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Esclavos del avatar

A lo largo de mi vida como docente, he conocido cientos de adolescentes. A ellos les debo una actitud y unos valores necesarios para afrontar el sentido de la morada. Estamos ante una etapa evolutiva donde el ser ni es niño, ni es adulto. En esa transición, de potencia a acto, como diría Aristóteles, se producen cambios físicos y psicológicos difíciles de gestionar. Ahí es donde creamos, con nuestras decisiones, una identidad social. Esa identidad nos define ante los demás y nos muestra en el espacio. Hoy, los adolescentes viven en un mundo dual. Por un lado, la auténtica realidad o realidad presencial; el mundo de las relaciones cara a cara. Por otro, la realidad virtual. Una realidad donde nace y vive su avatar. Un avatar que sirve para establecer relaciones en una fantasmagoría digital. Allí, en ese mundo, el hijo de Jacinto confecciona su "yo ideal". Un yo, alejado de las circunstancias reales, que interactúa con otros avatares. Avatares, que como él, son fruto de ensoñaciones. Ahí, en esos "paraísos digitales", los adolescentes encuentran su lago de Narciso.

A ese lago, de aguas cristalinas, vuelven una otra vez en busca de su reflejo. Un reflejo que les otorga placer y reconocimiento social. Un reconocimiento efímero en forma de "likes" pero suficiente para la adicción. En ese avatar, muestran la mejor fotografía de sí mismos. Aquella que les saca su mejor perfil. Un perfil logrado tras varios intentos y, en ocasiones, retoques digitales. Ese avatar se convierte en una fuente de satisfacciones. Satisfacciones que se viven en solitario. Alejados del mundanal ruido. Alejados de los lugares donde reina el cara a cara. Así, en esa soledad, los adolescentes pierden habilidad social. Se convierten en tímidos en el trato con los demás. Y en esa timidez surgen, en algunas ocasiones, tendencias agorafóbicas. Les molesta las grandes avenidas, el ruido de las motos y el ladrido de los perros. Este mundo idílico, como diría Platón, se convierte en el perfecto. Un mundo de postureo, caras bonitas y acrobacias caseras. Es el sitio del recreo. Un recreo de emociones, sonrisas efímeras y reels. En esa realidad, la adolescencia construye identidades digitales que adolecen del error terrenal.

Esta dualidad vital, genera heridas de difícil curación. El hijo de Jacinto – por ejemplo – ensimismado en su avatar, se convierte en su propio esclavo. Piensa, busca y crea contenidos para él. Y en esa esclavitud, que busca una y otra vez el reconocimiento en forma de corazones y likes, se pierde la libertad ante la verdad. Se pasan los años y sus vidas giran en torno a la pantalla. En esa pantalla, de poquitas dimensiones, habita la posada del avatar. Una pantalla que se mima y quiere como algo de su ser. Sin ella se rompe la conexión entre la cruda realidad y la fantasmagoría digital. De ahí que resulta casi imposible destruir a ese ser, que se apodera de su sed. Esta dualidad suscita un daño interior. Las reacciones presenciales requieren pensamiento rápido, empatía, respeto y tolerancia. Requieren el calor del abrazo y la sensación del otro cuando te aprieta la mano. Requieren el olor a perfume o sudor que desprenden los humanos. Y esos requisitos, que no son demandados en el espacio digital, se olvidan cuando el prisionero vuelve al mundo de lo real.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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