El concepto de felicidad ha cambiado a lo largo de los tiempos. Ahora, la felicidad ya no es sinónimo de ataraxia – tranquilidad de espíritu – sino algo relacionado con el reconocimiento y el bienestar material. La sociedad de clases ha creado la meritocracia. Todo depende del esfuerzo y del mérito. Cada uno tiene lo que se merece. De tal manera que la felicidad es una construcción individual. Somos el producto de nuestras decisiones. Decisiones que nos han llevado a nuestro ser. Un ser que ocupa un lugar en la estructura social. Y un ser cuya valía se mide por su "utilidad de mercado". La filosofía nos ha enseñado que el "valor" y la "utilidad" son dos cosas diferentes. Pero hoy, en la sociedad capitalista, el conocimiento se convierte en un medio para conseguir un fin económico. Casi todo gira en torno a lo material. El "credo americano" y las historias de superación configuran el metarrelato de los libros de autoayuda. Así las cosas, Antonio – por poner un ejemplo – acaba en el psicólogo en busca de ayuda. Necesita ser feliz. Y lo necesita a pesar de estar sano como una lechuga, tener amigos, familia e hijos que lo quieren.
Las redes sociales han contribuido a crear el árbol de la felicidad. Las imágenes de gente luciendo dientes blancos, escapadas a la nieve y comidas en restaurantes caros, nos sitúa ante la excepción a la regla. Estamos ante una excepción porque tales hábitos son esporádicos. Ahora bien, esa práctica intermitente se muestra de forma continúa. No hay episodios trágicos entre tales imágenes. No hay imágenes intermedias entre escapadas y "momentos happy". De ahí, Antonio piensa que sus vecinos del primero siempre están viajando y disfrutando de la vida. Esta manifestación sesgada de los placeres mundanos contrasta con el relato mediático. Los periódicos, por su parte, muestran la parte crítica y trágica de la realidad. Mientras en la red, abunda el postureo y la ostentación. En los medios predominan las penurias y angustias vitales. Vidas idílicas frente a vidas rotas. Cara y cruz de la moneda se muestran en una sola dimensión. Y esa dimensión, que es nuestra experiencia, se alimenta de la contradicción. Y esta contradicción, o polarización perceptiva, afecta a la salud mental.
Algunos practican los ayunos mediáticos. Tales ayunos consisten en apagar el ruido mediático durante un periodo de tiempo determinado. La vida – cuando nos alejamos del estruendo – cambia por completo. De una existencia plagada de noticias negativas e imágenes idílicas, Antonio vive en lo cotidiano. Y en lo cotidiano es donde se siente neutralizado como especie humana. Sin fenómenos extraordinarios, la vida transcurre sin sobresaltos. Transcurre sin dimes y diretes. Y, en ese transcurso sin referencias, muere la comparación. Muere la comparación con los otros y nace la privacidad. Y ahí es cuando tomamos conciencia de nuestro "ser temporal". Durante el ayuno, vivimos en una normalidad. Y en esa normalidad, nos damos cuenta de nuestra animalidad. En lo cotidiano, valoramos el saludo del vecino, el encuentro con los hijos y la llamada del hermano. En lo cotidiano, encontramos la ataraxia. Encontramos una felicidad que va más allá del efecto comparativo. Una felicidad que se convierte en infeliz cuando, tras el ayuno, volvemos a lo extraordinario.