Todos los días, a eso de las cinco de la tarde, saco a Diana. Diana lleva con nosotros casi una década. Llegó, por casualidades de la vida, y ahora es una más de la familia. Tanto que hablamos de ella, nos preocupamos porque sea feliz y, lo más importante de todo, sufrimos su ausencia cuando añoramos sus ladridos. Ayer, mientras paseaba con ella, hice amistad con Enrique. Enrique trabajó como banquero en una sucursal de mi pueblo. Lo recuerdo sentado detrás del mostrador y con la maquina de escribir a su vera. De aspecto elegante, suele vestir con pantalones de pinzas, americana y camisa. Estudió el bachillerato en el Gabriel Miró de Orihuela. Entró con dieciocho años a la caja. Entró, según me cuenta, de botones y, con el paso de los tiempos, ascendió a gestor de oficina. La banca lo prejubiló con cincuenta y pocos años. Al parecer, la informática hizo estragos en el sector. Hoy, Enrique recuerda aquellos años donde los clientes lo trataban de "don".
Mientras paseo a Diana, me cuenta lo mal que lo pasó tras el despido. Y de ahí, de esas confesiones, terminamos hablando de Heidegger. Decía este filósofo, de las tripas alemanas, que somos aquello a lo que no dedicamos. El ser humano construye su esencia a través del trabajo. Tanto es así que, en el bachillerato, los alumnos se plantean lo que "quieren ser en la vida". La jubilación – me comentaba Enrique – supone la muerte de nuestro ser. Ahora, tras más de treinta años detrás de una mesa de despacho, nos vemos privados de ella. Nos vemos privados de las circunstancias que han rodeado nuestra existencia. Ahora, sin las circunstancias, perdemos parte de nuestro ser. Cambian las cortinas, los sofás y los muebles. Y en esos cambios, y valga la metáfora, cambia la esencia de nuestra casa. Lo mismo pasa con nuestra vida. El cambio de trabajo suscita modificaciones en nuestro ser. Y esas modificaciones crean disonancias cognitivas y estupefacción ante nuestro nuevo yo. Enrique ya no es el banquero que fue. Ahora es un señor jubilado. Un señor despojado de su ser.
En la conversación, Enrique mira a Diana y con voz grave y templada exclama: "¡Naciste perra y perra morirás!". No hay escapatoria. El ser de cualquier animal viene determinado por su nacimiento. Su vida está preprogramada. La "mona por mucho que se vista de seda, mona se queda". Nosotros, sin embargo, cambiamos nuestro ser. Y lo mutamos porque nuestra vida es "un para sí". Somos un animal que proyecta su vida. Y en ese proyecto, creamos nuestra identidad social. Una identidad que resulta de cientos de decisiones encadenadas. De tal modo que si miramos atrás, observamos que si no hubiésemos tomado tal decisión, no nos hubiera ocurrido aquello. Y si no nos hubiese ocurrido aquello, no habríamos decidido lo otro. Así, como si de un ovillo de lana se tratase, vamos tirando del hilo. Un hilo que simboliza la vida construida. No podemos escapar. Somos esclavos de nuestras decisiones. Por mucho consejo que recibamos, somos nosotros quienes decidimos. Y en ese cúmulo de decisiones desembocamos en nuestro ser. Mientras caminamos, Diana muestra miedo ante el maullido de los gatos.