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La deconstrucción educativa

El Gobierno de Ayuso – como reza en el titular de Público – "pone en marcha el polémico plan para que 52 colegios den 1º y 2º de la ESO el curso que viene". Esta medida – bautizada como "Medios CEIPSOS" – nos sitúa en los tiempos anteriores a la LOGSE. Tiempos donde los alumnos finalizaban la Educación General Básica (EGB) a los 14 años y arrancaban, si lo deseaban, el antiguo BUP en los institutos de Bachillerato. Existía, por tanto, un cambio de espacio que coincidía con el inicio de la adolescencia y el final de la pubertad. Desde la implantación de la LOGSE – en sus comienzos, "La Reforma" -, los alumnos se incorporan a los institutos con 12 años. Existe por tanto un amplio abanico de edad que oscila entre los 12 y 18 años. Abanico que, en tales edades, implica un contraste acusado entre la pubertad y la adolescencia tardía. A ello, debemos sumar la concurrencia – en los mismos centros – de alumnos pertenecientes a ciclos formativos tanto de grado medio como superior. La LOGSE descongestionó los colegios y "hacinó" los institutos.

En pleno siglo XXI, aún existen centros – en la Comunidad Valenciana, por ejemplo – que imparten sus clases en "barracones" o, en términos más finos, en prefabricadas. Hoy, treinta y tantos años después desde la publicación de la LOGSE, el "mapa escolar" sigue en "fase constructiva". Aún así, la Ley Educativa – orquestada por el PSOE – no fue tan mala como algunos señalan. Gracias a ella, la educación obligatoria se amplió hasta los 16 años; edad mínima para trabajar en España. Con la Ley General de Educación de 1971, existía un vacío legal, que situaba a un sector de la población en la tesitura de "querer y no poder" trabajar. Muchos estudiantes, que no querían cursar BUP y tampoco podían trabajar, estaban condenados a cursar estudios de Formación Profesional o permanecer ociosos en casa. Luego, por ese lado, la LOGSE solucionó el problema e hizo coincidir la edad mínima para trabajar con la obligatoriedad de estudiar. La Ley Socialista también reformó la FP en ciclos más profesionales y menos académicos. Y también, y valga el recuerdo, implantó la Educación Infantil de 0 a 6 años.

Aquella reforma educativa no solucionó el fracaso educativo. La idea de mezclar niños de 12 años con adolescentes más mayores no fue una buena idea. Por un lado se descongestionaron los colegios y por otro se hacinaron los institutos. La medida de Ayuso, aunque supone una crítica a la LOGSE y una vuelta a lo de antes, no altera el sentir general de la norma. Ahora bien, esta medida enfrenta a los docentes. Y los enfrenta porque existe ambigüedad en el planteo. ¿Quién impartirá la docencia en la franja de los 12 a los 14 años?, ¿será una docencia implantada por el cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria y, por tanto, especialistas en las materias? o ¿será una docencia impartida por el Cuerpo de Maestros y, por tanto, generalista o por ámbitos? La implantación por maestros supondría un grave perjuicio al colectivo de profesores. Y la implantación por profesores de Secundaria implicaría un traslado "forzoso" de sus destinos definitivos. Aún así, la medida ya está impuesta en muchos centros concertados. En centros donde los alumnos cursan Primaria y Secundaria. En centros donde los  alumnos entran con 6 años y salen con 18. Toda una vida entre "cuatro paredes" y con su mismo grupo de iguales. Toda una vida sin salir de su zona de confort. Y toda una vida sin desarrollar mecanismos tempranos de adaptación a los cambios.

Sombras y palabras

El otro día, hablaba con una compañera sobre la relación entre literatura y filosofía. Decía que ambas son dos caras de una misma moneda. Cualquier creación escrita tiene su trasfondo filosófico. El Quijote, por ejemplo, es una joya de la literatura pero también lo es de la filosofía. Durante toda la obra, Miguel de Cervantes, materializa su pensamiento a través de personajes ideologizados. Su texto pone de manifiesto la singularidad del yo frente al otro. Del sabio frente al necio. Del noble frente al plebeyo. Y del amigo frente al enemigo. A través de esta dialéctica surgen los discursos, las descripciones y las tramas que envuelven a la novela. Y todo ello, que algunos llaman relato, suscita pensamientos en la recepción lectora. El lector, más allá de su figura antropomorfa, percibe el mundo de forma fenoménica. Su experiencia lectora es diferente al resto de lectores. Cada lector lee desde sus circunstancias vitales, o dicho más claro, desde su angustia.

La obra de Nietzsche, sin ir más lejos, es rica en recursos literarios. Sus aforismos son dinamita viva contra la sociedad de su tiempo. A través de su estilo – la filosofía del martillo – el irracionalista hace bailar el lenguaje. Altera su lógica y costumbrismo gramatical. Destruye, de algún modo, su sentido racional y lo reviste de energía. Su prosa es rica en musicalidad. Existe un ritmo entre los interlineados. Hay sombra detrás de cada frase. Y esa sombra es la filosofía. Sin esa "sombra", Nietzsche no se entendería. Sería algo así como un "juntaletras" que habla de camellos, niños y leones. La literatura necesita el eco filosófico. Un eco que rellena el hueco de las palabras. Miguel Hernández – el poeta de Orihuela – muestra su oda a la naturaleza. Sus jazmines simbolizan la pureza y la conexión con la vida y la muerte. Y la vida y la muerte, queridísimos amigos, son uno de los grandes problemas de la filosofía. La literatura responde, desde la poesía, a las preguntas: "¿De dónde vengo?" y "¿hacia dónde voy?" Ese misterio, que distingue a los humanos, aparece en las coplas de Manrique. Y aparece, como les digo, en una reflexión magistral sobre el poder igualitario de la muerte.

Llegando con el dardo más lejos, hace falta una reestructuración de ciertos grados universitarios. El grado de Lengua y Literatura – antes Filología Hispánica – debería ser "Grado en Literatura y Filosofía". Un grado que surgiría tras la emancipación de la Lengua en un grado distinto. Con este planteamiento, los alumnos abordarían la historia del pensamiento en conexión con la historia de la literatura. De una parte, tendríamos el problema filosófico y su tratamiento ensayístico. Y de otra, su reflejo en la literatura. De esa forma, el alumnado adquiriría un nivel competencial específico y transversal. El estudiante profundizaría en los valores éticos que hay detrás de cada obra. En el Cantar del Mio Cid, por ejemplo, se trataría el honor como principio moral de una época. En La Casa de Bernarda Alba se analizaría como el reflejo de una sociedad patriarcal, o estudio de un caso, en contraste con El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir. La Metamorfosis de Kafka abordaría la "rareza" ante el gregarismo. La literatura envuelta de filosofía suscita un enriquecimiento de sendas disciplinas. Hagamos que suceda.

De mandatos y aparatos

Una cosa, lo decía el otro día en X (la antigua Twitter), son los mandatos y otra – muy distinta – los aparatos. A lo largo de nuestra democracia, han existido casos de corrupción, que han sacado los colores tanto a la izquierda como a la derecha. De la parte socialista, tenemos el Caso Guerra, el Tamayazo y los ERE de Andalucía, entre otros. En el PP, tenemos el Caso Naseiro, el Palma Arena, la Gürtel, la Operación Malaya, el Caso Pokémon, los "papeles de Bárcenas", y las Tarjetas Black, entre otros. En otros ámbitos, el Caso Nóos y el Caso ITV. A lo largo de este tiempo, ningún presidente del Gobierno ha dimitido por las corruptelas de sus partidos. Algunos fueron derrotados en las urnas y otros – como Mariano Rajoy – despojados mediante mociones de censura. Solo Jaume Matas y Francisco Camps – ambos presidentes autonómicos – dimitieron de sus cargos. Existe, por tanto, una resistencia ante los "garbanzos negros" de los partidos.

La corrupción forma parte del lado oscuro de los aparatos. Aunque los cargos se juran con "lealtad a la Constitución", la realidad – en ocasiones – supera la ficción. Existen casos como el Caso Koldo – en proceso – que mancha, una vez más, la imagen de la política. Este caso, como cualquier otro que afecte a la corrupción de los aparatos, suscita prejuicios, sesgos y estereotipos. Suscita, como digo, etiquetas que enturbian las aguas de “lo público”, rompen la confianza en las instituciones y generan polarización. Los partidos de la oposición encuentran, en el fango del adversario, una cortina de humo para tapar las vergüenzas de sus casas. Así las cosas, el Caso Koldo eclipsa, durante un tiempo, la "mazonada" o la dudosa gestión de la DANA por parte de Mazón. Al mismo tiempo, insufla entusiasmo a la militancia del Pepé de cara a las próximas elecciones. Aún así, una hipotética moción de censura, por parte de Feijóo, nacería muerta desde el minuto número uno. Por tanto, la corrupción – más allá de la depuración de responsabilidades judiciales – genera ruido mediático en los mentidores de la calle.

La corrupción no siempre pasa factura a los partidos. El votante emocional o "incondicional" sigue votando a sus siglas pasionales. Y lo hace aunque se presente "Pepito el de los palotes". Ese votante, que vota desde las vísceras, no mueve tan fácil su voto por "un puñado de granujas". El votante racional toma su decisión, en la mayoría de los casos, desde el filtro de sus circunstancias. Analiza cómo le iba antes y cómo le va ahora. Y en función del saldo vital modifica, o no, su conducta electoral. La corrupción, sin embargo, sí afecta a la abstención. Y esa abstención puede determinar el resultado electoral. De ahí que la campaña electoral del PSOE apelará al miedo como factor movilizador. Las variables macroeconómicas juegan a favor del sanchismo. España va bien y así lo atestiguan la OCDE, la Comisión Europea y el Banco de España, entre otros. El crecimiento económico, en lo que llevamos de año, oscila entre el 2,4% y 2,6%, el desempleo entre el 10 y el 10,5%, la Deuda pública en reducción y el déficit público menos del 2.8% del PIB. Con estos datos, el "Sanchismo" está tocado pero no hundido. Y es que el votante de a pie – Manolo o Manuela – piensa en términos de mandato. Por ello tendremos a Pedro para rato. Y lo tendremos porque una cosa son los aparatos y otra, los mandatos.

Ontología digital

Dijo un filósofo de la Antigüedad Clásica que, en un carro, la rueda que más chirría es la más defectuosa. De tal modo que el ruido no es otra cosa que la manifestación de la avería. Así las cosas, cualquier ruido – ya sea de un coche o de un electrodoméstico, por ejemplo – es el síntoma de una enfermedad oculta. Lo mismo pasa con las personas. Y pasa porque – en la mayoría de ocasiones – se cumple aquello de "dime de qué presumes y te diré de qué careces". El reconocimiento mueve las turbinas de los egos. Las personas necesitan una idealización de su "yo", que proteja sus carencias interiores. De ahí que, las redes sociales insuflan aires de grandeza. Viajes, dientes blancos y postureo barato ponen en evidencia la "sociedad del escaparate". Una sociedad que rinde tributo a la selva de los avatares. Una selva herida por el agravio comparativo, que supone la competición entre seres únicos e irrepetibles.

Esta selva, que decíamos atrás, también se traslada al tejido organizacional. Se comparan los bares, los comercios y las entidades financieras. Y se comparan las asociaciones, los sindicatos y los partidos políticos. Se compara todo en un sistema que rinde tributo a la estructura del mercado. En esta lucha comparativa se construyen relatos. Relatos cuyo fin no es otro que afectar a las emociones y jugar con las percepciones de la gente. Es por ello que se manchan las imágenes, se crean bulos y cortinas de humo. Todo vale. Y todo vale en los juegos maquiavélicos del suma cero. Los partidos construyen relatos que sirven para domesticar al rebaño. A un rebaño que transita ensimismado por las sendas telemáticas. En sendas dirigidas por grandes plataformas, que trabajan para las cookies. Estamos ante una relación de vasallaje entre el usuario y su amo. Un amo que le otorga reconocimiento a cambio de servidumbre. El “pantallazo” dirige nuestras vidas. Vidas en forma de títeres. De títeres movidos por hilos abstractos.

Sin control ante la vida, Manolo se convierte en un barco a la deriva. Vive entre dos mundos. Uno, el mundo presencial. Otro, el mundo digital. En el presencial, Manolo compra el pan y habla con sus semejantes. En el digital, Manolo recibe "likes" por lo que muestra. Allí, dibuja su personaje. Decide cómo posar ante la cámara. Decide qué imágenes mostrar. Él es el dueño de su avatar. Un dueño que construye y destruye su ego. Y en esa dialéctica, existen seguidores que interactúan con su creatura. Nos hemos convertido en creadores de mundos alternativos. El avatar traspasa, en ocasiones, las líneas del mundo presencial. Y lo hace desde su parte emocional. El amor y el odio conectan lo real con lo virtual, y viceversa. El amor atraviesa las líneas de lo real. Existe, por tanto, una trascendencia que culmina en lo cotidiano. Y es ahí, en lo cotidiano, donde reside aquello que esconde la verdad. ¿Y qué esconde la verdad? La verdad esconde la propiedad de los entes digitales. Esconde la definición de lo virtual. Y esa definición existe en la intersubjetividad.

Malas hierbas

El apagón puso en valor la razón que defendía Kant. Y la puso porque, sin semáforos encendidos ni otras señales lumínicas, se hizo una gestión ética de la libertad. El asfalto se convirtió en una selva urbana donde afloró la tesis del "buen salvaje" de Rousseau. Hubo un respeto por el área territorial que defiende cada animal. Y todo por un uso maduro de la razón. Ahí, queridísimo Immanuel, los humanos demostraron una mayoría de edad digna de mención. A diferencia del apagón de Nueva York, en el español no se produjeron robos ni violaciones. Se respetó la propiedad privada en un momento de vulnerabilidad. Algo que no ocurrió tras la Dana que sacudió las tierras valencianas. En aquella tragedia, se produjeron actos vandálicos que pusieron en valor "el hombre es un lobo para el hombre" de Thomas Hobbes. Así las cosas, la razón y la ética no siempre van cogidas de la mano. En los márgenes de lo cotidiano, habitan conductas animales que subestiman la función del Superyó. Es, en esos momentos, donde el ser humano se convierte en un ente impredecible.

Aún así, los anarquistas creían en el poder de la razón como instrumento de paz. Más allá del movimiento sindical, el anarquismo nunca fue una realidad. Y no fue, queridísimos lectores, porque existe el mal. Y existe, como diría Leibniz, en este mundo que es "el mejor de los posibles". No estamos, maldita sea, “exentos del mal”. Existe, por tanto, un residuo de maldad en cualquier sociedad. La maleza es esa hierba salvaje que brota una, y otra vez, en el bancal de Jacinto. Una maleza que necesita agua para vivir. Necesita la misma agua que precisa el limonero. Esa maleza inunda los huertos de la vida. Los inunda por medio de la envidia, los celos, el odio y la comparación constante con el otro. Desde que un señor dijo "esta tierra es mía", habitó la desigualdad en el mundo. Una envidia que quiso erradicar Marx mediante la sociedad comunista. En esa sociedad, el yo se convierte en "un punto" dentro de un conglomerado. Un conglomerado formado por millones de puntos. Cada uno de un color diferente, pero todos del mismo tamaño.

En la sociedad comunista, o dicho de otro modo en la "morada puntual", también existe la maleza. La maleza inunda no solo los "huertos de la cantidad" sino también los "de la calidad". Y en una sociedad basada en el "tanto eres, tanto vales" también existe la toxicidad. La gente tiene celos del otro. Y no los tiene por su casa, que mide lo mismo que la suya, sino por su "capacidad para ser". En la sociedad marxista, el ser está constituido por los roles laborales. De ahí que existan rencillas entre el médico y el abogado, o viceversa. Rencillas basdas en un conocimiento desprovisto de mercado. Así las cosas, la maleza se extiende entre trabajadores, de la privada, y funcionarios de una misma categoría profesional. Envidias entre administrativos y envidias, y disculpen por la redundancia, entre quienes ganan lo mismo por las mismas funciones. Y las hay porque somos únicos e irrepetibles. Porque no existen dos personas idénticas en el mundo. Por ello, debemos tomar conciencia de  "ciudadanos iguales pero diferentes". Solo así, desde la gestión de tolerancia a la diferencia, acabaremos con la maleza.

El desgaste de los egos

Fukuyama defiende el reconocimiento como motor de la historia. Decía que tanto las sociedades como los humanos necesitan que se les reconozca. Platón y Hegel también pusieron su acento en este aspecto. Hoy, las redes sociales trabajan en torno al reconocimiento. De tal manera que Manolo cuelga, en su muro, sus últimas vacaciones en Segovia. O Jacinto, por poner otro ejemplo, se hace un selfie – arriesgado su vida – desde el mirador de Benidorm. El reconocimiento es un instrumento del individuo para mantener la salud de su ego. El ego -o el orgullo – se convierte en un pilar fundamental para entender las interacciones sociales. En muchas ocasiones, la lucha de egos se confunde con el amor romántico. Así las cosas, algunas relaciones basan su vitalidad en una situación sadomasoquista de privación de libertad. Una situación tóxica donde los celos alimentan el ego del otro y viceversa. Esta estructura también se repite en las relaciones digitales. Los chats se convierten, en ocasiones, en un cúmulo de egos malheridos. Egos que sufren el vacío del otro. Y egos que se desgastan, una y otra vez, por ser correspondidos.

El ego, que muchas veces se confunde por autoestima, muestra síntomas de flaqueza. Y tales síntomas se manifiestan tanto en relaciones cotidianas como en relaciones internacionales. De tal modo que, en el trasfondo de muchos guerras, existe un conflicto de egos. Un conflicto para evitar que la imagen estatal sea manchada por calumnias, demagogias y bulos. De ahí que, muchos Estados desgastan su energía para salvar sus egos. Existen ejemplos como la derrota de EEUU en la guerra de Vietnam. Una derrota que dañó su ego. Un ego de superpotencia, que tardó tiempo en levantar la cabeza. El ego también sucede en la vida empresarial. Existen empresas al borde de la quiebra pero, por razones de orgullo, siguen y siguen a pesar de la verdad de sus balances. Y lo hacen, queridísimos amigos, por el "qué dirán".  Estamos, por tanto, ante un sistema que fomenta la competitividad. Un sistema de fuertes y débiles. Y en esta selva es donde se libra una batalla por la superioridad de los egos. Egos que no responden a las recomendaciones helenísticas. Egos que, alejados de la imperturbabilidad del espíritu, sufren las consecuencias de la autoexigencia.

Esta lucha por el "y yo más", nos está pasando factura. Y la factura no es otra que el deterioro de la salud mental. Detrás de muchas depresiones y ansiedades existe un desgaste del ego. En las depresiones, el desgaste sucede cuando Jacinto se compara con su "yo pasado". En esa comparación, su ego sale debilitado. Y sale porque estamos ante una sociedad de la imagen y la vida, por desgracia, es un viaje hacia la fealdad. Y en se viaje, el ego sufre el efecto del paso del tiempo. Lo mismo sucede con la ansiedad. La mirada el futuro impide que el ego disfrute de su presente. El descuido del "ahora" suscita palpitaciones y temores ante un escenario imaginario y desconocido. Las pantallas también contribuyen al desgaste. La comparación constante con otras vidas, nos convierte en sufridores de la nuestra. Y en ese sufrimiento, nuestro ego se achata y desinfla como un globo en una fiesta de cumpleaños. Utilizamos mecanismos de defensa para proteger el desgaste. De tal modo que intentamos sacar nuestra mejor versión. Intentamos lucir dientes blancos y pieles tersas. Consumimos libros de autoayuda. Y lo hacemos para salvar nuestro ego. Un ego malherido. Marherido porque navega en un océano de aguas turbulentas. Aguas alejadas de la quietud de los lagos.

De apagones y sistemas

Tras el apagón del otro día, me vino a la mente La teoría general de los sistemas, un libro de Ludwig Von Bertalanffy escrito en 1968. Este biólogo y filósofo, de origen austriaco, extrapoló las características de la teoría organicista a cualquier realidad física o social. Con estos mimbres, podemos hablar de sistemas humanos, mecánicos e informáticos, entre otros. Según Ludwig, los sistemas comparten tres premisas fundamentales: existen dentro de sistemas, son abiertos y sus funciones dependen de su estructura. Aparte de tales principios, los sistemas son homeostáticos y tienden a la entropía, el desgaste que supone su uso a lo largo del tiempo. Así las cosas, el cuerpo humano – por ejemplo -, como sistema biológico, mantiene su equilibrio estático a través de sus constantes vitales. Y, al mismo tiempo, tiende hacia el envejecimiento. Cualquier sistema se explica por la complejidad de la interconexión entre sus partes. Dicho de otro modo, el cuerpo humano no se entiende por sus partes separadas sino por la sinergia. Una sinergia donde "el todo es superior a la suma de sus partes".

Decía Aristóteles que el alma sería algo así como la lógica de los cuerpos. El alma humana explicaría el funcionamiento de nuestro cuerpo. El médico, por ejemplo, debe estudiar – a fondo – la lógica del cuerpo humano. Debe tener una visión panorámica del mismo. Existe, por tanto, una conexión entre subsistemas fisiológicos, que explican la totalidad de la máquina. De tal modo que cualquier enfermedad tiene su causa. Nadie muere sin causa. Y por tanto, el investigador – en este caso el médico – debe conocer la "nube de causas" que explica la pérdida de salud. El sistema eléctrico responde a la lógica de Bertalanffy. Está formado por un conjunto de elementos interconectados entre sí. Existe un equilibrio  – una homeostasis – que permite la supervivencia del mismo. Y existe, como decíamos atrás, una entropía o tendencia al desgaste. Lo que ocurrió el otro día fue un "fallo sistémico", intencionado o no, que terminó por apagar el sistema. Un sistema – conjunto de partes interdependientes y con un objetivo común – que perdió su salud durante diez horas. Hoy, con el sistema reconectado, se deben esclarecer las causas acerca de lo sucedido.

Existe, sí o sí, una causa explicativa. Si no se encuentra será por la impericia de los investigadores para descubrir la avería. Y para ello, deberían aplicar el método hipotético deductivo. Un método que consiste en un diagnóstico del hecho a investigar – el colapso del sistema eléctrico -, una observación minuciosa de lo acontecido, un establecimiento de hipótesis y, finalmente, un constaste de las mismas. Si los experimentos no corroboran la conjetura y, por tanto, resulta fallida. Tras la refutación de la hipótesis, vuelta al kilómetro cero. Planteamiento de una nueva y así hasta su corroboración empírica. Una corroboración que servirá para elaborar la ley oportuna y su inserción en la teoría de sistemas eléctricos, y sus posibles fallos. Esta investigación lleva su tiempo. De ahí que, por mucho que se politice el asunto, a día de hoy no se sabe lo ocurrido. Y no se sabe porque no existe ninguna hipótesis, del todo fiable, que explique con rigor "la usencia de luz artificial". De ahí que, lejos de exigir responsabilidades políticas, se debe llegar a la evidencia. Una evidencia, que como decía Descartes, explique – de forma clara (no oscura) y distinta (sin confusión) lo que sucedió la tarde del veintiocho. Mientras tanto, seguiremos sin luz en los recovecos de la caverna.

Quinielas papales

El fallecimiento del Papa Francisco I, abre el debate sucesorio. En lo que llevamos de siglo, tres papas han empuñado el cetro del Vaticano. En vísperas del conclave, que elegirá al nuevo Papa, es el momento de reflexionar sobre, cómo debería ser el nuevo líder de la Iglesia. La elección de Benedicto XVI no fue tan acertada como parecía. Fue, como sabemos, un Papa que no cumplió con el mandato vitalicio. De corte intelectual, le dio una vuelta de tuerca al conservadurismo eclesiástico. Recuperó las misas en latín y otros rituales de antaño. No abrió ningún melón, que pusiera en jaque el establishment de la Iglesia. Lejos del postureo, Ratzinger vivió, la mayoría de su reino, en los intramuros del Vaticano. Su figura contrastaba con Juan Pablo II, un "Papa viajero" que supo coser las grietas de la Iglesia. Hoy, tras veinte años de su muerte, el mundo espera – con incertidumbre – el nombre que saldrá elegido tras la "fumata blanca" de Roma.

Artículo completo en Levante-EMV

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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