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Revoluciones vitales

Thomas Kuhn habló de las Revoluciones Científicas. Según este pensador, la ciencia no avanza de forma gradual sino mediante saltos. Tanto es así que un paradigma posterior puede tirar, por la borda, los postulados de otro anterior. Sucedió con el paradigma copernicano. Tras mil años creyendo que la Tierra era geocéntrica y geoestática, Nicolás demostró que Aristóteles estaba equivocado. Así las cosas, la Tierra – de momento, salvo que llegue otro paradigma – es geodimámica y heliocéntrica. Esta teoría de los saltos también tiene sus ecos en la evolución humana. Para los lamarckistas, darwinistas y mendelistas la hominización fue un proceso gradual y sostenido en el tiempo. No llegamos a hablar de la noche a la mañana, sino que se necesitó un periodo adaptativo. Ahora bien, para los "puntualistas" – con Niles Eldredge y Stephen Jay Gould a la cabeza – la evolución no es gradual sino a saltos. Tras un periodo sin cambios evolutivos, suceden otros con cambios. Dicho de otro modo, es posible que el cuello de las jirafas no se alargara de forma gradual sino en momentos, o puntos de tiempo, determinado.

Este debate entre gradualistas y no gradualistas también lo podemos extrapolar a  nuestras vidas. Lo que somos no sería tanto un proceso sostenido sino el resultado de decisiones trascendentes. Decisiones tomadas en momentos cruciales de nuestra vida. Así las cosas, Manolo – por ejemplo – sería lo que es por cuatro o cinco decisiones o acontecimientos claves, que marcaron su sino. Esta reflexión – y así abriré una conferencia que preparo con esmero – reduce nuestras vidas a cuatro o cinco días. Esos días son cruciales para determinar nuestra identidad. Lejos de los postulados de la psicología evolutiva – de las etapas biológicas de cualquier humano – el cambio o, lo que somos, sería el cúmulo de acontecimientos dispersos en el tiempo. Acontecimientos como la finalización de una carrera universitaria, el trabajo que elegimos, la pareja y otras decisiones que configuran nuestra definición. Durante el tiempo que disfrutamos de esas circunstancias no hay cambio en nuestro ser. Trabajamos en lo que trabajamos y vivimos con quien vivimos hasta que un cambio de pareja o trabajo provoca una reorientación de nuestro ser.

Somos, por tanto, un cúmulo de seres. Al final de nuestra vida, cada persona ha conocido uno, o varios, de los seres que han transitado dentro de su trayecto. Y en ese trasiego de seres debemos encontrar mecanismos internos para lidiar con todos ellos. De ahí que en ocasiones, nos moleste hablar del pasado. Y nos molesta porque ese pasado estuvo protagonizado por un "otro" que ya no es pero que formó parte de nosotros. El "yo" no sería otra cosa que  una transposición de "otros". Y entre "otro" y "otro" es donde se producirían las revoluciones vitales que acontecen en nuestras vidas. La revolución que supuso de ser hijo a ser padre. La revolución de estudiante a trabajador. La revolución, y disculpen por la redundancia, de trabajador a jubilado. La de sano a enfermo y viceversa. La de joven a viejo. Y tantas que al final la vida es un cúmulo de saltos. Somos saltadores de roles. De roles que transforman nuestro ser. Y de roles que guardan relación con nuestro confort vital. Así las cosas, la vida no es una colección de años, que lo es, sino un catálogo de paradigmas como resultado de varias revoluciones vitales.

La metáfora del tren

Desde el vagón, veo como los prados y las nubes aparecen y desaparecen en la fugacidad del instante. El reciclaje del paisaje confunde a mis sentidos. En la quietud del asiento, hay un movimiento que desplaza los cuerpos hacia otros destinos. La velocidad se convierte en lentitud ante la ausencia de otras figuras en movimiento. A 250 kilómetros por hora, los árboles vuelan ante la mirada de la ventanilla. En esa paradoja entre ser y devenir, cierro los ojos y sueño con el destino. Sueño con la llegada a Madrid y el acontecimiento que me espera. En esa soledad, oigo el viento y siento el chasquido de los carriles. Hace calor en el vagón. En el mismo que comparto con una decena de desconocidos. Personas de carne y hueso como yo. Bípedos y mamíferos que saben que viven y que algún día morirán. Gente con sudaderas y zapatillas deportivas. Gente con trajes de sastre, gafas de pasta y zapatos de charol. Observo caras relajadas en contraste con ojos desconfiados y caras de cartón.

En la primera parada, unos suben y otros bajan. También los hay que ni suben ni bajan. Y también, maldita sea, habrá quien por circunstancias adversas haya perdido la oportunidad de subir. Y en esa pérdida, habrá perdido su destino. Cogerá, o no, otro tren pero, lo que nunca cogerá, será este tren. Este tren seguirá su rumbo sin él. Quizá para bien o tal vez para mal. Él o ella nunca lo sabrán. Y en ese dejar atrás, muere el sueño por el despertar. Muere la angustia por la espera. Y muere la esperanza de lo que vendrá tras la llegada. Cerradas las puertas, el tren sigue su trayecto. Nueva gente, nuevas vidas, se entremezclan en espacios rectangulares repletos de emociones universales. Y en esos rectángulos, que llamamos vagones, se cruzan miradas de animales que hablan, ríen y lloran. En el sueño, oigo el silencio de mi adolescencia. Oigo ese otro que viajaba con lo puesto en trenes de cercanías. Oigo las carcajadas de aquellas noches de desenfreno y osadía. Y sueño, sueño con que ninguna piedra se cruce en el camino.

En el vagón, hay decenas de ladrones de tiempo. Algunos le llaman móviles. Móviles más caros y más baratos. Móviles con carcasas de corazones. Móviles que encierran recuerdos, vivencias y agendas pendientes. Y en ese ritual, los pasajeros atienden cabizbajos a sus mundos digitales. La velocidad envuelve de metafísica la dualidad de nuestras vidas. Y en esa dualidad, asisto a un cúmulo de esclavos de su avatar. En mi móvil, veo las fotos de la pandemia. La mascarilla tapa la dentadura. Tapa la risa, los labios apretados y la silueta de la barbilla. Han pasado los años y la fotografía testifica el cambio de la materia. Y pasan los kilómetros, los árboles y los horizontes. Pasa el tiempo y estamos en el ecuador de nuestro viaje. Llegarán nuevas estaciones. Subirán y bajaran nuevos viajeros. Y surgirán otras experiencias como consecuencia de las nuevas circunstancias. Y así pasan los años. Pasan como los trenes. Trenes repletos de gente. De gente guapa y gente fea. De gente sin adjetivos.

Nueva etapa

Allá por enero del 2011, comencé la caminata por los pergaminos de este blog. Hoy, catorce años después, la mayoría de los blogs han desaparecido. Las redes sociales, podcast y reels han sustituido a las bitácoras. Aún así, luchando contra la marea, he seguido alzando la voz en medio del desierto. En muchas ocasiones, se me ha pasado por la cabeza tirar la toalla. Tanto es así que he realizado ayunos intelectuales. Al final, siempre he vuelto a la manzana. Y lo he hecho porque es la única forma de descongestionar mi mente. De dejar escrito mis pensamientos y abrir espacio para otros nuevos. Este proyecto personal, la verdad sea dicha, ha tenido muchos detractores. Nadie dijo que era fácil. Una página en Internet es como un trozo de corcho en la aguas de un océano. Se necesita mucha inversión en publicidad para que se constituya una base mínima de comunidad lectora, que genere visibilidad y efecto "bola de nieve". Sin publicidad y sin subvenciones. Sin ningún padrino que te recomiende y/o mencione, el oficio de bloguero se convierte en una tarea ardua y peligrosa para los ojos del periodismo.

Durante los últimos años, he estado muy activo en las redes sociales. Pero, la verdad sea dicha, las redes no satisfacen la función social que pretendo conseguir con mis escritos. Inundadas de toxicidad, insultos y faltas de respeto; no tiene sentido seguir ni un minuto más en esa charca de aguas malolientes. De ahí que, después de mucha reflexión, he decidido desarrollar toda mi actividad en los intramuros de este blog. En la soledad de mi Rincón, opinaré sobre la actualidad. Y lo haré, como lo he hecho hasta ahora, sin ninguna grapa entre los labios. Ahora, estimados lectores y lectoras, sois vosotros quienes debéis, como demócratas, comentar los artículos. De tal modo que cada vez seamos más quienes apostemos por un periodismo independiente. Un periodismo alejado de la ideologización mediática que nos acontece. En esta nueva etapa, publicaré con más frecuencia. Analizaré la actualidad desde mi formación humanística. Y leeré atentamente vuestros comentarios. Comentarios necesarios para desarrollar una crítica constructiva.

Basta ya de ser oveja de rebaño. Si lo quisiera ser, este humilde bloguero escribiría una cómoda columna en algún periódico de renombre. Pero, esa condición no comulga con el intelectual que llevo dentro. El intelectual debe minimizar los sesgos de la determinación. Auque, como diría Roland Barthes, "el autor ha muerto". Aunque todo los que escribimos sean refritos de refritos, lo cierto y verdad es que se necesitan voces valientes. Voces que no se presten a la mercantilización de su mensaje. El  pensador de pedigrí piensa sin ánimo de lucro. Y digo "sin ánimo de lucro" porque existen viajeros que prefieren viajar solos que mal acompañados. Ese intelectual, solitario y comprometido, requiere a sus lectores. Se necesita que los lectores también hablen y tomen la iniciativa. Los comentarios son necesarios para que este humilde blog se convierta en un refugio para la crítica. Sin comentarios, sin una diversidad contrastable, la democracia deriva en elitismo. Un elitismo que controla los discursos, programa los guiones y entretiene a una España que sabe leer. Por ello, la opinión pública debe abrir sus tentáculos. Debe hablar más allá de la barra del bar. Y esta, queridísimos amigos, es una gran oportunidad.

Nuevos ricos

En vísperas de Navidad, solía ir al Capri. Allí, en la barra, emborrachaba mis penas con sorbos de tequila. Solo en el garito, leía los horóscopos mientras oía la última de Loquillo. Con dieciocho años recién cumplidos, me quedaba mucha vida en los bolsillos. Desde el taburete soñaba con el día de mañana. Fracasado en los estudios, y con la autoestima por los suelos, el vacío formaba parte del ahora. Tras el sorteo, y sin una peseta de alegría, rompí las papeletas. Rompí como se rompen las relaciones tras el periplo del desgaste. Rompí los sueños que se apoderaron de mí durante el último trimestre. Adiós al viaje al Caribe, al Mercedes último modelo. Y adiós a esa casita con césped y piscina. En ese momento, de desolación, aprendí que más vale pájaro en mano que cientos volando. Desde la barra, veía a lo lejos el camión de la basura. Oxidado, y polvoriento, circulaba paralelo al BMW de Jacinto.

En la soledad de la barra, reflexioné sobre el dinero. Lo hice con lo poco que aprendí sobre un señor llamado Rousseau. Decía este hombre que la propiedad privada trajo consigo la desigualdad en el mundo. El día que Manolo dijo "este solar es mío", se puso de manifiesto la fragilidad de nuestra especie. Ahí, en esa maldita frase, comenzó la nueva esclavitud. Surgió la comparación entre iguales. Iguales en cuanto animales pero diferentes en lo material. Iguales, claro que sí, porque tanto Manolo como Eugenio sienten miedo, sorpresa, tristeza, asco y alegría. Diferentes porque él es rico y el otro no. Aún así, él también tiene problemas y quizá también llore, como lloran los pobres cuando quieren y no pueden comer. De tal modo que ninguno de los dos sea feliz. ¿Qué es la felicidad?, me pregunto mientras junto letras en este humilde blog. La felicidad, decían los clásicos, reside en la tranquilidad. Una tranquilidad basada en la calma interior. Calma como las aguas de un lago que rompen su quietud con los saltos de las ranas.

A lo largo de aquellos años, conocí mucha gente a deshora. Los ojos de Gabriela han perdido el brillo, que lucía cuando era adolescente. Era la más popular del instituto. Tanto que en muchos cuadernos lucía su nombre en medio de corazones. Hoy estás arriba y mañana abajo. Hoy abajo y mañana arriba. El concepto de noria sirve para la vida. Enferma de cáncer, y rica hasta las trancas, daría lo que fuera por estar sana. Y es que, queridísimos amigos, la riqueza es un término subjetivo. Usted puede comprar muchas cosas con dinero pero la salud y el conocimiento no se venden en la tienda de la esquina. De ahí que todo está bien pero en su justa medida. De ahí el término medio que decía Aristóteles. Ni un extremo ni el otro sino la moderación. En la moderación sanamos la angustia que produce el exceso y el defecto. Una moderación que requiere la renuncia a la avaricia y la lucha por no caer en la pobreza. En la pantalla tonta, cientos personas brindan con cava porque les ha tocado la lotería.

Querer y no poder

Después de la Ilustración, llegó el siglo de los corazones. La voluntad de vivir y poder, que dirían Schopenhauer y Nietzsche, sustituyeron a la razón como vehículo de progreso moral. Cada momento histórico se relaciona con un problema filosófico. Así, por ejemplo, la Edad Media tuvo como telón de fondo la disyuntiva entre razón y fe. La Modernidad estuvo marcada por el problema del conocimiento. Hoy, el dilema filosófico no es otro que la contradicción o la diversidad. Digo contradicción porque existen valores antagónicos que, de alguna manera, ponen en crisis al ser humano. Por un lado, el sistema educativo inculca la cooperación y la fraternidad. La solidaridad entre semejantes, la educación por proyectos y la inclusión – entre otros – se convierten en el buque insignia del modelo de enseñanza actual. Ahora bien, esta conciencia cívica colisiona con las proclamas del sistema capitalista. Frente al aprendizaje colaborativo, tenemos un modelo de sociedad darwinista. Un modelo basado en el mérito y el esfuerzo individual como motor de ascenso social. Un ascenso que busca el "ser más". Y en ese "ser más" muere la cultura de lo cívico.

Hemos pasado, maldita sea, de la conciencia de clase, que decía Marx, a la "conciencia empresarial". Estamos ante una sociedad donde cada ser humano se convierte en una empresa para sí mismo. La forma de vida actual reproduce la cultura empresarial. Estamos, por tanto, ante un mercado occidental que visibiliza el éxito y minusvalora el fracaso. Y ese éxito se mide en términos de "likes", visualizaciones de "reels", marca de coche y ubicación de la casa o chalet. Este modelo de metafísica capitalista deja poco margen a la ataraxia o imperturbabilidad de espíritu. La vida calmada, retirada del mundanal ruido y desconectada de las redes sociales no cumple con el canon de felicidad actual. Así las cosas, Manolo – por ejemplo – lee “libros de autoayuda”, hace pesas en el gimnasio, dedica tiempo a su avatar y riega, a diario, su marca personal. Manolo es una de las millones de empresas que cada día caminan por la selva de lo urbano. Y como empresa busca, a través de la razón instrumental, obtener ganancias y cuota de mercado en un juego de suma cero. Para ello, lucha por diferenciar su producto. Y lucha por ser alguien relevante y bien posicionado en el ranking social.

Esta "vida empresarial" exige "autoexigencia". Y en esa "autoexigencia" es cuando se pone en riesgo la salud mental. La inquietud y la esclavitud por el "yo más" contribuyen al insomnio, el aumento de los niveles de cortisol y la inflamación. Ahí es donde reside la enfermedad occidental. Una enfermedad cuyo síntoma no es otro que el "querer y no poder". Las Redes Sociales muestran, en un sólo espacio, una diversidad de biografías. Una diversidad de vidas exitosas, rostros simétricos y dientes blancos. Esa identidad, que invade los tentáculos de la mediocridad, ejerce un poder estético en todos los ámbitos de lo cotidiano. Este poder se manifiesta en las redes y en los medios de comunicación. La angustia ante la fealdad impide que el ser humano – Manolo a Gabriela – recuperen el sentido por su vida. La auténtica verdad no es otra que pobres y ricos cabalgan hacia la lo feo. Por mucho retoque estético, la materia es la auténtica demostración del tiempo. Una materia que, sujeta a las leyes de la naturaleza, envejece y muere. Así las cosas, la cultura de la competición desemboca en vacío. La lucha por el tener esconde, bajo la alfombra de la vida, las cenizas de millones de colillas. De colillas manchadas de carmín.

«X», Rousseau y el contrato digital

Decía Kant que la razón sería el instrumento que nos conduciría hasta la paz. Immanuel hablaba de la "paz perpetua" o de un estadio histórico sin conflictividad. Hoy, doscientos años después, nos damos cuenta que estaba equivocado. El Estado de Derecho ha sido condición necesaria pero insuficiente para acariciar los pronósticos de Kant. A pesar del contrato social de Rousseau, siembre habrán gallinas negras en el corral. Esa conflictividad residual, que existe en cualquier sociedad, ha encontrado su institucionalidad en las redes sociales. En "X", por ejemplo, existe – según explican algunos todólogos – mucha toxicidad. Tanta que, la semana pasada, hubo un éxodo de cuentas consolidadas. Cuentas como La Vanguardia o The Guardian, entre otras, han decidido no seguir en la plataforma de Elon Musk. Según sus explicaciones, "X" es diferente. Existe, como les digo, mucho odio. Tanto que la tensión supera, en muchas ocasiones, a la calma.

Tras esta huida, he recibido varios correos electrónicos de lectores y lectoras. Todos, os habéis interesado sobre mi intención. Y a todos y todas os he contestado que, de momento, sigo en "X". Y sigo a pesar de la poca relevancia que tiene mi cuenta. Poca relevancia porque hablo con respeto, neutralidad y tolerancia acerca de la ideología y creencias del otro. Así las cosas, el algoritmo se muestra escéptico conmigo. Mis tuits casi no tienen repercusión porque el "mecanicismo de X" no mueve sus turbinas a su paso por mi cuenta. Esta situación, nos muestra una situación que necesita, a gritos, un contrato digital. Hace fata que, dentro de "X", exista una regulación. Esta regulación tiene, como todo en la vida, sus detractores. Entre sus argumentos esgrimen el "recorte de libertades" que supondría una censura o filtro en cada tuit. Aún así, sería necesario – repito – una organización como si de un Estado digital se tratase. Se debería ejercer una "democracia digital". Una democracia, como les digo, donde los usuarios – de forma libre y secreta – votasen por las propuestas de sus posibles representantes.

Una vez elegidos, los representantes de "X" elaborarían un código de buenas prácticas. Ese código basado en una ética constructiva pondría en valor la calificación del objeto por encima de la descalificación del sujeto. Prohibiría a aquellas cuentas que tuvieran – en el último mes – un número mínimo  palabras malsonantes. La censura podría consistir – entre otras medias – en suspensión de cuentas durante un tiempo determinado. El "gobierno de X" investigaría- durante la duración de su mandato – la presencia de trolls, suplantaciones de identidad y otras prácticas similares. El mismo equipo de Gobierno, de ese "Estado digital" llamado "X", devolvería los criterios de verificación de Twitter. Volveríamos ante una verificación azul basada en la relevancia de la cuenta. Con estas medidas, y otras, dignificaríamos la calidad de la red social del "pajarito". Pasaríamos de una red social "tóxica" a otra sana. Una red sana basada en aquel diálogo, que defendía Habermas. Un diálogo donde la máxima moral saldría de un consenso ético entre todos los integrantes. Las redes sociales juegan un papel importante en la sociedad de nuestro tiempo. Lo mismo que jugó aquel "buen salvaje" de Rousseau que firmó el contrato social para evitar la maldad.

Fuerza, ayuda y reconstrucción

Sinceramente, y lo decía esta mañana en "X", las imágenes impactantes de la DANA hieren sensibilidades y ensalzan un modelo de periodismo, que se aleja de su principal objetivo. La supremacía de la información, en detrimento de la emoción, debería ser lo correcto. Lo correcto para que las vísceras no nos arrastren hacia la locura y mantengamos la cordura. Una cordura necesaria para evitar el odio. Odio, y demasiado, es el que asistimos en las redes sociales. La turbia gestión de la crisis saca los colores al Estado de las Autonomías. Una vez, y ya van dos desde la Covid-19, los representantes se pasan "la patata caliente" bajo el escudo de nuestra complejidad territorial. Unos por otros – tanto monta, monta tanto – la eficiencia ha brillado por su ausencia. Estamos, en estos momentos, inmersos en una niebla de sospecha. Una niebla, que no tendría graves consecuencias, sino fuera por más de un centenar de fallecidos y casi dos millares de desaparecidos. De ahí que los pueblos afectados expulsen su frustración con violencia contra los supuestos responsables.

Las imágenes de los reyes, Sánchez y Mazón insultados, por las calles de Paiporta, ponen en evidencia la mala salud, que gozan nuestras instituciones. Lo más sensato, por parte de sendos dirigentes – me refiero a Carlos y Pedro – hubiese sido la apelación a la corresponsabilidad. "Señores, señoras, lo hemos hecho mal. Asumimos nuestra parte de culpabilidad y, si es necesario, dimitimos". Esta comunicación política – enmarcada en la asertividad – hubiese apaciguado el dolor de miles de familias rotas. Familias deshechas de dolor, y en estado de shock emocional, por lo ocurrido. Este dolor, e impotencia, busca explicaciones. Y en esa búsqueda es donde entran en juego los costes y oportunidades políticos. Es donde aparecen los que acusan al cambio climático y los negacioncitas. Los que arrojan su dinamita contra el mercado y los que culpan al Estado. Los que apelan a la responsabilidad individual y los que aluden a la colectiva. La cuestión es que 400 l/m2 son devastadores. No sé – porque no soy meteorólogo – si son predecibles con previsión. Pero lo que está claro es que la magnitud de esta catástrofe, casi no cuenta con precedentes.

Ahora, el daño está causado. Ya sea por un fallo en la coordinación entre Gobierno central y periférico. Ya sea por un supuesto fallo de los expertos. O ya sea por la fatalidad de una nube de causas. En este instante, lo que se debe abordar – con urgencia – es que todo vuelva a la "normalidad". A una normalidad que nunca será como la de ayer. Y no lo será porque el dolor necesita su duelo. Y porque hay cicatrices que tardan décadas en cerrarse. Y otras que nunca terminan de curarse. Por ello, toca resarcir los daños materiales. Y para ello se necesita la supremacía del interés general en detrimento del particular. Se debe activar la coordinación inter territorial y tomar conciencia de país. El Estado de las Autonomías necesita un Reglamento, que permita su excepción en casos de catástrofes. En casos de terremotos, maremotos, pandemias y precipitaciones es cuando se debe poner en práctica el unionismo territorial. Ahora, en medio de la tragedia, no es el momento de fotos ni séquitos políticos paseando por las calles. Por calles repletas de barros y huellas de dolor. Calles inundadas de indignación, que lo único que claman no es otra cosa que fuerza, ayuda y reconstrucción.

La sombra del maniquí

Todos los sábados, después de cenar, solía ir al Capri. Allí, me tomaba una tónica y leía el periódico del día. Sin mucha cultura en la mochila, el horóscopo se convertía en la primera lectura. A esa hora, siempre estábamos los mismos. Paco, el hijo del chatarrero, hablaba con voz grave. De cejas pobladas y aspecto descuidado, nos contaba sus experiencias como recluta en los Regulares de Melilla. Destinado en las islas Chafarinas. Allí pasó buena parte de su vida. Y allí, aprendió el valor de la compañía en momentos de adversidad. Manolo, que en paz descanse, trabajaba en una funeraria. Su discurso era un testimonio vivo sobre ataúdes y cadáveres. Tras los entierros, acudía al Capri. Se solía pedir un café con un buen chorro de coñac. "Al mal tiempo, buena cara", nos decía. Era un estoico ante la vida. Rogelio, por su parte, era un gran amigo suyo. Se conocieron en la barra del garito. Los dos eran aficionados la pesca. Todos los domingos, salvo que hubiese entierro, acudían al puerto de Torrevieja.

Hoy, delante del televisor, me vienen a la mente esos recuerdos en El Capri. Y me vienen mientras veo la foto del aparador. Allí estamos Peter y yo. Los dos sentados en los taburetes de la barra. Mirando a la cámara y brindando con dos jarras de cerveza. Eran otros tiempos. Tiempos del destape. De canciones de Hombres G y tertulias a la fresca. Han pasado más de treinta años y, la verdad sea dicha, no reconozco a ese otro que cerraba bares los sábados a deshora. En la caja tonta, llueven los titulares sobre Errejón. Titulares que dejan a la altura del betún la "ejemplaridad" en la política. En la vida, siempre he cultivado ser ejemplar. Para ello, he cuidado mis acciones y, sobre todo, el dibujo de mi identidad social. Tanto que siempre he intentado ser coherente entre mis dichos y hechos. "El valor de un hombre – me dijo un día Jacinto – se mide por la palabra". Y esa palabra hoy, queridísimos amigos, se desquebraja como si fuera un techo de cañas en un día de tormenta. Antes, la gente cerraba tratos de compra-venta mediante un apretón de manos. La palabra de "Manolo" bastaba. No hacia falta ningún contrato, ni nada por el estilo.

La palabra no tiene el valor de antaño. La gente cambia de juicio como de camiseta. Tanto que la palabra ha perdido su función. Y tanto que si nos asomamos por las hemerotecas, observamos que muchos políticos han cambiado su discurso ante nuevas circunstancias. Así las cosas, todo es impredecible. El día menos pensado, habrá muerto la sorpresa. Habrá fallecido nuestra capacidad de asombro. Y lo habrá hecho porque todos, y no se libra nadie, tenemos un lado oscuro. Todos escondemos "cadáveres en el armario". O dicho de otro modo, todos tenemos un pasado que, antes o después, sale a la palestra. De ahí que en política es imprescindible llevar una vida ejemplar. No dejar manchas en el camino y, lo más importante de todo, no dejar que tu parte emocional domine a la racional. Decía Platón que una persona justa es aquella en la que su alma racional domina al alma pasional y apetitiva. Si se rompe esa armonía, la vida nos llevará a la locura. Nos convertiremos en súbditos de nuestros vicios. Y los vicios acabaran manchando ese maniquí, que somos en el pedestal de un escaparate.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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