Las últimas tendencias del arte han dejado atrás a la obra clásica. Ahora, el espectador ya no es aquel turista que se detenía delante de los lienzos en las salas de un museo. La contemplación ha dado paso a la mirada dispersa. Estamos ante un artista que recoge las tesis de Hegel. El espíritu de la obra muestra las luces y sombras de su tiempo. Existe, por tanto, una función crítica que va más allá del talento de los genios. El arte ya no despierta las vísceras del visitante sino su diálogo con la obra. Las instalaciones han sustituido a la pintura. Dentro del minimalismo, el espectador ya no es un ente parado sino alguien que transita, que se mueve, por la sala. Por una sala que recuerda a las fábricas abandonadas. Fábricas de techos altos, paredes blancas y hierros oxidados. En ese entorno, Manolo interacciona con lo expuesto. Y lo expuesto no es otra cosa que un realismo enmascarado de masilla inteligente.
El arte ha perdido el ritual de antaño. Y ese ritual, sin embargo, no se ha perdido en la literatura. Existe, por tanto, la pasividad del lector ante el objeto. Un objeto rectangular que se sujeta con las manos, se mantiene perpendicular a la vista y se contempla de izquierda a derecha. Así, una y otra página, hasta llegar a la última. El lector debe mantener la mirada en la historia. No se parece en nada al urbano que manifiesta cuando sale a la calle. Un urbano disperso, que anda por las avenidas ante los ojos de cientos de rótulos comerciales. Ese alienado, que diría Marx, vive atónito y alejado. Vive con un déficit de atención permanente, que le impide la concentración. En ese espacio, el contemporáneo quiere y no puede salir de su dispersión. Está ocupado con los rituales de su móvil. Consume cientos de titulares que cambian a cada instante. Lee comentarios en redes sociales y vive con decenas de preocupaciones añadidas. En esta tragedia, muere el arte clásico. Muere la adoración y la admiración por el artista.
Piero Manzoni, criticó a la modernidad. Con su obra "la mierda del artista", una mierda dentro de una lata, quiso reivindicar un arte político y alejado del impresionismo. Un arte que ponga contra las cuerdas a las miserias de la sociedad. Miserias como las que criticaron los revolucionarios del 68 con sus carteles y grafitis. Ese arte, maldita sea, es el que asoma la colita en algunos chiringuitos. Un arte hiriente e inapropiado. Un arte que retrata el dolor por la adversidad. Y un arte que saca a la palestra – en forma de performance e instalaciones – lo que ha sido la lucha feminista, el movimiento obrero y la formalización de los Derechos Humanos. Se pierde el genio. Se pierde la admiración por Van Gogh y todos sus coetáneos. Y se pierde el interés por la técnica en la era de la reproducibilidad. Ahora todo es reproducible. No existe la autenticidad de antaño. ¿Dónde está el aura de la obra? Cualquiera puede conseguir un facsímil del original. El arte ya no es un asunto de las élites, sino una herramienta del indignado para esculpir su enfado.