Aquella noche, El Capri estaba repleto. En la barra, yacían las jarras de cerveza. Jarras con restos de espuma y manchadas de carmín. En la oscuridad del garito, junto a los aseos, Manolo vaciaba sus bolsillos al ritmo de las máquinas tragaperras. El humo invadía los cuellos de las camisas. Cuellos con olor a perfume. A perfume barato como el que usaban los abuelos para ir a la taberna. Desde la soledad de mi despacho, recuerdo a ese otro de gafas de pasta y granos en la cara. Recuerdo, como les digo, a ese adolescente cuya mochila no cargaba con las piedras del ahora. No cargaba con las canas, las patas de gallo y la piel seca de los cincuenta. En esa época, mi único sueño no era otra que los fines de semana. Soñaba con la llegada del sábado, las noches golfas y el desenfreno. Enturbiado de música y fantasía, la vida era similar a la de cualquier perro callejero. Vida ociosa, de manta, sofá y litronas de cerveza.
En la pista, Maruja bailaba mientras su marido conducía "la Iveco" de Alicante hasta Cuenca. Por mi cabeza, corrían pensamientos tóxicos. Pensaba en la enfermedad y en la muerte. La angustia se apoderó de mí durante toda la adolescencia. Sentía angustia por la la finitud. No asimilaba la consciencia ante la vida. De nuevo, miraba a los perros y admiraba su ignorancia. Admiraba su desconocimiento. Lo mejor de ser perro es que vive pero no sabe que vive. Ni siquiera sabe que ha nacido. Y ese desconocimiento les otorga una vida despojada de preocupaciones. Son seres ocupados pero despreocupados. En El Capri, María me dijo que el amor era una cuestión de probabilidades. "Nunca sabrás si has elegido a tu media naranja". Y no lo sabrás porque elegimos pareja dentro de una muestra determinada. De ahí que siempre estará la duda si Pedro o Gabriela son el amor de nuestras vida. María era una señora culta. Lectora insaciable de libros de aventura. En su diálogo, desprendía metáforas llenas de dinamita. Adelantada a su tiempo, luchaba contra los dictados del patriarcado. No quería ser una esclava de la cocina. "Lo peor que nos pasó a la mujeres – me decía – fue apladir al macho cuando regresaba de cazar al bisonte".
Tras la vuelta. Mi madre aguardaba en el sofá. No se acostaba hasta que no oía como mis llaves abrían la cerradura. Eran las cuatro de la madrugada. La música del Capri impedía que mi cuerpo se relajara. El "Cadillac" de Loquillo y los estribillos de Nacha Pop sacudían los intramuros de mi mente. En la mesita, aguardaban libros de filosofía. En aquellos años, aunque no estudiara en el instituto, leía y devoraba a Nietzsche y Sartre. Ellos tienen la culpa que mis creencias se apagaran como se apaga una vela en una procesión de Jueves Santo. Sin creencias en el horizonte, la vida se me presentaba como un camino hacia la nada. Yo me convertía, como decía Heidegger, en una "nadea". Y esa ida, bendita sea, sirvió para que cambiara – de una vez por todas – mi actitud ante el sentido. Ahora vivo cada día como si fuera el último de mi vida. Sin "más allá", sólo tengo el "más acá". Y, como le dije a Martínez, no quiere ser un "vivo muerto". No, no quiero soñar con el día que me jubile. No quiero construir castillos en el aire. Lo único que quiero es disfrutar del instante.