Desde el vagón, veo como los prados y las nubes aparecen y desaparecen en la fugacidad del instante. El reciclaje del paisaje confunde a mis sentidos. En la quietud del asiento, hay un movimiento que desplaza los cuerpos hacia otros destinos. La velocidad se convierte en lentitud ante la ausencia de otras figuras en movimiento. A 250 kilómetros por hora, los árboles vuelan ante la mirada de la ventanilla. En esa paradoja entre ser y devenir, cierro los ojos y sueño con el destino. Sueño con la llegada a Madrid y el acontecimiento que me espera. En esa soledad, oigo el viento y siento el chasquido de los carriles. Hace calor en el vagón. En el mismo que comparto con una decena de desconocidos. Personas de carne y hueso como yo. Bípedos y mamíferos que saben que viven y que algún día morirán. Gente con sudaderas y zapatillas deportivas. Gente con trajes de sastre, gafas de pasta y zapatos de charol. Observo caras relajadas en contraste con ojos desconfiados y caras de cartón.
En la primera parada, unos suben y otros bajan. También los hay que ni suben ni bajan. Y también, maldita sea, habrá quien por circunstancias adversas haya perdido la oportunidad de subir. Y en esa pérdida, habrá perdido su destino. Cogerá, o no, otro tren pero, lo que nunca cogerá, será este tren. Este tren seguirá su rumbo sin él. Quizá para bien o tal vez para mal. Él o ella nunca lo sabrán. Y en ese dejar atrás, muere el sueño por el despertar. Muere la angustia por la espera. Y muere la esperanza de lo que vendrá tras la llegada. Cerradas las puertas, el tren sigue su trayecto. Nueva gente, nuevas vidas, se entremezclan en espacios rectangulares repletos de emociones universales. Y en esos rectángulos, que llamamos vagones, se cruzan miradas de animales que hablan, ríen y lloran. En el sueño, oigo el silencio de mi adolescencia. Oigo ese otro que viajaba con lo puesto en trenes de cercanías. Oigo las carcajadas de aquellas noches de desenfreno y osadía. Y sueño, sueño con que ninguna piedra se cruce en el camino.
En el vagón, hay decenas de ladrones de tiempo. Algunos le llaman móviles. Móviles más caros y más baratos. Móviles con carcasas de corazones. Móviles que encierran recuerdos, vivencias y agendas pendientes. Y en ese ritual, los pasajeros atienden cabizbajos a sus mundos digitales. La velocidad envuelve de metafísica la dualidad de nuestras vidas. Y en esa dualidad, asisto a un cúmulo de esclavos de su avatar. En mi móvil, veo las fotos de la pandemia. La mascarilla tapa la dentadura. Tapa la risa, los labios apretados y la silueta de la barbilla. Han pasado los años y la fotografía testifica el cambio de la materia. Y pasan los kilómetros, los árboles y los horizontes. Pasa el tiempo y estamos en el ecuador de nuestro viaje. Llegarán nuevas estaciones. Subirán y bajaran nuevos viajeros. Y surgirán otras experiencias como consecuencia de las nuevas circunstancias. Y así pasan los años. Pasan como los trenes. Trenes repletos de gente. De gente guapa y gente fea. De gente sin adjetivos.
Antonio Santos
/ 29 diciembre, 2024Hasta que un día, o noche, de pronto sin saberlo previamente, o no, este viaje concluya. Que no es llegar a una estación.
La condición de viajero es en la medida de que el viaje esté en curso. Si hay estación o destino, será a fuerza de ser provisional.