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Tributo al instante

Aquella noche, El Capri estaba repleto. En la barra, yacían las jarras de cerveza. Jarras con restos de espuma y manchadas de carmín. En la oscuridad del garito, junto a los aseos, Manolo vaciaba sus bolsillos al ritmo de las máquinas tragaperras. El humo invadía los cuellos de las camisas. Cuellos con olor a perfume. A perfume barato como el que usaban los abuelos para ir a la taberna. Desde la soledad de mi despacho, recuerdo a ese otro de gafas de pasta y granos en la cara. Recuerdo, como les digo, a ese adolescente cuya mochila no cargaba con las piedras del ahora. No cargaba con las canas, las patas de gallo y la piel seca de los cincuenta. En esa época, mi único sueño no era otra que los fines de semana. Soñaba con la llegada del sábado, las noches golfas y el desenfreno. Enturbiado de música y fantasía, la vida era similar a la de cualquier perro callejero. Vida ociosa, de manta, sofá y litronas de cerveza.

En la pista, Maruja bailaba mientras su marido conducía "la Iveco" de Alicante hasta Cuenca. Por mi cabeza, corrían pensamientos tóxicos. Pensaba en la enfermedad y en la muerte. La angustia se apoderó de mí durante toda la adolescencia. Sentía angustia por la la finitud. No asimilaba la consciencia ante la vida. De nuevo, miraba a los perros y admiraba su ignorancia. Admiraba su desconocimiento. Lo mejor de ser perro es que vive pero no sabe que vive. Ni siquiera sabe que ha nacido. Y ese desconocimiento les otorga una vida despojada de preocupaciones. Son seres ocupados pero despreocupados. En El Capri, María me dijo que el amor era una cuestión de probabilidades. "Nunca sabrás si has elegido a tu media naranja". Y no lo sabrás porque elegimos pareja dentro de una muestra determinada. De ahí que siempre estará la duda si Pedro o Gabriela son el amor de nuestras vida. María era una señora culta. Lectora insaciable de libros de aventura. En su diálogo, desprendía metáforas llenas de dinamita. Adelantada a su tiempo, luchaba contra los dictados del patriarcado. No quería ser una esclava de la cocina. "Lo peor que nos pasó a la mujeres – me decía – fue apladir al macho cuando regresaba de cazar al bisonte".

Tras la vuelta. Mi madre aguardaba en el sofá. No se acostaba hasta que no oía como mis llaves abrían la cerradura. Eran las cuatro de la madrugada. La música del Capri impedía que mi cuerpo se relajara. El "Cadillac" de Loquillo y los estribillos de Nacha Pop sacudían los intramuros de mi mente. En la mesita, aguardaban libros de filosofía. En aquellos años, aunque no estudiara en el instituto, leía y devoraba a Nietzsche y Sartre. Ellos tienen la culpa que mis creencias se apagaran como se apaga una vela en una procesión de Jueves Santo. Sin creencias en el horizonte, la vida se me presentaba como un camino hacia la nada. Yo me convertía, como decía Heidegger, en una "nadea". Y esa ida, bendita sea, sirvió para que cambiara – de una vez por todas – mi actitud ante el sentido. Ahora vivo cada día como si fuera el último de mi vida. Sin "más allá", sólo tengo el "más acá". Y, como le dije a Martínez, no quiere ser un "vivo muerto". No, no quiero soñar con el día que me jubile. No quiero construir castillos en el aire. Lo único que quiero es disfrutar del instante.

Sobre orgullo e ignorancia

En el siglo V a.C., Sócrates fue condenado a beber cicuta por el gobierno de Trasíbulo. Al parecer, se le acusó de pervertir las mentes de los jóvenes. Dicen las lenguas de la época que, minutos antes de su muerte, pudo escapar pero no quiso. Era un hombre de principios sólidos. Creía que existían ciertas verdades universales como la belleza, el bien y la justicia; entre otras. Lo bello es bello aquí, ahí, ayer, hoy y mañana. Un amanecer, por ejemplo, cumpliría con los requisitos necesarios para catalogarlo de hermoso. Frente a él, los sofistas pensaban lo contrario. Pensaban que el bien o el mal son relativos. Lo que para unos está bien para otros está mal y viceversa. ¿Está bien robar? Un universalista diría que no. Un sofista diría aquello de "depende". Depende de las circunstancias del momento. Tanto es así que Robin Hood – reza la leyenda – robaba a los nobles corruptos para redistribuir la riqueza entre los pobres y oprimidos. El relativismo epistemológico y moral nos lleva a un escepticismo, o dicho de otra manera, a un "pasotismo" ante la vida.

Hoy, en pleno siglo XXI, resurgen – con fuerza – las corrientes sofistas. No olvidemos que los "sabios" eran extranjeros que cobraban por enseñar. Enseñaban: oratoria, retórica y erística. Y la enseñaban para que los hijos de los ricos consiguieran el éxito social y político en la Atenas de Pericles. El conocimiento tenía, por tanto, una aplicación práctica y un trasfondo económico. La gente buscaba sabiduría para la obtención de riqueza y relevancia social. El conocimiento "inútil", o el "saber por el saber", nunca ha estado bien visto por parte de la sociedad. De ahí que siempre se habla de "salidas laborales" e incluso, los discípulos preguntan por la utilidad de lo aprendido. Y lo preguntan, en muchas ocasiones, sin el conocimiento adecuado de sí mismos. Y también desde el orgullo. Un orgullo que les impide reconocer su ignorancia como punto necesario para el aprendizaje. Ante esta dualidad, compuesta por ignorancia y orgullo, el profesor pierde su función. Y la pierde porque para enseñar debe existir una voluntad por aprender.

En tiempos de redes sociales, titulares e inmediatez; el sujeto ha perdido el valor de la espera. Estamos ante una sociedad impaciente que desespera ante la llegada de la meta. Y en esa desesperación, muchos huyen de los proyectos a largo plazo. Huyen de las carreras universitarias, de la preparación de oposiciones y de todo aquello que requiera inversión de tiempo en la tarea. Esta cultura de lo breve trae consigo un escenario demoledor. El escenario que se avecina no es otro que una sociedad de luces cortas. Luces cortas que buscan la ganancia a corto plazo. Una ganancia, que en la mayoría de ocasiones cursa con apuestas, postureo y todo aquello relacionado con el "dinero fácil". Un dinero que, sin esfuerzo ni mérito, es aplaudido y emulado por los nostálgicos del sueño americano. Sin mérito ni esfuerzo, la sociedad camina hacia la mediocridad. Una sociedad sin esfuerzo se convierte en un lastre para la profesionalidad. La profesionalidad es como un huerto. Un huerto necesita años para que sus árboles crezcan. Necesita cuidados y regadío. Lo mismo ocurre con los humanos. Humanos que nunca serán médicos o abogados de la noche a la mañana.

La trampa de la felicidad

El concepto de felicidad ha cambiado a lo largo de los tiempos. Ahora, la felicidad ya no es sinónimo de ataraxia – tranquilidad de espíritu – sino algo relacionado con el reconocimiento y el bienestar material. La sociedad de clases ha creado la meritocracia. Todo depende del esfuerzo y del mérito. Cada uno tiene lo que se merece. De tal manera que la felicidad es una construcción individual. Somos el producto de nuestras decisiones. Decisiones que nos han llevado a nuestro ser. Un ser que ocupa un lugar en la estructura social. Y un ser cuya valía se mide por su "utilidad de mercado". La filosofía nos ha enseñado que el "valor" y la "utilidad" son dos cosas diferentes. Pero hoy, en la sociedad capitalista, el conocimiento se convierte en un medio para conseguir un fin económico. Casi todo gira en torno a lo material. El "credo americano" y las historias de superación configuran el metarrelato de los libros de autoayuda. Así las cosas, Antonio – por poner un ejemplo – acaba en el psicólogo en busca de ayuda. Necesita ser feliz. Y lo necesita a pesar de estar sano como una lechuga, tener amigos, familia e hijos que lo quieren.

Las redes sociales han contribuido a crear el árbol de la felicidad. Las imágenes de gente luciendo dientes blancos, escapadas a la nieve y comidas en restaurantes caros, nos sitúa ante la excepción a la regla. Estamos ante una excepción porque tales hábitos son esporádicos. Ahora bien, esa práctica intermitente se muestra de forma continúa. No hay episodios trágicos entre tales imágenes. No hay imágenes intermedias entre escapadas y "momentos happy". De ahí, Antonio piensa que sus vecinos del primero siempre están viajando y disfrutando de la vida. Esta manifestación sesgada de los placeres mundanos contrasta con el relato mediático. Los periódicos, por su parte, muestran la parte crítica y trágica de la realidad. Mientras en la red, abunda el postureo y la ostentación. En los medios predominan las penurias y angustias vitales. Vidas idílicas frente a vidas rotas. Cara y cruz de la moneda se muestran en una sola dimensión. Y esa dimensión, que es nuestra experiencia, se alimenta de la contradicción. Y esta contradicción, o polarización perceptiva, afecta a la salud mental.

Algunos practican los ayunos mediáticos. Tales ayunos consisten en apagar el ruido mediático durante un periodo de tiempo determinado. La vida – cuando nos alejamos del estruendo – cambia por completo. De una existencia plagada de noticias negativas e imágenes idílicas, Antonio vive en lo cotidiano. Y en lo cotidiano es donde se siente neutralizado como especie humana. Sin fenómenos extraordinarios, la vida transcurre sin sobresaltos. Transcurre sin dimes y diretes. Y, en ese transcurso sin referencias, muere la comparación. Muere la comparación con los otros y nace la privacidad. Y ahí es cuando tomamos conciencia de nuestro "ser temporal". Durante el ayuno, vivimos en una normalidad. Y en esa normalidad, nos damos cuenta de nuestra animalidad. En lo cotidiano, valoramos el saludo del vecino, el encuentro con los hijos y la llamada del hermano. En lo cotidiano, encontramos la ataraxia. Encontramos una felicidad que va más allá del efecto comparativo. Una felicidad que se convierte en infeliz cuando, tras el ayuno, volvemos a lo extraordinario.

El maullido de los gatos

Todos los días, a eso de las cinco de la tarde, saco a Diana. Diana lleva con nosotros casi una década. Llegó, por casualidades de la vida, y ahora es una más de la familia. Tanto que hablamos de ella, nos preocupamos porque sea feliz y, lo más importante de todo, sufrimos su ausencia cuando añoramos sus ladridos. Ayer, mientras paseaba con ella, hice amistad con Enrique. Enrique trabajó como banquero en una sucursal de mi pueblo. Lo recuerdo sentado detrás del mostrador y con la maquina de escribir a su vera. De aspecto elegante, suele vestir con pantalones de pinzas, americana y camisa. Estudió el bachillerato en el Gabriel Miró de Orihuela. Entró con dieciocho años a la caja. Entró, según me cuenta, de botones y, con el paso de los tiempos, ascendió a gestor de oficina. La banca lo prejubiló con cincuenta y pocos años. Al parecer, la informática hizo estragos en el sector. Hoy, Enrique recuerda aquellos años donde los clientes lo trataban de "don".

Mientras paseo a Diana, me cuenta lo mal que lo pasó tras el despido. Y de ahí, de esas confesiones, terminamos hablando de Heidegger. Decía este filósofo, de las tripas alemanas, que somos aquello a lo que no dedicamos. El ser humano construye su esencia a través del trabajo. Tanto es así que, en el bachillerato, los alumnos se plantean lo que "quieren ser en la vida". La jubilación – me comentaba Enrique – supone la muerte de nuestro ser. Ahora, tras más de treinta años detrás de una mesa de despacho, nos vemos privados de ella. Nos vemos privados de las circunstancias que han rodeado nuestra existencia. Ahora, sin las circunstancias, perdemos parte de nuestro ser. Cambian las cortinas, los sofás y los muebles. Y en esos cambios, y valga la metáfora, cambia la esencia de nuestra casa. Lo mismo pasa con nuestra vida. El cambio de trabajo suscita modificaciones en nuestro ser. Y esas modificaciones crean disonancias cognitivas y estupefacción ante nuestro nuevo yo. Enrique ya no es el banquero que fue. Ahora es un señor jubilado. Un señor despojado de su ser.

En la conversación, Enrique mira a Diana y con voz grave y templada exclama: "¡Naciste perra y perra morirás!". No hay escapatoria. El ser de cualquier animal viene determinado por su nacimiento. Su vida está preprogramada. La "mona por mucho que se vista de seda, mona se queda". Nosotros, sin embargo, cambiamos nuestro ser. Y lo mutamos porque nuestra vida es "un para sí". Somos un animal que proyecta su vida. Y en ese proyecto, creamos nuestra identidad social. Una identidad que resulta de cientos de decisiones encadenadas. De tal modo que si miramos atrás, observamos que si no hubiésemos tomado tal decisión, no nos hubiera ocurrido aquello. Y si no nos hubiese ocurrido aquello, no habríamos decidido lo otro. Así, como si de un ovillo de lana se tratase, vamos tirando del hilo. Un hilo que simboliza la vida construida. No podemos escapar. Somos esclavos de nuestras decisiones. Por mucho consejo que recibamos, somos nosotros quienes decidimos. Y en ese cúmulo de decisiones desembocamos en nuestro ser. Mientras caminamos, Diana muestra miedo ante el maullido de los gatos.

De esfuerzo, mérito y circunstancias

De todos los libros que he leído, El Capital – de Karl Marx – ha sido, sin duda alguna, la obra que más admiro. Lejos del discurso comunista, el marxismo establece una mirada crítica al devenir del capitalismo. Aunque la precariedad laboral – del ahora – sea distinta a la que existía a finales del siglo XVIII, lo cierto y verdad es que hay paralelismos estructurales entre las mismas. La sociedad de clases – y la cultura del mérito y el esfuerzo – no activa tan fácil el ascensor social. La clase social, de nacimiento, determina – en buena manera – el futuro de las generaciones venideras. En España, los contactos y conocidos son la regla general de la inserción laboral. El refrán "quien no tiene padrino, no se bautiza" se cumple en el mundo laboral. Y se cumple porque la mayoría de las ofertas de empleo se resuelven mediante redes de amistad. Esta verdad pone en evidencia la utopía del sueño americano. Es cierto que existen casos de superación personal y ascenso social pero, por desgracia, son excepciones. Existe un factor suerte que explica por qué Jacinto ha llegado a ser alguien en la vida y Manolo, su vecino, con más esfuerzo y mérito se ha quedado en el camino.

Esta situación, produce una frustración sistémica. Millones de personas, de orígenes humildes, por no pertenecer a las élites son condenadas a la mediocridad. Esta herida psicológica provoca altas dosis de infelicidad y un deterioro de la salud mental. Deterioro que cursa en forma de depresiones y ansiedades. El ser humano siente que no está en el lugar merecido. Un sentimiento que determina actitudes negativas ante la vida. Para combatir esta situación, la mayoría de los libros de autoayuda cargan la responsabilidad del éxito en uno mismo. De ahí los eslóganes "si puedes soñarlo, puedes conseguirlo", "el que la sigue, la consigue", "querer es poder", entre otros. Tales proclamas olvidan las circunstancias del individuo. Ya lo decía Gasset, "yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvaré yo". Esta frase, lejos de tirar por la borda la meritocracia, pone en valor el escenario vital de cada uno. Lo primero es conocer el sistema y lo segundo saber cómo nos situamos en el tablero. El mercado de trabajo marca la oferta y la demanda. De ahí que ciertas carreras tengan más salidas que otras. Por encima del expediente académico, existe una coyuntura abstracta y real muy difícil de ignorar.

Algo similar pasa en la vida de un escritor. El esfuerzo, el coste de oportunidad y dedicación a la obra no determina el éxito de la misma. Grandes libros han sido un fracaso editorial. Y libros, que a priori nadie ha dado un duro por ellos, han sido Best Sellers. Por ello, hay que ser conscientes que los de arriba tienen más oportunidades de triunfar. No es que sean más talentosos que nosotros – los de abajo – sino que disponen de contactos y medios económicos para convertir el bronce en plata. Esto, que algunos no lo tienen claro, es importante que lo asumamos. Este blog – por ejemplo – casi no tiene visitas. Sus lectores no crecen porque no hay una inversión económica detrás; ni padrinos que le otorgue la visibilidad necesaria para destacar. De ahí que algunos lo cataloguen como un medio mediocre y de segunda. Tanto es así que los blogueros no gozamos del prestigio que ostentan otros articulistas. Si tirara la toalla, ganarían los de arriba. Es hora de que la sociedad abra los ojos. Hora de que seamos conscientes que las circunstancias determinan nuestro sino. Aún así, la lucha – en contadas situaciones – merece la pena. Curemos las heridas.

Esclavos del avatar

A lo largo de mi vida como docente, he conocido cientos de adolescentes. A ellos les debo una actitud y unos valores necesarios para afrontar el sentido de la morada. Estamos ante una etapa evolutiva donde el ser ni es niño, ni es adulto. En esa transición, de potencia a acto, como diría Aristóteles, se producen cambios físicos y psicológicos difíciles de gestionar. Ahí es donde creamos, con nuestras decisiones, una identidad social. Esa identidad nos define ante los demás y nos muestra en el espacio. Hoy, los adolescentes viven en un mundo dual. Por un lado, la auténtica realidad o realidad presencial; el mundo de las relaciones cara a cara. Por otro, la realidad virtual. Una realidad donde nace y vive su avatar. Un avatar que sirve para establecer relaciones en una fantasmagoría digital. Allí, en ese mundo, el hijo de Jacinto confecciona su "yo ideal". Un yo, alejado de las circunstancias reales, que interactúa con otros avatares. Avatares, que como él, son fruto de ensoñaciones. Ahí, en esos "paraísos digitales", los adolescentes encuentran su lago de Narciso.

A ese lago, de aguas cristalinas, vuelven una otra vez en busca de su reflejo. Un reflejo que les otorga placer y reconocimiento social. Un reconocimiento efímero en forma de "likes" pero suficiente para la adicción. En ese avatar, muestran la mejor fotografía de sí mismos. Aquella que les saca su mejor perfil. Un perfil logrado tras varios intentos y, en ocasiones, retoques digitales. Ese avatar se convierte en una fuente de satisfacciones. Satisfacciones que se viven en solitario. Alejados del mundanal ruido. Alejados de los lugares donde reina el cara a cara. Así, en esa soledad, los adolescentes pierden habilidad social. Se convierten en tímidos en el trato con los demás. Y en esa timidez surgen, en algunas ocasiones, tendencias agorafóbicas. Les molesta las grandes avenidas, el ruido de las motos y el ladrido de los perros. Este mundo idílico, como diría Platón, se convierte en el perfecto. Un mundo de postureo, caras bonitas y acrobacias caseras. Es el sitio del recreo. Un recreo de emociones, sonrisas efímeras y reels. En esa realidad, la adolescencia construye identidades digitales que adolecen del error terrenal.

Esta dualidad vital, genera heridas de difícil curación. El hijo de Jacinto – por ejemplo – ensimismado en su avatar, se convierte en su propio esclavo. Piensa, busca y crea contenidos para él. Y en esa esclavitud, que busca una y otra vez el reconocimiento en forma de corazones y likes, se pierde la libertad ante la verdad. Se pasan los años y sus vidas giran en torno a la pantalla. En esa pantalla, de poquitas dimensiones, habita la posada del avatar. Una pantalla que se mima y quiere como algo de su ser. Sin ella se rompe la conexión entre la cruda realidad y la fantasmagoría digital. De ahí que resulta casi imposible destruir a ese ser, que se apodera de su sed. Esta dualidad suscita un daño interior. Las reacciones presenciales requieren pensamiento rápido, empatía, respeto y tolerancia. Requieren el calor del abrazo y la sensación del otro cuando te aprieta la mano. Requieren el olor a perfume o sudor que desprenden los humanos. Y esos requisitos, que no son demandados en el espacio digital, se olvidan cuando el prisionero vuelve al mundo de lo real.

Miradas dispersas

Las últimas tendencias del arte han dejado atrás a la obra clásica. Ahora, el espectador ya no es aquel turista que se detenía delante de los lienzos en las salas de un museo. La contemplación ha dado paso a la mirada dispersa. Estamos ante un artista que recoge las tesis de Hegel. El espíritu de la obra muestra las luces y sombras de su tiempo. Existe, por tanto, una función crítica que va más allá del talento de los genios. El arte ya no despierta las vísceras del visitante sino su diálogo con la obra. Las instalaciones han sustituido a la pintura. Dentro del minimalismo, el espectador ya no es un ente parado sino alguien que transita, que se mueve, por la sala. Por una sala que recuerda a las fábricas abandonadas. Fábricas de techos altos, paredes blancas y hierros oxidados. En ese entorno, Manolo interacciona con lo expuesto. Y lo expuesto no es otra cosa que un realismo enmascarado de masilla inteligente.

El arte ha perdido el ritual de antaño. Y ese ritual, sin embargo, no se ha perdido en la literatura. Existe, por tanto, la pasividad del lector ante el objeto. Un objeto rectangular que se sujeta con las manos, se mantiene perpendicular a la vista y se contempla de izquierda a derecha. Así, una y otra página, hasta llegar a la última. El lector debe mantener la mirada en la historia. No se parece en nada al urbano que manifiesta cuando sale a la calle. Un urbano disperso, que anda por las avenidas ante los ojos de cientos de rótulos comerciales. Ese alienado, que diría Marx, vive atónito y alejado. Vive con un déficit de atención permanente, que le impide la concentración. En ese espacio, el contemporáneo quiere y no puede salir de su dispersión. Está ocupado con los rituales de su móvil. Consume cientos de titulares que cambian a cada instante. Lee comentarios en redes sociales y vive con decenas de preocupaciones añadidas. En esta tragedia, muere el arte clásico. Muere la adoración y la admiración por el artista.

Piero Manzoni, criticó a la modernidad. Con su obra "la mierda del artista", una mierda dentro de una lata, quiso reivindicar un arte político y alejado del impresionismo. Un arte que ponga contra las cuerdas a las miserias de la sociedad. Miserias como las que criticaron los revolucionarios del 68 con sus carteles y grafitis. Ese arte, maldita sea, es el que asoma la colita en algunos chiringuitos. Un arte hiriente e inapropiado. Un arte que retrata el dolor por la adversidad. Y un arte que saca a la palestra – en forma de performance e instalaciones – lo que ha sido la lucha feminista, el movimiento obrero y la formalización de los Derechos Humanos. Se pierde el genio. Se pierde la admiración por Van Gogh y todos sus coetáneos. Y se pierde el interés por la técnica en la era de la reproducibilidad. Ahora todo es reproducible. No existe la autenticidad de antaño. ¿Dónde está el aura de la obra? Cualquiera puede conseguir un facsímil del original. El arte ya no es un asunto de las élites, sino una herramienta del indignado para esculpir su enfado.

El silencio de los lagos

Llevo más de diez años escribiendo en los pergaminos de este blog. A veces, tengo ganas de tirar la toalla pero hay algo, dentro de mí que me impide hacerlo. De ahí que, vuelvo una y otra vez a la manzana prohibida. A veces, escribo desde el miedo. Miedo a que la interpretación de mis textos no sea la deseada. Y miedo a que alguien se sienta ofendido y dañado por el veneno de mis palabras. Hoy, le decía a Peter, no existe una intelectualidad comprometida como en los tiempos olvidados. Casi nadie corre riesgos por expresar lo que lleva dentro. Existen unas murallas que protegen el silencio. Un silencio funerario que deambula por las arterias del sistema. Si correr es de cobardes – que no estoy de acuerdo con la frase – , escribir es de valientes. Y lo es porque existe miedo a que nos excluyan de los grupos. Miedo a que la sinceridad sea consecuencia de despido. Miedo a que la verdad suponga enemistades. Y temor a que nos convirtamos esclavos de nuestras palabras. De ahí que exista una represión estructural.

Decía Freud, en El malestar de la cultura, que la moralidad de los pueblos reprime al Ello que habita en nuestro interior. Existe, por decirlo de alguna manera, un represor de todo aquello que atenta contra la ética. Esta represión, nos provoca frustración y desolación. Nietzsche culpaba a la religión. Decía que ahora lo noble – lo bueno – se ha convertido en malo. Existe una conjura de los de abajo contra los de arriba. De tal manera que el éxito está mal visto por el rebaño. Un éxito que, en la mayoría de las ocasiones, cursa con rubor y vergüenza ante el "qué dirán" de los necios. El intelectual se convierte en un tigre reprimido por el látigo de un domador. De un domador inferior, que mediante la domesticación de la fiera consigue que esta le preste sumisión. Así las cosas, la intelectualidad agoniza cada día. ¿Dónde están los intelectuales? Los intelectuales han perdido la independencia de hace décadas. Ahora escriben columnas dentro de líneas editoriales. Son pensadores de mercado, o dicho más claro, intelectuales a sueldo de clientes de quiosco. Escriben con libertad pero dentro de unos parámetros y un producto acotado.

En este blog, soy libre. Libre porque nadie tose en mis escritos. Y libre porque los artículos no pasan por la decisión de jefecillos de opinión. Este medio responde al modelo de intelectualidad comprometida con la razón. Un modelo que, lejos del mercado, escribe a cambio de nada. Aquí soy como un músico que toca el teclado en una plaza Mayor. Una plaza donde nadie paga el coste de la entrada. De ahí que nadie exige al autor. Nadie le recrimina la calidad de su obra. Nadie es su censor porque no existe un intercambio económico entre el músico y su música. No existe el factor mercancía. Y ese factor es el que explica la muerte del pensador. Una muerte que entorpece el espíritu crítico. Y una muerte que empobrece a la verdad y enriquece la hipocresía. Algunos intelectuales se visten de literatos. Desde el relato literario protegen sus murallas. Evitan que nadie les replique. Y de ahí que algunos firmen con seudónimos. Escriben con el disfraz de personajes y tramas imaginarias. Estamos ante la afluencia de pensamientos envueltos de maquillaje. El miedo a la expresión existe en la selva digital. Existe miedo a que los cocodrilos rompan el silencio de los lagos.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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