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Paz, moral y guerra

El ser humano es el único animal que se pregunta por el bien y el mal. La gallina, por poner un ejemplo, vive pero no sabe que vive. Ni sabe que morirá y, ni siquiera, es consciente – como diría Hannah Arendt – que un día nació. Nosotros somos el animal más libre que existe. Somos más libres que la liebre o el león. Sin embargo, hemos renunciado a parte de nuestras alas para convivir en paz. De ahí que, mediante el contrato social, obedezcamos leyes y obramos de conformidad con una moralidad. Esa moralidad, nos sirve para vivir sin molestar y dañar al otro. Decía Sócrates, allá por el siglo V a.C., que nadie hace el mal a sabiendas. El mal es vicio y quien obra mal es porque no está en su sano juicio. Si Manolito, de dos años, rompe un plato – algo que consideramos malo – lo hace por ignorancia. Este intelectualismo ético, que defendía el maestro de Platón, tiene sus detractores. Hoy, una parte de la doctrina piensa que existe la maldad y, por tanto, defiende que hay quienes hacen el mal a conciencia.

Platón convirtió en realidades inteligibles, las definiciones de bien, belleza y justicia; entre otras. Solo aquellos, con predominio del alma racional, son capaces de realizar el ascenso dialéctico y conocer, por ejemplo, el bien en sí, la belleza en sí o la justicia en sí. Y pueden, nunca mejor dicho, conocer la perfección ética. Ese conocimiento permite que el prisionero vuelva a la caverna e ilumine a quienes se hallan encadenados bajo el velo de la ignorancia. El cristianismo creó principios éticos de corte universal, que guían al creyente por el camino de la bondad. Nietzsche, en el siglo XIX, criticó – sin pelos en la lengua – la moral racional. De tal modo que fue muy duro con el imperativo kantiano y, sobre todo, con la moral cristiana. Habló de la doma de los instintos por parte de los platonismos. Una doma que, según él, nos conduce al nihilismo. Se autoproclamó como un inmoralista. O dicho de otro modo, como un defensor del empirismo ético, o moral natural que, en su día, defendió David Hume. Nietzsche defendió una moral de señores que sirviera a la intuición y a los dictámenes del corazón.

Las guerras suponen una suspensión del establishment moral. Las proclamas de la igualdad, libertad y fraternidad se convierten en desigualdad, sumisión y deshumanización. Los conflictos bélicos implican, maldita sea, un "alto en la moral". El Estado realiza un uso legítimo de la violencia. Las muertes son enmarcadas dentro de la patria. Y donde antes matar era malo, ahora el contexto justifica la acción y convierte en moral, lo que antes era inmoral.  La moral se entiende como algo provisional. En algo que se respeta en entornos de paz, pero que se pierde en situaciones de contienda. Y se pierde, desgraciadamente, porque –  en muchas ocasiones – no se respeta la dignidad del inocente. Se vulneran los Derechos Humanos y, con ello, el valor que tenemos como seres auténticos, únicos e irrepetibles. Sin moral en el horizonte, los conflictos armados nos devuelven al estado de naturaleza. Un estado, de instintos y lucha por el espacio, que nos sitúa en los primeros peldaños de nuestra evolución. Una evolución que se debate entre "el buen salvaje" de Rousseau o "el hombre es un lobo para el hombre", que diría Hobbes.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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