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¡Ave, móvil!

Recuerdo, hace más de veinte años, que todas las semanas veía "La noche abierta", un programa de Pedro Ruiz que se emitía en la segunda cadena. Era la España de finales de los noventa. Una Hispania de cambios políticos que ponían fin al felipismo y abrían el aznarismo. En aquellos años, El Capri era una institución en mi pueblo. Peter llevaba patillas a lo Loquillo, fumaba Ducados y bebía refrescos manchados de tequila. Aunque la tecnología haya avanzado, la idiosincrasia sigue siendo la misma que en la época de Quevedo. Seguimos preocupados por las tres grandes verdades de la vida. Tres verdades que escuecen como heridas y cuya anestesia, no es otra, que el antídoto de la religión. Decía Nietzsche que la "filosofía momia" había hecho mucho daño a la motivación del individuo. Tanto, decía el autor de "Así habló Zaratustra", que es urgente que el hombre se reinvente y convierta en superhombre. Hoy, solo en la barra del garito, miro por el retrovisor del vertedero y veo a ese niño, con pelo a lo afro, que jugaba a las canicas en el patio del recreo.

Hoy, me comentaba Jacinto, los niños "nacen con el móvil bajo el brazo". Estamos ante la "era digital". Una era de superconexión que nos sumerge en una contradicción. El celular, como dicen los americanos, nos aporta comodidad e incomodidad en nuestras vidas. Comodidad porque accedemos, a lo que sucede en el mundo, desde la palma de nuestra mano. Incomodidad porque nos crea dependencia, y en muchos casos, sentimientos de culpabilidad. Somos trozos de tiempos en la selva de lo urbano. Ese tiempo, que se encarna en nuestro cuerpo, se manifiesta a través del envejecimiento y el devenir de la materia. Hay quienes deciden arreglar los desperfectos de su cuerpo. Pero, por mucho que queramos, nadie puede rebobinar la película de su vida. Así las cosas, el tiempo es el espejo que nos muestra el devenir. Y ese tiempo no hay reloj que lo controle. Y no lo hay, queridísimos lectores, porque hay tantas horas como personas en el mundo. La espera no es la misma para el sano que para el enfermo. Ni siquiera el tiempo pasa igual para el niño que para el anciano. Y mientras tanto, la gente pasa horas y horas delante de sus móviles.

El móvil ataca nuestro tiempo. Nos roba aquello que somos y nos secuestra nuestro ser. Enganchados en las pantallas, perdemos la condición que nos distingue. Estamos, maldita sea, ensimismados en surcos digitales que necesitan tiempo. Un tiempo que repetimos a diario en nuestro bucle digital. Es el bucle, o dicho de otro modo, la repetición – una y otra vez – de nuestros protocolos digitales lo que nos convierte en los nuevos alienados. La neoalienación no es otra cosa el imperio de las cookies. Cookies que nos persiguen y reflejan lo que anhelamos y tememos. Y en esa persecución, estamos nosotros desnudos ante la pérdida de la intimidad. Nuestras vidas se han convertido en vitrinas de cristal. Vitrinas atisbadas desde colinas alejadas. En "la noche abierta", Pedro Ruiz accedía – siempre desde el consentimiento – a la intimidad del entrevistado. Existía un marco de privacidad que inundaba de respeto y misterio al género humano. Hoy, programas como aquel, no tienen cabida en la sociedad sin secreto. El móvil nos ha desnudado, "¡Ave, móvil!".

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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