A los catorce años abandoné los estudios. Tras repetir octavo, mi vida se convirtió en una senda de juergas, drogas y amoríos. Una senda de placeres y excesos, como diría Epicuro si viviera. En aquellos años descubrí El Capri, un garito de mujeres a deshoras, de borrachos sin camiseta y de vidas sin sentido. Allí conocí a Peter, el dueño del local; a Lola, la cuñada del carpintero; a Enrique, el barrendero de mi pueblo y a Jacinto, un enamorado del comunismo. Eran los años noventa, los años del felipismo, de las películas de Esteso y de Luz Roja, el programa que presentaba la doctora Elena Ochoa. Tiempos donde España quería ser europea, y donde González gobernaba con los votos catalanes. Recuerdo que a mis padres los llevé por el camino de la amargura. Tanto que mi relación con ellos se redujo a frases como: "¿qué haces hoy de comer?" o "dame dinero para salir". Hoy, siento vergüenza de aquella conducta hacia quienes no se lo merecían.
En El Capri conocí a Vicente, un profesor que daba clases de Formación Profesional en un instituto de mi pueblo. Todos los viernes, a eso de las diez de la noche, quedábamos para tomar copas. Después, nos íbamos a la Trébol, una discoteca a escasos metros del Capri. Allí, en la oscuridad de los sillones, la gente inundaba sus penas con las burbujas del gintonic. Era gente inofensiva, gente cuya única ambición en la vida era despertar la mirada de las rubias que entraban al aseo. Allí, en los sillones, las busconas encontraban plato para el fin de semana. Eran sillones cómodos, acolchados, tapizados de cuero, y con agujeros en los lados por las quemaduras de los cigarrillos. Hoy, muchos de los líderes de aquellos rincones oscuros, yacen en los nichos de varios cementerios. Muchos, como les digo, murieron por sobredosis; por cánceres de hígado o infectados de SIDA. Recuerdo a Manuel, tras pasar por varios centros de desintoxicación, murió como un perro abandonado. Murió sin mujer, sin hijos y sin nadie que lo despidiera el día de su entierro. Una muerte solitaria, sin consuelo y todo, valga la licencia, por los efectos destructivos de los porros y las pastillas.
Los sillones de la Trébol eran, podríamos decirlo así, el trampolín para los malos rollos. Allí, muchos adolescentes daban sus primeras caladas al Fortuna, otros probaban el hachís y, los más aventurados, escalaban puestos en la jerarquía de la droga. Una jerarquía que finalizaba con la heroína, un veneno que sembraba el pánico en muchas familias. Mi educación fue tan férrea que nunca caí en la tentación. Y no caí porque, desde muy pequeño, mis padres me inculcaron una ética egoísta. Una ética kantiana consistente en no hagas aquello que te pueda perjudicar. Así, cada vez que alguien me decía "toma, dale una calada al petardo", decía no. No, y no hasta tal punto que esa determinación llegó a que muchos colegas, me trataran de gallina. Sí que es cierto que fumaba tabaco, fumaba poco, pero fumaba. Y lo hacía para impresionar a las nenas. Para reafirmar mi hombría en una sociedad machista como era la España de los noventa. En aquella pandilla no había ningún erudito, solo se hablaba de juergas, drogas y mujeres. Recuerdo que en casa, a escondidas, leía el periódico que se compraba mi padre. A través de aquellas lecturas ocultas, aprendía algo del mundo; más allá de las charlas superficiales que surgían en El Capri. Transcurridos los años, a los dieciocho, retomé los estudios; estudié tres carreras y terminé de profesor de instituto. Y todo, gracias a aquellos recuerdos ridículos.
mark dezabaleta
/ 9 febrero, 2018Muy interesante …
Ana de Lacalle
/ 10 febrero, 2018Eras lúcido, no se sale indemne de esos ambientes si no es por convicción propia.
abimelecvc
/ 10 febrero, 2018Me ha encantado el articulo.
Juan Antonio Luque
/ 2 abril, 2024Mucha lucidez y fuerza de voluntad para salir indemne de aquellas trampas. En la España del despipote.