Dijo un filósofo de la Antigüedad Clásica que, en un carro, la rueda que más chirría es la más defectuosa. De tal modo que el ruido no es otra cosa que la manifestación de la avería. Así las cosas, cualquier ruido – ya sea de un coche o de un electrodoméstico, por ejemplo – es el síntoma de una enfermedad oculta. Lo mismo pasa con las personas. Y pasa porque – en la mayoría de ocasiones – se cumple aquello de "dime de qué presumes y te diré de qué careces". El reconocimiento mueve las turbinas de los egos. Las personas necesitan una idealización de su "yo", que proteja sus carencias interiores. De ahí que, las redes sociales insuflan aires de grandeza. Viajes, dientes blancos y postureo barato ponen en evidencia la "sociedad del escaparate". Una sociedad que rinde tributo a la selva de los avatares. Una selva herida por el agravio comparativo, que supone la competición entre seres únicos e irrepetibles.
Esta selva, que decíamos atrás, también se traslada al tejido organizacional. Se comparan los bares, los comercios y las entidades financieras. Y se comparan las asociaciones, los sindicatos y los partidos políticos. Se compara todo en un sistema que rinde tributo a la estructura del mercado. En esta lucha comparativa se construyen relatos. Relatos cuyo fin no es otro que afectar a las emociones y jugar con las percepciones de la gente. Es por ello que se manchan las imágenes, se crean bulos y cortinas de humo. Todo vale. Y todo vale en los juegos maquiavélicos del suma cero. Los partidos construyen relatos que sirven para domesticar al rebaño. A un rebaño que transita ensimismado por las sendas telemáticas. En sendas dirigidas por grandes plataformas, que trabajan para las cookies. Estamos ante una relación de vasallaje entre el usuario y su amo. Un amo que le otorga reconocimiento a cambio de servidumbre. El “pantallazo” dirige nuestras vidas. Vidas en forma de títeres. De títeres movidos por hilos abstractos.
Sin control ante la vida, Manolo se convierte en un barco a la deriva. Vive entre dos mundos. Uno, el mundo presencial. Otro, el mundo digital. En el presencial, Manolo compra el pan y habla con sus semejantes. En el digital, Manolo recibe "likes" por lo que muestra. Allí, dibuja su personaje. Decide cómo posar ante la cámara. Decide qué imágenes mostrar. Él es el dueño de su avatar. Un dueño que construye y destruye su ego. Y en esa dialéctica, existen seguidores que interactúan con su creatura. Nos hemos convertido en creadores de mundos alternativos. El avatar traspasa, en ocasiones, las líneas del mundo presencial. Y lo hace desde su parte emocional. El amor y el odio conectan lo real con lo virtual, y viceversa. El amor atraviesa las líneas de lo real. Existe, por tanto, una trascendencia que culmina en lo cotidiano. Y es ahí, en lo cotidiano, donde reside aquello que esconde la verdad. ¿Y qué esconde la verdad? La verdad esconde la propiedad de los entes digitales. Esconde la definición de lo virtual. Y esa definición existe en la intersubjetividad.
Antonio
/ 16 junio, 2025Lúcida reflexión.
No hay que creer, hay que pensar, investigar. Aunque esta frase no busca adeptos.