En el siglo V a.C., Sócrates fue condenado a beber cicuta por el gobierno de Trasíbulo. Al parecer, se le acusó de pervertir las mentes de los jóvenes. Dicen las lenguas de la época que, minutos antes de su muerte, pudo escapar pero no quiso. Era un hombre de principios sólidos. Creía que existían ciertas verdades universales como la belleza, el bien y la justicia; entre otras. Lo bello es bello aquí, ahí, ayer, hoy y mañana. Un amanecer, por ejemplo, cumpliría con los requisitos necesarios para catalogarlo de hermoso. Frente a él, los sofistas pensaban lo contrario. Pensaban que el bien o el mal son relativos. Lo que para unos está bien para otros está mal y viceversa. ¿Está bien robar? Un universalista diría que no. Un sofista diría aquello de "depende". Depende de las circunstancias del momento. Tanto es así que Robin Hood – reza la leyenda – robaba a los nobles corruptos para redistribuir la riqueza entre los pobres y oprimidos. El relativismo epistemológico y moral nos lleva a un escepticismo, o dicho de otra manera, a un "pasotismo" ante la vida.
Hoy, en pleno siglo XXI, resurgen – con fuerza – las corrientes sofistas. No olvidemos que los "sabios" eran extranjeros que cobraban por enseñar. Enseñaban: oratoria, retórica y erística. Y la enseñaban para que los hijos de los ricos consiguieran el éxito social y político en la Atenas de Pericles. El conocimiento tenía, por tanto, una aplicación práctica y un trasfondo económico. La gente buscaba sabiduría para la obtención de riqueza y relevancia social. El conocimiento "inútil", o el "saber por el saber", nunca ha estado bien visto por parte de la sociedad. De ahí que siempre se habla de "salidas laborales" e incluso, los discípulos preguntan por la utilidad de lo aprendido. Y lo preguntan, en muchas ocasiones, sin el conocimiento adecuado de sí mismos. Y también desde el orgullo. Un orgullo que les impide reconocer su ignorancia como punto necesario para el aprendizaje. Ante esta dualidad, compuesta por ignorancia y orgullo, el profesor pierde su función. Y la pierde porque para enseñar debe existir una voluntad por aprender.
En tiempos de redes sociales, titulares e inmediatez; el sujeto ha perdido el valor de la espera. Estamos ante una sociedad impaciente que desespera ante la llegada de la meta. Y en esa desesperación, muchos huyen de los proyectos a largo plazo. Huyen de las carreras universitarias, de la preparación de oposiciones y de todo aquello que requiera inversión de tiempo en la tarea. Esta cultura de lo breve trae consigo un escenario demoledor. El escenario que se avecina no es otro que una sociedad de luces cortas. Luces cortas que buscan la ganancia a corto plazo. Una ganancia, que en la mayoría de ocasiones cursa con apuestas, postureo y todo aquello relacionado con el "dinero fácil". Un dinero que, sin esfuerzo ni mérito, es aplaudido y emulado por los nostálgicos del sueño americano. Sin mérito ni esfuerzo, la sociedad camina hacia la mediocridad. Una sociedad sin esfuerzo se convierte en un lastre para la profesionalidad. La profesionalidad es como un huerto. Un huerto necesita años para que sus árboles crezcan. Necesita cuidados y regadío. Lo mismo ocurre con los humanos. Humanos que nunca serán médicos o abogados de la noche a la mañana.
Ramón Ballester López
/ 4 octubre, 2024«Humanos que nunca serán médicos o abogados de la noche a la mañana.»
Ó si… Porque médicos y abogados continúan siendo necesarios, lo qué habría que discutir es que médicos y que abogados serán.