• LIBROS

  • open_southeners_logo

    Diseño y desarrollo web a medida

Las semillas del vacío

Estamos ante una relajación intelectual que pone en jaque a los ojos de la crítica. El consumo de "reels" (videos cortos en las redes sociales) y titulares está cambiando nuestra forma de relación con la realidad. Existe un aumento de "lo corto" – de lo superficial -, en detrimento de "lo largo" – de lo profundo -. Estamos en un proceso de transformación social. Pasamos de una sociedad analítica a otra sintética. Y esa "sociedad sintética" determina el futuro del conocimiento. La tormenta de cientos de titulares y reels impide una digestión y reflexión sobre los mismos. Esa fugacidad suscita la proliferación de tópicos, prejuicios y estereotipos; tres tóxicos que ponen en riesgo la salud actitudinal de cualquier colectivo. De ahí que la postverdad inunde de suciedad los jardines de la verdad. La vuelta a lo simple, y el auge de rumores, trae consigo corrientes de escepticismo, que merman – de alguna manera – el entusiasmo por aprender. Todo este cóctel, nos conduce hacia la ”desintelectualización”  y  al retroceso.

Más allá de esta amenaza, la sociedad camina hacia lo superfluo. El auge de las redes sociales y el estímulo del "like", nos sitúa ante una especie que mendiga reconocimiento. Un reconocimiento que ha cambiado su diana. Ya no estamos ante el aplauso por la consecución de logros académicos y materiales, sino que cabalgamos hacia lo irrisorio. Se aluden y comentan fotografías de una taza de café, la foto delante de monumentos archiconocidos o simplemente el selfie de alguien ante el espejo de un ascensor. Ese aplauso hacia aquello que nos sitúa en la masa, nos inyecta una autoestima de bajo vuelvo. Otorgamos el beneplácito de la calidad a manifestaciones que cualquiera puede ofrecer. Y en esa cultura, de recompensa hacia lo fácil, están las semillas del vacío. Nos hemos convertido en cultivadores de maleza. Sembramos una tierra de semillas salvajes que, en un medio plazo, solo serán arbustos sin fruto. Una sociedad que invierte en pobreza intelectual, se convierte en un país vagón en lugar de locomotora. Esta situación no tiene signos de frenada. Y no los tiene, queridísimos amigos, porque existe agua en la fuente equivocada.

En la cultura del postureo, de los dientes blancos y los retoques digitales; cualquiera se convierte en un "don alguien". Y ese "don alguien" trabaja, y produce, día a día para perpetuar su título. Para ello, muestra aquella fotografía que selecciona después de decenas fallidas. Muestra su mejor versión a un rebaño de iguales. Estamos ante una admiración de ovejas que caminan por una polvareda. Ovejas, todas blancas, que no son conscientes del lugar del precipicio. Y en esa senda, de estímulos baratos, las grandes plataformas se convierten en los nuevos pastores. Pastores en forma de influencers que recomiendan y asesoran – mediante videos en directo – a su audiencia. Este rebaño, de creadores de contenido, desorienta a los medios tradicionales. El consumidor digital se ha convertido en un director de programa. Él confecciona su tabla de programas y decide cuándo los consume. Un consumo que no respeta franjas horarias, ni pautas de consumo. Ante esta coyuntura – ni mejor, ni peor que la anterior sino simplemente diferente – se necesita, más que nunca, el desarrollo de un pensamiento crítico. Un pensamiento que ponga en valor la necesidad del contraste de fuentes, los orígenes de las mismas y los intereses que las envuelven.

Dignidad democrática

Observo, y lo decía el otro día en X (el antiguo Twitter), que mucha gente se queja de la pérdida de libertad. Sinceramente, no estoy de acuerdo con esta crítica. Antes de reflexionar sobre el tema, debemos esclarecer qué entendemos por libertad. Y en esa averiguación chocamos, de frente, con la pluralidad de definiciones. El ser humano es el animal más libre que existe. Somos más libres que el gato o el ratón. Y lo somos porque, a diferencia de ellos, nuestra conducta no está determinada o, dicho de otra manera, preprogramada. El gusano de seda, sí o sí debe hacer – a lo largo de su vida – el capullo de seda. Nosotros, somos únicos e irrepetibles, y elaboramos nuestro ser desde la toma libre de decisiones. Decisiones determinadas, de alguna manera, por nuestras circunstancias. "Soy yo – decía el maestro Gasset – y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvaré yo". Aún así, hemos renunciado a gran parte de nuestra libertad a cambio de paz y seguridad. De ahí que hayamos construido el ordenamiento jurídico para organizar nuestra convivencia.

La filosofía contractualista – desde Hobbes, Rousseau o Rawls – ha defendido el contrato social. Un contrato de renuncia a la anarquía y subordinación al Estado. Un Estado que ostenta el uso legítimo de la violencia. Existe, por tanto, un compromiso de cumplimiento con las leyes. Leyes, que a su vez, emanan – en los países democráticos – de la soberanía nacional. Dentro de esas leyes, existe una jerarquía entre las mismas. En la cúspide reside la Carta Magna. Una Carta – la Constitución – que porta la transcripción de buena parte de los derechos escritos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Derechos cuyo fundamento no es otro que la salvaguardia de la dignidad. La dignidad, o mejor dicho nuestro valor como humanos, es protegida por un conjunto de derechos sumarios y preferentes. Cualquiera que vulnere el honor del otro, debe resarcir el daño causado. Esa dignidad, más allá de las personas físicas, también se podría extrapolar a cualquier colectivo, ya sea político, sindical, cultural o deportivo, entre otros.

El otro día, sin ir más lejos, se vulneró la dignidad de Sánchez. Los actos acontecidos en Ferraz – la Nochevieja – son un ejemplo de crítica destructiva. Más allá de que una parte de la sociedad no esté de acuerdo con la formación del nuevo Gobierno. Por encima de las decisiones políticas, está – y faltaría más – la dignidad de nuestros elegidos. Existen actitudes como la homofobia, xenofobia, aporofobia, racismo, violencia de género y explotación infantil, entre otras, que vulneran la dignidad. Tales actitudes existen en la sociedad. Existen, y disculpen por la redundancia, corrientes de intolerancia colectiva hacia ciertas personas por su color de piel, lugar de origen, orientación sexual, identidad de género y condición económica. Tales actitudes son los gérmenes que infectan la salud democrática. Son actitudes basadas en la intransigencia, la falta de respeto y la imposición de ciertos pensamientos "únicos". Desde la crítica, debemos denunciar cualquier acto que perturbe el contrato social. Mucha gente confunde libertinaje con libertad.

Si miramos atrás, observamos en muchas manifestaciones culturales – cine, teatro, televisión y literatura – un libertinaje que hoy, tratamos de erradicar. Desde el retrovisor veo escenas cinematográficas que vulneraban, y casi nadie lo cuestionaba, la dignidad de las mujeres, de los homosexuales  y de los pobres. Hoy, algunos llaman censura a esa rectificación de los guiones en las reversiones de los mismos. E incluso, en la música, se escuchan letras que representaban el patriarcado de mediados de los ochenta. Es cierto que lo cultural es un reflejo del carácter de las sociedades. Pero, por encima de todo está la Constitución. Y esa Carta Magna sigue siendo la misma desde la Transición. Ahora, y de ello nos debemos alegrar, se han puesto en valor los Derechos Humanos. Existe, por tanto, una conciencia sobre los mismos. Y esa conciencia exige una sociedad basada en el respeto. En un respeto a la libertad del otro. Mi libertad termina donde empieza la de Jacinto. Y la de Jacinto donde empieza la de Francisco. Y así con cada uno de los humanos que componemos la sociedad. De ahí que, todo no vale en democracia. No valen aquellas conductas que vulneran la dignidad. Y esa dignidad, queridísimos amigos, es como un castillo que entre todos debemos defender.

Polarizados

De todas las candidatas, la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE) ha elegido, como palabra del 2023, "polarización". Según este organismo, "Es uno de los términos que más ha resonado a lo largo del año, en relación con diferentes cuestiones: políticas, sociales, de ideas, en el área de las redes sociales… Aunque, originalmente, el sustantivo polarización aludía a ideas complementarias, como puede ser el contraste entre ciencias y humanidades, hoy también se emplea de manera específica para referirse a situaciones en las que hay dos enfoques o bandos extremos, en ocasiones con una idea implícita de conflicto". Decía Wittgenstein, filósofo del lenguaje, que "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". Siguiendo su reflexión, "polarización" sería un reflejo de nuestra realidad. La relación entre los términos y las cosas, o dicho de otro modo, el problema de los universales inquietó a buena parte de los filósofos medievales. Así las cosas, hubo un debate acalorado entre los realistas – que defendían que los universales existían verdaderamente al modo de la ideas platónicas – y los nominalistas – que defendían que solo existen los entes individuales, no existe "la persona" sino esta persona o aquella -.

Artículo completo en Levante-EMV

Recuerdos de Navidad

Tras la cena de Nochebuena, le puse el collar a Diana y salí, como de costumbre, a dar una vuelta a la manzana. En la soledad del paseo, me perdí por las callejuelas de la nostalgia. Allí, sin una brújula a la mano, deambulé por las aceras de mi infancia. Me venía a la mente, la imagen de mis padres en casa de mis abuelos. A eso de las nueve, todos veíamos el mensaje de S.M. Y lo veíamos "en color", en la Telefunken que había junto a la chimenea. Allí, entre troncos y batines, mis tías cantaban villancicos al calor de las panderetas. Recuerdo que mi abuelo, que en paz descanse, invitaba a cenar a alguien muy necesitado. "¡Manolo – decía mi abuela – come hasta que quede porque hoy es Nochebuena y mañana, Dios dirá!". No existían móviles, ni gente cabizbaja mirando las pantallas. A eso de las once, llamaban – desde París – mi tío Antonio y su mujer. Era un momento mágico, todos callados en torno al diálogo. Un diálogo lleno de afecto y sentimiento. Un diálogo que finalizaba con un villancico al unísono y lágrimas, muchas lágrimas de nostalgia y alegría.

Mis tías preparaban, por tradición, "pavo a la naranja" y "bacalao meneao". Éramos tantos en la mesa que, los últimos años, teníamos que cenar en dos turnos. Primero, los niños y, después, los mayores. Es cierto que no faltaba, entre los cuñados, el tema de la política. Mi abuelo estuvo preso durante el régimen de Franco. Años duros para los suyos que fortalecieron su espíritu y su sabiduría ante la vida. Entonces, en aquellos años, gobernaba Felipe. Eran los ochenta, años del destape, de las películas de Andrés Pajares y Fernando Esteso. Años, y disculpen por la redundancia, de Mocedades y sin ira libertad. Existía una creencia firme por el "interés general". Tanto que el bipartidismo encontraba puntos de unión que se traducían en grandes pactos de Estado. Hoy, no queda ni su sombra de aquellos troncos calcinados. Hoy, existe crispación, toxicidad y desafección por la política. Después de la cena, mi abuelo sacaba la guitarra y todo el mundo a cantar. Cantábamos siempre el mismo repertorio.

A eso de la una, mi tío – vestido de Papá Noel, tocaba la puerta. Era un momento único e irrepetible. Allí, cargado de regalos, repartía a cada uno el suyo. Y cuando digo a cada uno, también incluyo a tíos, tías, cuñados, cuñadas y sobrinos. Al final, el salón se inundaba de papel de regalo, alegría y brindis. Brindis por la salud. Recuerdo que mi abuela decía: "¡Salud que tengamos para otro año!". Hoy, se lo decía el otro día a mi mujer, los buenos momentos hay que disfrutarlos. Hay que vivir cada instante como si fuera el último de nuestra vida. Hay que vivirlos porque aunque vengan otros momentos nunca serán esos que se marchitaron en aquel mismo presente. Por ello, la Navidad es bonita cuando todavía la vida no te ha enseñado su verdad. Cuando viven todos los seres queridos – la abuela, el abuelo, el tío, los suegros y demás -, la alegría inunda el entorno de sosiego. Pero cuando faltan, la cosa no pinta igual. Ante esta presncia del vacío, el ser humano debe tomar conciencia de la vida. Debe acariciar los pequeños detalles y olvidar, por un instante, los temores. Solo así conseguiremos que cada día sea, de nuevo, Navidad.

La deriva educativa

Hace una semana, el Informe PISA arrojaba una radiografía alarmante sobre el estado de la educación en España. Al parecer, nuestros alumnos son peores – que antes – en matemáticas y comprensión, por ejemplo. Tras estos resultados, leo – por las páginas de vertedero – noticias atrevidas y, en parte, tóxicas al respecto. Escucho voces que culpan a los alumnos de los resultados, otras a los docentes e incluso a la diversidad. Más allá de "problemas de aprendizaje", deberíamos hablar de motivación. Tanto en el mundo empresarial como en el personal, el entorno cambia. Lo que antes eran aguas tranquilas, ahora son turbulentas y embrutecidas. Un entorno que, lejos de cambiarlo, nos debemos adaptar a él. Una adaptación que pasa por estrategias de reorientación. Así las cosas, la España de nuestra adolescencia no es la misma que la de nuestros hijos. Aunque las comunidades y provincias sigan en el mismo lugar geográfico, la idiosincrasia de las mismas ha cambiado. Ahora, las nuevas generaciones cuentan con nuevos modelos familiares, tecnológicos y relacionales.

Antes, el cuerpo docente atesoraba buena parte del saber. No existía Internet y la única alternativa, que contrastaba el argumento de autoridad, eran las bibliotecas. En ellas, los alumnos extraían los libros de las baldas, hacían dobladillos en sus páginas y componían sus trabajos. Hoy, la cosa es bien distinta. Las bibliotecas ya no ostentan la cultura. Ahora son, y perdonen mi osadía "museos de libros". Museos que visitan una minoría de nostálgicos del papel y del silencio. Estamos ante nuevas formas de obtener sabiduría. Ni siquiera se consumen – al menos de forma mayoritaria – enciclopedias digitales sino que millones de usuarios recurren a la Wikipedia. Existe un acceso cómodo a la cultura. "Todo está en Internet" y, en ese "todo", el usuario de a pie encuentra un confort que, en ocasiones, cuestiona el mensaje del profesor, del médico y de cualquier profesional. Así las cosas, existe una relajación de la atención en las aulas. Una relajación que cursa con distracción, aburrimiento y ganas de que llegue la hora del recreo. El otro día, sin ir más lejos, hice la siguiente reflexión en X (el antiguo Twitter): "¿Es productivo mantener a treinta alumnos sentados, en un aula, durante treinta y tres horas semanales?".

Más allá de las metodologías; la debacle de la comprensión atiende a otras razones. Vivimos en un sistema marcado por un overbooking informativo. Ahora bien, ese exceso de información no es otra cosa que un cúmulo de miles de titulares que se reciclan, en el aquí y ahora, en un eterno retorno. No hay tiempo para la digestión. No hay minutos para la profundización. Todo es efímero. De ahí que mucha gente se informa solo, y exclusivamente, mediante frases que sintetizan realidades muy complejas. Esta praxis informativa choca – y disculpen por el verbo – con el análisis que se exige en a las aulas. La comprensión de un texto – o de una película, por ejemplo – requiere concentración. Y esa concentración, a su vez, necesita un adiestramiento. Hoy, la fugacidad de las noticias, no permite desarrollar dosis altas de atención. Y esa carencia se palpa en las aulas. Estamos, por tanto, ante una utopía. La sociedad cabalga hacia más tormenta informativa, mayores dosis de emoción y poca reflexión. El sistema educativo requiere más lentitud y racionalidad. El problema se presenta con difícil solución. La única forma, no es otra, que una revolución educativa que ponga su ojo en el pensamiento crítico. Un pensamiento necesario para que este deterioro de la comprensión, no desemboque en manipulación.

¡Ave, móvil!

Recuerdo, hace más de veinte años, que todas las semanas veía "La noche abierta", un programa de Pedro Ruiz que se emitía en la segunda cadena. Era la España de finales de los noventa. Una Hispania de cambios políticos que ponían fin al felipismo y abrían el aznarismo. En aquellos años, El Capri era una institución en mi pueblo. Peter llevaba patillas a lo Loquillo, fumaba Ducados y bebía refrescos manchados de tequila. Aunque la tecnología haya avanzado, la idiosincrasia sigue siendo la misma que en la época de Quevedo. Seguimos preocupados por las tres grandes verdades de la vida. Tres verdades que escuecen como heridas y cuya anestesia, no es otra, que el antídoto de la religión. Decía Nietzsche que la "filosofía momia" había hecho mucho daño a la motivación del individuo. Tanto, decía el autor de "Así habló Zaratustra", que es urgente que el hombre se reinvente y convierta en superhombre. Hoy, solo en la barra del garito, miro por el retrovisor del vertedero y veo a ese niño, con pelo a lo afro, que jugaba a las canicas en el patio del recreo.

Hoy, me comentaba Jacinto, los niños "nacen con el móvil bajo el brazo". Estamos ante la "era digital". Una era de superconexión que nos sumerge en una contradicción. El celular, como dicen los americanos, nos aporta comodidad e incomodidad en nuestras vidas. Comodidad porque accedemos, a lo que sucede en el mundo, desde la palma de nuestra mano. Incomodidad porque nos crea dependencia, y en muchos casos, sentimientos de culpabilidad. Somos trozos de tiempos en la selva de lo urbano. Ese tiempo, que se encarna en nuestro cuerpo, se manifiesta a través del envejecimiento y el devenir de la materia. Hay quienes deciden arreglar los desperfectos de su cuerpo. Pero, por mucho que queramos, nadie puede rebobinar la película de su vida. Así las cosas, el tiempo es el espejo que nos muestra el devenir. Y ese tiempo no hay reloj que lo controle. Y no lo hay, queridísimos lectores, porque hay tantas horas como personas en el mundo. La espera no es la misma para el sano que para el enfermo. Ni siquiera el tiempo pasa igual para el niño que para el anciano. Y mientras tanto, la gente pasa horas y horas delante de sus móviles.

El móvil ataca nuestro tiempo. Nos roba aquello que somos y nos secuestra nuestro ser. Enganchados en las pantallas, perdemos la condición que nos distingue. Estamos, maldita sea, ensimismados en surcos digitales que necesitan tiempo. Un tiempo que repetimos a diario en nuestro bucle digital. Es el bucle, o dicho de otro modo, la repetición – una y otra vez – de nuestros protocolos digitales lo que nos convierte en los nuevos alienados. La neoalienación no es otra cosa el imperio de las cookies. Cookies que nos persiguen y reflejan lo que anhelamos y tememos. Y en esa persecución, estamos nosotros desnudos ante la pérdida de la intimidad. Nuestras vidas se han convertido en vitrinas de cristal. Vitrinas atisbadas desde colinas alejadas. En "la noche abierta", Pedro Ruiz accedía – siempre desde el consentimiento – a la intimidad del entrevistado. Existía un marco de privacidad que inundaba de respeto y misterio al género humano. Hoy, programas como aquel, no tienen cabida en la sociedad sin secreto. El móvil nos ha desnudado, "¡Ave, móvil!".

La masa cadáver

La filosofía, desde la Revolución Científica, se convirtió en una disciplina de carácter reflexivo. Y en esa reflexión, el intelectual crea corrientes de opinión. Ese bohemio, que ama a la sabiduría, se convierte en una pieza incómoda para el sistema. Incomoda porque, en la mayoría de las ocasiones, su mirada nos lleva a patios interiores. Patios, como les digo, repletos de chatarra y maleza. Es, precisamente, en esos lugares lúgubres, donde cohabita lo insólito de la sociedad. El crítico, por despistar al rebaño, se convierte en alguien que destruye el establishment. En alguien que reorienta la mirada hacia otros horizontes. Y en esa tarea, el intelectual paga el precio de la incomprensión y la soledad. Una incomprensión derivada de sus contradicciones, dilemas y angustia existencial. Así las cosas, el crítico se halla fuera del mercado. Su pensamiento no transita enlatado en las baldas del capitalismo, sino que pasa – en muchas ocasiones – desapercibido.

Los críticos nunca han sido bien vistos por los acomodados. Sócrates, Jesús de Nazaret, Giordano Bruno y Galileo Galilei, entre otros; fueron apartados del sistema. Fueron voces que despertaron audiencia en la sociedad de su tiempo. Hoy, queridísimos amigos, la intelectualidad no encuentra su soporte material. Y no lo encuentra porque las estructuras están al servicio del capital. El columnista de periódico escribe dentro de un corsé editorial. Un corsé que marca las directrices de su pensamiento dentro de un canon ideológico. El mismo canon que sigue una determinada comunidad lectora que paga, y elige, una línea argumentativa, a priori, predecidle. Este seguidísimo desemboca en una "masa cadáver". Una masa que posterga la acción y se aposenta en la intención. Esa masa habla en lugares inadecuados. Critica desde la barra del bar o desde los rellanos de las escaleras. Sin embargo, no emprende una acción de presión contra las estructuras vitales. Esa acción se lleva a cabo por una partidocracia de intereses parciales. Intereses en detrimento de un interés general. Un interés general ambiguo  y difuso entre la multitud.

La "masa cadáver" es el resultado de un alienamiento tecnológico que secuestra el sentido. La gente anda cabizbaja por la senda de lo urbano. La mirada incesante al móvil impide que los ojos atisben el horizonte. La estrechez de la mirada, nos sitúa ante aquellos "otros" que fuimos en nuestro tránsito al bipedismo. Hoy, el Sapiens se ha convertido en un animal pasivo, o dicho de otra forma, en un receptor de una información cocinada desde arriba. Estamos cubiertos de un manto de pesimismo, catastrofismo y tragedia. La tragedia se viste de noticias carroñeras, imágenes hirientes y dolor ajeno. Un dolor que nos recuerda la fragilidad de nuestra especie. Y un dolor que nos hace susceptibles ante los avatares de la vida. El consumo de carroña informativa nos ha llevado a razonamientos falaces. Tanto ruido mediático, tantas noticias repetidas al unísono, nos ha ubicado ante una sociedad de riesgo neurótico. Un riesgo que se basa en una extrapolación de los fenómenos aislados – las noticias – hacia lo cotidiano. De ahí que el temor se ha apoderado de nosotros. Y ese miedo nos sitúa ante una vida descendente de zombies enmascarados por una senda de falsas ilusiones.

Paz, moral y guerra

El ser humano es el único animal que se pregunta por el bien y el mal. La gallina, por poner un ejemplo, vive pero no sabe que vive. Ni sabe que morirá y, ni siquiera, es consciente – como diría Hannah Arendt – que un día nació. Nosotros somos el animal más libre que existe. Somos más libres que la liebre o el león. Sin embargo, hemos renunciado a parte de nuestras alas para convivir en paz. De ahí que, mediante el contrato social, obedezcamos leyes y obramos de conformidad con una moralidad. Esa moralidad, nos sirve para vivir sin molestar y dañar al otro. Decía Sócrates, allá por el siglo V a.C., que nadie hace el mal a sabiendas. El mal es vicio y quien obra mal es porque no está en su sano juicio. Si Manolito, de dos años, rompe un plato – algo que consideramos malo – lo hace por ignorancia. Este intelectualismo ético, que defendía el maestro de Platón, tiene sus detractores. Hoy, una parte de la doctrina piensa que existe la maldad y, por tanto, defiende que hay quienes hacen el mal a conciencia.

Platón convirtió en realidades inteligibles, las definiciones de bien, belleza y justicia; entre otras. Solo aquellos, con predominio del alma racional, son capaces de realizar el ascenso dialéctico y conocer, por ejemplo, el bien en sí, la belleza en sí o la justicia en sí. Y pueden, nunca mejor dicho, conocer la perfección ética. Ese conocimiento permite que el prisionero vuelva a la caverna e ilumine a quienes se hallan encadenados bajo el velo de la ignorancia. El cristianismo creó principios éticos de corte universal, que guían al creyente por el camino de la bondad. Nietzsche, en el siglo XIX, criticó – sin pelos en la lengua – la moral racional. De tal modo que fue muy duro con el imperativo kantiano y, sobre todo, con la moral cristiana. Habló de la doma de los instintos por parte de los platonismos. Una doma que, según él, nos conduce al nihilismo. Se autoproclamó como un inmoralista. O dicho de otro modo, como un defensor del empirismo ético, o moral natural que, en su día, defendió David Hume. Nietzsche defendió una moral de señores que sirviera a la intuición y a los dictámenes del corazón.

Las guerras suponen una suspensión del establishment moral. Las proclamas de la igualdad, libertad y fraternidad se convierten en desigualdad, sumisión y deshumanización. Los conflictos bélicos implican, maldita sea, un "alto en la moral". El Estado realiza un uso legítimo de la violencia. Las muertes son enmarcadas dentro de la patria. Y donde antes matar era malo, ahora el contexto justifica la acción y convierte en moral, lo que antes era inmoral.  La moral se entiende como algo provisional. En algo que se respeta en entornos de paz, pero que se pierde en situaciones de contienda. Y se pierde, desgraciadamente, porque –  en muchas ocasiones – no se respeta la dignidad del inocente. Se vulneran los Derechos Humanos y, con ello, el valor que tenemos como seres auténticos, únicos e irrepetibles. Sin moral en el horizonte, los conflictos armados nos devuelven al estado de naturaleza. Un estado, de instintos y lucha por el espacio, que nos sitúa en los primeros peldaños de nuestra evolución. Una evolución que se debate entre "el buen salvaje" de Rousseau o "el hombre es un lobo para el hombre", que diría Hobbes.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

  • Categorías

  • Bitakoras
  • Comentarios recientes

  • Archivos