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Esclavos del avatar

A lo largo de mi vida como docente, he conocido cientos de adolescentes. A ellos les debo una actitud y unos valores necesarios para afrontar el sentido de la morada. Estamos ante una etapa evolutiva donde el ser ni es niño, ni es adulto. En esa transición, de potencia a acto, como diría Aristóteles, se producen cambios físicos y psicológicos difíciles de gestionar. Ahí es donde creamos, con nuestras decisiones, una identidad social. Esa identidad nos define ante los demás y nos muestra en el espacio. Hoy, los adolescentes viven en un mundo dual. Por un lado, la auténtica realidad o realidad presencial; el mundo de las relaciones cara a cara. Por otro, la realidad virtual. Una realidad donde nace y vive su avatar. Un avatar que sirve para establecer relaciones en una fantasmagoría digital. Allí, en ese mundo, el hijo de Jacinto confecciona su "yo ideal". Un yo, alejado de las circunstancias reales, que interactúa con otros avatares. Avatares, que como él, son fruto de ensoñaciones. Ahí, en esos "paraísos digitales", los adolescentes encuentran su lago de Narciso.

A ese lago, de aguas cristalinas, vuelven una otra vez en busca de su reflejo. Un reflejo que les otorga placer y reconocimiento social. Un reconocimiento efímero en forma de "likes" pero suficiente para la adicción. En ese avatar, muestran la mejor fotografía de sí mismos. Aquella que les saca su mejor perfil. Un perfil logrado tras varios intentos y, en ocasiones, retoques digitales. Ese avatar se convierte en una fuente de satisfacciones. Satisfacciones que se viven en solitario. Alejados del mundanal ruido. Alejados de los lugares donde reina el cara a cara. Así, en esa soledad, los adolescentes pierden habilidad social. Se convierten en tímidos en el trato con los demás. Y en esa timidez surgen, en algunas ocasiones, tendencias agorafóbicas. Les molesta las grandes avenidas, el ruido de las motos y el ladrido de los perros. Este mundo idílico, como diría Platón, se convierte en el perfecto. Un mundo de postureo, caras bonitas y acrobacias caseras. Es el sitio del recreo. Un recreo de emociones, sonrisas efímeras y reels. En esa realidad, la adolescencia construye identidades digitales que adolecen del error terrenal.

Esta dualidad vital, genera heridas de difícil curación. El hijo de Jacinto – por ejemplo – ensimismado en su avatar, se convierte en su propio esclavo. Piensa, busca y crea contenidos para él. Y en esa esclavitud, que busca una y otra vez el reconocimiento en forma de corazones y likes, se pierde la libertad ante la verdad. Se pasan los años y sus vidas giran en torno a la pantalla. En esa pantalla, de poquitas dimensiones, habita la posada del avatar. Una pantalla que se mima y quiere como algo de su ser. Sin ella se rompe la conexión entre la cruda realidad y la fantasmagoría digital. De ahí que resulta casi imposible destruir a ese ser, que se apodera de su sed. Esta dualidad suscita un daño interior. Las reacciones presenciales requieren pensamiento rápido, empatía, respeto y tolerancia. Requieren el calor del abrazo y la sensación del otro cuando te aprieta la mano. Requieren el olor a perfume o sudor que desprenden los humanos. Y esos requisitos, que no son demandados en el espacio digital, se olvidan cuando el prisionero vuelve al mundo de lo real.

Miradas dispersas

Las últimas tendencias del arte han dejado atrás a la obra clásica. Ahora, el espectador ya no es aquel turista que se detenía delante de los lienzos en las salas de un museo. La contemplación ha dado paso a la mirada dispersa. Estamos ante un artista que recoge las tesis de Hegel. El espíritu de la obra muestra las luces y sombras de su tiempo. Existe, por tanto, una función crítica que va más allá del talento de los genios. El arte ya no despierta las vísceras del visitante sino su diálogo con la obra. Las instalaciones han sustituido a la pintura. Dentro del minimalismo, el espectador ya no es un ente parado sino alguien que transita, que se mueve, por la sala. Por una sala que recuerda a las fábricas abandonadas. Fábricas de techos altos, paredes blancas y hierros oxidados. En ese entorno, Manolo interacciona con lo expuesto. Y lo expuesto no es otra cosa que un realismo enmascarado de masilla inteligente.

El arte ha perdido el ritual de antaño. Y ese ritual, sin embargo, no se ha perdido en la literatura. Existe, por tanto, la pasividad del lector ante el objeto. Un objeto rectangular que se sujeta con las manos, se mantiene perpendicular a la vista y se contempla de izquierda a derecha. Así, una y otra página, hasta llegar a la última. El lector debe mantener la mirada en la historia. No se parece en nada al urbano que manifiesta cuando sale a la calle. Un urbano disperso, que anda por las avenidas ante los ojos de cientos de rótulos comerciales. Ese alienado, que diría Marx, vive atónito y alejado. Vive con un déficit de atención permanente, que le impide la concentración. En ese espacio, el contemporáneo quiere y no puede salir de su dispersión. Está ocupado con los rituales de su móvil. Consume cientos de titulares que cambian a cada instante. Lee comentarios en redes sociales y vive con decenas de preocupaciones añadidas. En esta tragedia, muere el arte clásico. Muere la adoración y la admiración por el artista.

Piero Manzoni, criticó a la modernidad. Con su obra "la mierda del artista", una mierda dentro de una lata, quiso reivindicar un arte político y alejado del impresionismo. Un arte que ponga contra las cuerdas a las miserias de la sociedad. Miserias como las que criticaron los revolucionarios del 68 con sus carteles y grafitis. Ese arte, maldita sea, es el que asoma la colita en algunos chiringuitos. Un arte hiriente e inapropiado. Un arte que retrata el dolor por la adversidad. Y un arte que saca a la palestra – en forma de performance e instalaciones – lo que ha sido la lucha feminista, el movimiento obrero y la formalización de los Derechos Humanos. Se pierde el genio. Se pierde la admiración por Van Gogh y todos sus coetáneos. Y se pierde el interés por la técnica en la era de la reproducibilidad. Ahora todo es reproducible. No existe la autenticidad de antaño. ¿Dónde está el aura de la obra? Cualquiera puede conseguir un facsímil del original. El arte ya no es un asunto de las élites, sino una herramienta del indignado para esculpir su enfado.

El silencio de los lagos

Llevo más de diez años escribiendo en los pergaminos de este blog. A veces, tengo ganas de tirar la toalla pero hay algo, dentro de mí que me impide hacerlo. De ahí que, vuelvo una y otra vez a la manzana prohibida. A veces, escribo desde el miedo. Miedo a que la interpretación de mis textos no sea la deseada. Y miedo a que alguien se sienta ofendido y dañado por el veneno de mis palabras. Hoy, le decía a Peter, no existe una intelectualidad comprometida como en los tiempos olvidados. Casi nadie corre riesgos por expresar lo que lleva dentro. Existen unas murallas que protegen el silencio. Un silencio funerario que deambula por las arterias del sistema. Si correr es de cobardes – que no estoy de acuerdo con la frase – , escribir es de valientes. Y lo es porque existe miedo a que nos excluyan de los grupos. Miedo a que la sinceridad sea consecuencia de despido. Miedo a que la verdad suponga enemistades. Y temor a que nos convirtamos esclavos de nuestras palabras. De ahí que exista una represión estructural.

Decía Freud, en El malestar de la cultura, que la moralidad de los pueblos reprime al Ello que habita en nuestro interior. Existe, por decirlo de alguna manera, un represor de todo aquello que atenta contra la ética. Esta represión, nos provoca frustración y desolación. Nietzsche culpaba a la religión. Decía que ahora lo noble – lo bueno – se ha convertido en malo. Existe una conjura de los de abajo contra los de arriba. De tal manera que el éxito está mal visto por el rebaño. Un éxito que, en la mayoría de las ocasiones, cursa con rubor y vergüenza ante el "qué dirán" de los necios. El intelectual se convierte en un tigre reprimido por el látigo de un domador. De un domador inferior, que mediante la domesticación de la fiera consigue que esta le preste sumisión. Así las cosas, la intelectualidad agoniza cada día. ¿Dónde están los intelectuales? Los intelectuales han perdido la independencia de hace décadas. Ahora escriben columnas dentro de líneas editoriales. Son pensadores de mercado, o dicho más claro, intelectuales a sueldo de clientes de quiosco. Escriben con libertad pero dentro de unos parámetros y un producto acotado.

En este blog, soy libre. Libre porque nadie tose en mis escritos. Y libre porque los artículos no pasan por la decisión de jefecillos de opinión. Este medio responde al modelo de intelectualidad comprometida con la razón. Un modelo que, lejos del mercado, escribe a cambio de nada. Aquí soy como un músico que toca el teclado en una plaza Mayor. Una plaza donde nadie paga el coste de la entrada. De ahí que nadie exige al autor. Nadie le recrimina la calidad de su obra. Nadie es su censor porque no existe un intercambio económico entre el músico y su música. No existe el factor mercancía. Y ese factor es el que explica la muerte del pensador. Una muerte que entorpece el espíritu crítico. Y una muerte que empobrece a la verdad y enriquece la hipocresía. Algunos intelectuales se visten de literatos. Desde el relato literario protegen sus murallas. Evitan que nadie les replique. Y de ahí que algunos firmen con seudónimos. Escriben con el disfraz de personajes y tramas imaginarias. Estamos ante la afluencia de pensamientos envueltos de maquillaje. El miedo a la expresión existe en la selva digital. Existe miedo a que los cocodrilos rompan el silencio de los lagos.

De Sócrates y Puigdemont

El gobierno de Trasíbulo acusó a Sócrates de pervertir las mentes de los jóvenes. Lo acusó, como les digo, de adoctrinar y despertar el espíritu crítico a los discípulos de la polis. El maestro de Platón fue obligado a beber cicuta en la plaza pública de Atenas. Allí, delante de cientos de demócratas, murió por incumplir las leyes de su tiempo. Cuenta Aristocles que su maestro pudo escapar de la ciudad pero no quiso. Y no quiso por su compromiso con sus principios. Decía que las leyes se podían criticar pero no se debían incumplir. Así, fuera o no justa la sentencia, este hombre sabio, de la Antigüedad Clásica,  prefirió morir que huir al exilio. La llegada de Puigdemont a España, recuerda – salvando las distancias – al relato de Sócrates. Y recuerda, como les digo, porque tanto él como el clásico ateniense fueron sentenciados por la justicia. Por una justicia enmarcada, en sendos casos, dentro de la democracia. Ambos son criticados por tambalear el establishment de sus pueblos.

Carles consiguió liderar un movimiento de emancipación catalana. Un movimiento – a través de brazos políticos – que culminó con la declaración ilegal de la República Independiente de Cataluña. Una declaración que supuso el encarcelamiento de sus ejecutores y la huida de su líder a Waterloo. Aún así, y tras siete años en el exilio, el líder catalán volvió a España, dio un mitin y desapareció. Recuerdo que dos días antes de su anuncio, en X – la antigua Twitter – escribí un post que apelaba a Sócrates. Decía que Puigdemont volvía a su tierra a sabiendas de su detención. Volvía en pro de sus principios políticos. Renunciaba a su libertad de fugitivo a cambio de su detención y encarcelamiento. Estamos – decía en la red social – ante una “rara avis”. Estamos ante alguien que pone sus convicciones por encima del confort vital. Hoy, como saben, las cosas no han sido así. El líder de Junts, vino a Barcelona, dio un discurso y se fue. Y se fue, queridísimos amigos, de rositas. Se fue “para Barranquilla" como diría aquella vieja canción de José María  Peñaranda.

Puigdemont, a diferencia de Sócrates, huyó al exilio y burló a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Huyó el líder del partido que mantiene acuerdos de gobierno con Sánchez. Y huyó quien, desde la lejanía, representa el cargo de diputado europeo. Desde la crítica, nos debemos preguntar sobre los efectos de este desaguisado. A día de hoy, no se han producido dimisiones por la huida del fugitivo. Ni siquiera se ha abierto una comisión de investigación sobre lo sucedido. ¿Por qué no se detuvo cuando estaba en la tribuna como si de un sofista se tratara? Esta situación, surrealista donde las haya, pone en la diana mediática a nuestra marca España. Y la pone porque nos sitúa ante un sistema legal pero que huele a chamusquina. Aún así, salvo que se demuestre encubrimiento u otras sinrazones, siempre existen cúmulos de factores que dificultan la tarea. Complicaciones, en términos médicos, que hacen que la operación no obtenga el resultado deseado. Lo cierto y verdad es que la presencia de Puidemont no impidió la investidura de Illa. Como dicen en mi pueblo "mucho ruido y pocas nueces".

Sobre prados y cortinas

Esta semana, he leído en varios rotatorios que la economía española, según Pedro Sánchez, "va como un tiro". Parece que tenemos un escenario similar a los años aznarianos. "La tasa de paro – según reza un titular de la Ser – cae un 11,2% en el segundo semestre del año, la más baja desde 2008". "Estamos – en palabras de Gregorio, el panadero de mi pueblo – ante los nuevos años veinte". Años que dejan atrás las penurias vividas durante la Gran Recesión y la Covid-19. Y esta alegría se nota en la ocupación hotelera, en las cervezas de las terrazas, en nuevos coches por carretera y en el repunte de la venta de viviendas, tras doce meses de caída. Aún así, no todo es oro lo que reluce. La deuda pública, por ejemplo, creció más del doble que antes de la pandemia. "El precio del alquiler de viviendas – en información de eleconomista.es – supera los máximos de la burbuja inmobiliaria en 15 CCAA". A estos datos – y esta es la cara de la moneda – hay que añadir las promesas de Sánchez sobre la construcción de 43.000 viviendas de alquiler asequible y una Oferta Pública con más de 40.000 empleos.

Pese a estas evidencias, muchas voces díscolas con el Gobierno, tratan de relativizar los datos y sacar, de ellos, su leyenda negativa. Hay descenso del paro, sí pero sin olvidar el sesgo de la precariedad. "El número de funcionarios – según reza el titular de El Correo – se dispara en más de medio millón desde que Sánchez llegó a La Moncla", "sí pero con el precio de una deuda pública altísima". Disminuye la inflación, "sí pero no lo suficiente". Baja la factura de la luz, "sí pero por causas ajenas a decisiones internas". Y así, suma y sigue. La Economía es una ciencia social con sus márgenes de error y por tanto de interpretación. Lo cierto y verdad, y es complicado negar la mayor, es que el auge de la ocupación y el consumo pesado (de viviendas y automóviles) son dos indicadores claves para el optimismo. El bolsillo de los ciudadanos decide buena parte del voto racional. Cuando Manolo, Juan o Jacinta disponen de trabajo, pagan sus facturas y reciben ayudas del Estado; por mucho que otro les diga "España va mal", su realidad microeconómica manifiesta lo contrario. Así las cosas, el discurso catastrofista no cala en la Hispania del ahora. De tal manera que se recurren a otras teclas para que el humo empañe el paisaje.

Existe un cierto paralelismo entre los tiempos de Zapatero y los de Sánchez. La derecha, de los tiempos zapateristas, aprovechó la Gran Recesión para arrojar todo su arsenal de dinamita contra el ejecutivo de Rodríguez Zapatero. Con el eslogan "la culpa es de ZP", se redujo el comportamiento de las macromagnitudes económicas a la figura del presidente. Un mensaje que caló en el ideario de la gente y que supuso la llegada del marianismo. Un marianismo marcado por recortes y más recortes. Tantos que vimos el adelgazamiento de la clase media y el crecimiento imparable de la desigualdad. Se recortaron las partidas en educación y sanidad. Se redujo la Oferta Pública de Empleo y se siguió la línea marcada por Merkel. Una línea donde los de abajo pagaron los desaguisados de los de arriba. Hoy las cosas han cambiado. Aunque tengamos de fondo "el caso Begoña", "el pacto fiscal en Cataluña", los viajes de ZP a Venezuela y otros conatos de incendio; la verdad es que España recupera fuelle desde la pandemia. Y si va bien la economía, va bien – claro que sí – las vidas de millones de personas. Otra cosa es que las cortinas impidan ver los prados.

Desde la cueva

Tras varios años sin saber de él, ayer recibí un wasap de Platón. Desde la Atenas de Trasíbulo, me comentaba que necesita volar al siglo XXI. Le dije que podíamos quedar en El Capri y cambiar impresiones sobre su época y la mía. Entre cafés y alguna que otra tónica, hablamos de educación, amor y política. Antes de nada, le di el pésame por la muerte de Sócrates. En la cueva, le dije, muchos adolescentes viven delante de imágenes, que recuerdan al mito de su caverna. Hoy, querido Aristocles, la vida es distinta a la de hace dos mil quinientos años. Las proclamas de su República no se han ejecutado. No gobiernan los mejores sino los adecuados. Ni siquiera se exige ninguna credencial para ejercer la política. Hoy cualquiera puede ser alcalde. Y cualquier voto vale lo mismo en el seno de las urnas. Da igual que el voto provenga de Manolo, el banquero. O que derive de Alejandro, el chatarrero. O de Gabriel, el loco de la colina. No existe el ascenso dialéctico sino que todo es relativo. Se ha perdido la búsqueda de las esencias. En el capitalismo ganan los objetos frente las ideas. Estamos ante una sociedad de "tanto tienes, tanto vales". Una sociedad de fachadas, del "yo más que tú" y "si no es para mí, tampco es para ti".

No existe el filósofo gobernante. La filosofía ya no es la madre de la ciencia. Sus hijos se han independizado con el paso de los siglos. Tanto que durante el siglo XVII y la Revolución Científica, la filosofía se convirtió en un saber reflexivo. El Humanismo reinventó la disciplina. Ahora, amigo Platón, los filósofos somos espectadores en un patio de butacas. Vemos y analizamos la realidad desde nuestras trincheras de marfil. Somos incómodos para el sistema. Y lo somos porque tenemos espíritu crítico. Hablamos sin vulnerar la verdad moral, que diría Aristóteles. Por eso, porque somos claros en el habla, no gustamos a los elegidos. El conocimiento ha perdido el valor que tenía en los años atenienses. Ahora, el mundo es carrera de galgos. Miles de titulares inundan nuestras vidas. Nuestra mente está colapsada. Nuestra mente se ha convertido en decenas de pantallas bloqueadas en el monitor de un ordenador. No hay calma. La gente no busca ascensos dialécticos. Ni siquiera se plantea como prioridad "salir de la cueva". En la cueva, la gente vive sus vidas. Vidas que transitan entre imágenes en forma de selfies. De selfies en lugares exóticos y arriesgados. Y todo por un reconocimiento efímero, que se manifiesta con los "likes".

Se ha perdido la armonía que dirían los pitagóricos. El alma ha perdido su equilibrio. Ahora, en la sociedad distraída, las emociones han secuestrado a la razón. En la cueva, la gente consume programas de cotilleo que se nutren de las desgracias ajenas. La lágrima acompaña nuestro día. Estamos ante una prensa carroñera que toca las vísceras a los habitantes de la cueva. Perdidas las esencias, la sociedad es como una cáscara de huevo. No hay profundidad en los asuntos. Ni siquiera interesa la verdad en la era del populismo. Han vencido los sofistas. Han ganado los convencionalismos y la subjetividad. Han muerto los principios. Casi nadie hace sacrificios por la defensa de sus ideas. Existe una pirámide social que impide la autenticidad. El de abajo depende del de arriba. Y en esa dependencia fluye la hipocresía frente a la sinceridad. El Bien no se entiende como la causa del mundo. Sin originales en el "más allá", sólo queda el mundo sensible. Un mundo donde impera la "nueva esclavitud". Y esa "nueva esclavitud" se llama "autoexigencia". Una autoexigencia que impide la relajación y la contemplación. Desde la cueva, los mortales ha olvidado el aroma de las amapolas, el canto de las cigarras y la sensación que produce el viento cuando peina las mejillas.

Sombras de piedra

De ruta por Valladolid, camino – junto con la familia – por el paseo de Zorrilla en dirección a la plaza Mayor. El calor seco contrasta con la humedad que desprenden las tripas de Alicante. A mi derecha, el parque Campo Grande, un espacio verde que insufla una bocanada de aire fresco a la selva de lo urbano. La gente camina despacio en comparación con los pasos de gigante que deambulan por Madrid. Los comercios y la hostelería abundan en Valladolid. Nos sorprende la presencia de quioscos de prensa. Quioscos que han desaparecido en las calles de Alicante. Y quioscos que nos recuerdan al que existía en el casco antiguo de nuestro pueblo. En los quioscos, cuelga un toldo rojo con "El Norte de Castilla", un periódico centenario que resiste a la crisis del papel. Leo en sus páginas que unos famosos han comprado el Castillo de Pedraza. Los castillos son mi pasión. Tanta pasión siento por ellos que, desde hace años, visito los castillos más emblemáticos de España.

Desde Valladolid, visitamos el castillo de la Mota en Medina del Campo. Construido con ladrillo rojizo, la fortaleza se convirtió en prisión. El duque Fernando de Calabria, César Borgia o el conde Aranda, entre otros, estuvieron presos allí. De ruta por los monumentos de Castilla, hacemos parada en el Real Monasterio de Santa Clara. Un palacio – del siglo XIV – construido por Alfonso XI y después reconvertido a monasterio por Pedro I. El olor a piedra y los motivos mudéjares, nos trasladan a los tiempos olvidados. Desde su interior abandera el silencio que caracteriza a la vida de clausura. En las paredes cuelgan pinturas anónimas. Pinturas de temática religiosa, que decoran las distintas dependencias. Los baños sorprenden al visitante. Se conserva, en el subsuelo, la obra de ingeniería que permitía la disposición del agua caliente. La paz y el sosiego permite distinguir el canto de los pájaros. El sol, nos permite ver el color primitivo que aguardan las piedras de sus muros. Un color insólito que acompañó a Juana "la Loca" durante sus años de cautiverio. Mientras paseamos por sus intramuros, intentamos comprender la vida hace quinientos años. Intentamos vislumbrar cómo vivían en aquellos tiempos. Tiempos de casamientos y relaciones internacionales basadas en nudos de sangre.

De viaje por Castilla y León, paseamos por la plaza Mayor de Salamanca. La magia del recinto, nos recuerda a la plaza Mayor de San Marcos. Echamos en falta palomas volando por su interior y violines sonando a la luz de la luna. Con el GPS en la mano, caminamos hacia la catedral. Una catedral que asoma desde lo lejos cuando llegas a la ciudad. Fascinados por su belleza, buscamos la Casa Museo de Miguel de Unamuno. Gran admirador de su obra, camino por la sombra que desprenden los muros de la Casa de las Conchas. Entre mesas de terraza, encuentro la estatua del que fuera rector de la Universidad de Salamanca. Siento, la verdad sea dicha, indignación por el lugar elegido. La terraza impide una contemplación íntima. Mientras observo su figura, por mi mente suenan con eco las palabras del maestro. Palabras valientes de alguien que vivió con contradicción y determinación. Desde lo lejos, vemos el perfil de un quiosco de prensa. Un quiosco con señores mayores, que hablan con su ejemplar bajo el brazo. En el hotel, vemos las fotos del viaje. Observamos la imagen en la plaza Mayor, el selfie en la puerta de la Catedral y mi rostro junto al busto de Miguel. Sublime.

La neofelicidad

La niebla eclipsaba el rótulo de El Capri. Era una niebla espesa. Espesa como la que aparece en la novela de Stephen King. Y espesa como las cataratas del Niágara. Esa noche, salí de casa. Era un sábado a deshora. La escarcha envolvía las ventanas de los coches. De coches con cenicero, radiocasete y ventanillas manuales. En aquellos años, yo era alguien muy distinto al que soy ahora. Fracasado en los estudios y sin ningún gato que me maullara, leía a escondidas libros de filosofía. Me llamaba la atención el tiempo y el sentido de la vida. Percibía la vida como una gran montaña. Una montaña de caminos pedregosos, serpientes y escorpiones. Tenía miedo a los avatares de la aventura. Y ese miedo encontraba sosiego en pensadores como Sartre. En El Capri, sentado en el taburete, pasaban – como ovejas – las horas de mi vida. De una vida desordenada como las piezas de un puzzle, cuando se saca de la caja.

Aquella noche, conocí a Rodrigo, un señor culto y sabio de la vida. Entre gintonic y gintonic, hablamos de la felicidad. Me dijo que hiciéramos un diálogo socrático. Me explicó en qué consistía. Y así comenzamos, reconociendo nuestra ignorancia, hasta llegar a una definición universal de la felicidad. ¿Serías feliz – me preguntó – si te tocara la lotería? No, los ricos también lloran. Hay ricos que conducen coches caros y, sin embargo, son pobres en conocimiento. Y ricos que son pobres porque les cuesta distinguir entre intereses particulares y amistades verdaderas. Y, si fueras una persona con dos carreras universitarias y sin trabajo, ¿serías feliz? No, le contesté. No, porque no podría cubrir bien mis necesidades. No podría comprar una casa y, ni siquiera, un coche que me desplazara de un sitio a otro. Lo pasaría mal y, por tanto, tampoco sería feliz. ¿Y si miraras atrás y vieses que tus sueños se han cumplido? Ahí sería feliz. Tendría confort espiritual ante lo conseguido. Estaría orgulloso por haber construido mi destino.

Parece que la felicidad tiene que ver con sueños y realidades. Parece que cumplir con lo propuesto reconforta el espíritu y otorga un placer superior al dinero. Gregorio, como si de Sócrates se tratara, prosiguió con el diálogo. Y si reinterpretaras tu pasado: ¿serías feliz? Por unos minutos, quedé en blanco. Ahora mi cuerpo es distinto al que tenía hace treinta años. Ahora veo a ese niño desde el prisma del adulto. Y ahora vislumbro llanuras donde antes había montañas. Luego, la percepción de la realidad entra en juego en la felicidad. Sería correcto, reinterpretar mi pasado. Y si lo hago desde vertientes más positivas y relativas, la tragedia mutaría hacia aspectos de comedia. La realidad es dulce o amarga en función del ojo con que se mira. De ahí que la actitud ante la vida es crucial para la felicidad. El relato ante los hechos determina nuestro bienestar interior. Aquella noche, el diálogo sirvió para llegar a descubrir los mimbres de la felicidad. La felicidad es un estado de confort, que encontramos cuando conseguimos nuestros retos y reescribimos la crónica de nuestro pasado. Con el pasado reescrito y la tenacidad ante los retos, sólo queda clamar por la salud. Sin salud, el cuerpo se convierte en ese coche averiado, que aguarda en el taller para ser reparado.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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