En España, se lo decía ayer a Peter, hace falta una alfabetización democrática. En los institutos se secundaria, no se aborda, con precisión, el periodo que abarca desde la Transición hasta nuestros días. Se habla del franquismo pero no se realiza un estudio de los diferentes sistemas políticos que existen en el mundo, sus características y sus críticas. Tanto es así que la mayoría de los adolescentes cuentan con un exceso de información – consumida a través de las redes sociales – pero les falta formación política. Y les falta, queridísimos lectores, porque muchos no saben cómo se elaboran las leyes. Y para más inri tampoco saben cuál es el procedimiento legal para investir a un presidente del Gobierno. No comprenden que, en la democracia, "ganar las elecciones" ni es condición necesaria, ni suficiente para gobernar el país. Así las cosas, en los mentidores de la calle, la gente habla de oídas. La gente confunde legalidad con legitimidad y exige, en ocasiones, que se cumplan utopías que atentan contra las reglas de juego. Este analfabetismo sistémico sirve, a su vez, al tejido mediático para construir relatos que apelan a la pseudomoralidad en detrimento de la legalidad. Estamos ante una partida donde los jugadores – sin conocer de buena tinta el Reglamento – critican al árbitro y cuestionan el resultado.
Felipe VI, en su discurso de investidura (allá por el 2014), hablaba de "una monarquía renovada para un tiempo nuevo". La irrupción de nuevos partidos – como Ciudadanos y Podemos – rompía el sistema bipartidista y abría el multipartidista. Un sistema, este último, cuya ventaja recae en la proporcionalidad. Y cuyo inconveniente, o crítica política, reside en la lentitud para llegar acuerdos. Acuerdos que, transformados en leyes, representan, en mayor medida, el interés general. Un interés que se aleja de la polaridad bipartidista y, al mismo tiempo, de los juegos de suma cero. Juegos más cercanos al sistema de EEUU donde sí tiene sentido hablar de ganadores y perdedores. Esa lentitud y tensión que supone llegar a mayorías consensuadas se traduce, en ocasiones, en crispación política y en "el prejuicio de la ingobernabilidad". Por ello, para salir de este atolladero, algunas voces relevantes – como Felipe González y Mariano Rajoy, en su día – hablan de "dejar gobernar a la lista más votada". Una lista que por determinación sociológica e histórica recaería, siempre, en el PP y el PSOE. Lejos quedarían las voces minoritarias, en este caso las marcas nacionalistas y radicales. Estaríamos ante un bipartidismo – o turnismo, que diría Galdós – ineficaz en la práctica legislativa. Ineficaz porque tropezaría con las mayorías parlamentarias necesarias para la aprobación de las leyes. Estaríamos, por tanto, ante una "mayoría virtual" que en el hemiciclo se traduciría en una "minoría real".
La partidocracia se halla en la encrucijada. Se halla, como les digo, entre la obligación de llegar a pactos o convocar nuevas elecciones. Tales elecciones servirían de poco. Escaño arriba, escaño abajo, seguiríamos ante un tablero multipartidista y condenado a negociar. Las fuerzas menos votadas son, y valga la paradoja, las fuertes en ausencia de rodillos. En este caso, Puigdemont tiene la ficha que determina la partida. Su movimiento se atisba como una jugada sadomasoquista que atenta contra la coherencia de quienes, en su día, proclamaron de forma ilegal "la República Independiente de Cataluña". Otro pacto sería una "gran coalición" a la alemana. En este caso, estaríamos ante una desfachatez intelectual por parte de Feijóo. Abrazar al sanchismo sería algo así como un tributo al cinismo y la demagogia. Implicaría un incendio, en toda regla, en las bases de Génova, una crísis de liderazgo y castigos en próximas citas electorales. Por ello, cualquier pacto se atisba como inmoral. Inmoral porque la política, sin principios, se convierte en una Atenas de sofistas, donde la verdad no es más que un cúmulo de opiniones.
El Decano
/ 30 julio, 2023Un análisis muy certero de la situación social y política. Enhorabuena!