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Réquiem por la ironía

El humo del garito impedía distinguir los rostros de la barra. Eran las dos de la madrugada y allí estaba yo, solo en la barra y sin ningún perro que me ladrara. Con las gafas empañadas, y la mente manchada de pecado, recordaba a ese otro que emborrachaba sus penas con sorbos de tequila. Las fichas, le decía a Peter, cambian de posición a lo largo de la partida. Unas veces surgen oportunidades de juego y otras, maldita sea, riesgos de caer por la ladera del precipicio. Niebla, veo mucha niebla en esa carretera donde hacía autostop los sábados a deshora. Sábados de juerga y placeres pasajeros. Miro el reloj de la barra y observo como sus agujas marcan las mismas horas que hace treinta años. El tiempo, ya lo decía Albert, es relativo. Relativo porque no dura lo mismo una hora a las puertas de un quirófano que otra hora en una fiesta de cumpleaños. Se ha perdido la ironía. Muere la mofa y la sátira constructiva. Muere asesinada por la sombra del respeto.

Muerta la ironía, el lenguaje se convierte en frío y desprovisto de rima. Ya no quedan estribillos en los mentidores de la calle. Ya no existe la insinuación y el humor con picaresca. Las palabras son como dar patadas a una piedra. A una piedra que una vez lanzada, no sabes si aterrizará en el asfalto o en cristal de Jacinto. Se ha roto la ironía en el cine y en la literatura. Ahora se revisan los chistes y comentarios espontáneos. Y se revisan para proteger la dignidad del otro. Una dignidad que ha ganado peso en el transcurso de los años. La prudencia ha ganado la batalla a lo colérico. Esta prudencia, que se manifiesta en las relaciones cara a cara, no se vislumbra- tanto – en las redes sociales. A través de la pantalla, el Homo Sapiens saca los caninos. Los mismos que perdió con el enmascaramiento del celo. Caninos prescindibles en la jungla del cortejo. Y caninos que ahora vuelven en la selva digital. Una selva de versiones artificiales y discursos intermitentes que, desde sus trincheras, lanzan sus dardos en dianas equivocadas.

La hipocresía llora la muerte de la ironía. Sin sátiras en el horizonte, el silencio toma cuerpo en la intersubjetividad del ahora. Silencios, unos más cortos y otros más largos. Silencios, unos en las grandes avenidas y otros en lúgubres callejones. El silencio es la herramienta que se avecina ante la llagada de la ofensa colectiva. Una sociedad callada se convierte en una jungla de sospecha. El silencio del bosque inquieta a las especies. En el silencio se activa la sospecha ante los pensamientos del otro. Sin hablar, los amantes se comunican con la mirada. Con una mirada que aflora lo que esconde el interior de los trasteros. Y mientras los amantes juegan la partida, el tablero no se altera. No se altera la combinación entre cuadrados blancos y negros. Cambian los caballos, las torres y los peones. Cambian los paisajes, las personas y el devenir de los tiburones. Y en esos cambios, entra en juego el esfuerzo, el mérito y la suerte. La música de Loquillo inunda de ruido al griterío del garito. Las servilletas yacen arrugadas junto a las patas de los taburetes. En la calle se oye el ronquido de los gatos.

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1 COMENTARIO

  1. Juan Antonio Luque

     /  2 abril, 2024

    La dictadura de lo políticamente correcto. No nos hacen falta censores ya nos censuramos nosotros sólitos. Y adiós al libre pensamiento.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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