos de mi vida. Rompí el pergamino y las creencias en la predestinación de un viaje lleno de ratas y nubarrones. Fueron días amargos. Días de buscar sentido a una vida sin sentido. Perdido en medio del bosque y sin brújula que me guiara, afronté la muerte de Dios y el nacimiento de mi nuevo yo. Sin ningún más allá en el horizonte, tropecé con la auténtica verdad de la vida. Una verdad angustiosa e indeseable. Una verdad amarga, clara y distinta como diría Descartes si viviera. Y esa verdad no era otra que la nada.
La nada se apoderó de mis pensamientos. Adquirí conciencia que mi cuerpo era materia. Una materia, como puede ser el hierro o la madera, que con el paso del tiempo se deteriora y oxida. Al final, mi cuerpo se convertirá en un cadáver maloliente. En un motón de carne trémula y pasto para los gusanos. Esta auténtica verdad, me abrió las puertas de una nueva vida. Apoyado en Sartre y Heidegger supe que la existencia es un paréntesis entre una nada prenatal y o tras postmortem. Y ese paréntesis necesitaba contenido. Contenido más allá de las dos fechas que aparecerán, tarde o temprano, en la lápida del camposanto. La vida necesitaba vida. Y esa vida no era otra que el cumplimiento de una misión. A diferencia del gusano de seda, yo no tengo la conducta preprogramada. Yo, le dije a mis adentros, no he nacido para hacer, sí o sí, capullos de seda sino para diseñar un camino. Ese camino, maldita sea, es la vida. La vida no puedes dejar de vivirla. Estamos condenados a vivirla. Somos, ya lo dijo Arendt, el único animal que sabe que ha nacido. Y añado, que sabe que vive y que es consciente que algún día morirá.
Sin trascendencia en el más allá, lo único que queda de nuestro viaje son las huellas de la arena. Huellas de chanclas viejas, de mocasines, de zapatillas caras o de zapatos desgastados. Huellas de lo que somos. Y somos un concepto, un recuerdo o una imagen en la mente de los otros. Y hay tantos somos en el mundo como gente que, por multiplicidad de causas, contactaron alguna vez con nosotros. Mientras tomo el café, siento su sabor amargo en la comisura de mis labios. Siento el mismo sabor de aquellos momentos trágicos de la vida. Momentos de tensión. Momentos de frustración por no alcanzar el objetivo. Y momentos de nostalgia por "querer y no poder" regresar a los lugares muertos del pasado. En el taburete miro a los otros de la barra. Los miro desde lo alto de mi colina. Y me pregunto cómo llevan, en su interior, la verdad de su finitud. Somos seres finitos e imperfectos. No somos inmortales salvo que algún erudito descubra el elixir de la juventud, de la vida infinita o la eterna primavera. Son las doce de la noche, los tambores se oyen al fondo. Es Jueves Santo, oigo – a lo lejos – el canto de la saeta. Es el canto desgarrado de un hombre, que llora la muerte de un ser crucificado.
Rosa
/ 30 marzo, 2024Muy buena reflexión Abel. Felicidades por tu post.