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Pan y circo

Después de dos horas, perdido por las calles del vertedero, leí la Sátira X de Juvenal, poeta latino del 100 A.c. Decía este ilustre de la Antigua Roma que "su pueblo ha perdido el interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo". Así las cosas, los emperadores Julio César y Aureliano regalaban a sus ciudadanos trigo y panes; acompañados de espectáculos circenses. Con ello se conseguía acallar las bocas y socavar el espíritu crítico de la sociedad. Durante el franquismo, los intelectuales exiliados ya denunciaban aquello de "pan y toros". Este populismo, que caracteriza a las autocracias y que infecta a las democracias, se convierte en "mano de santo" para alargar la vida de los cetros. Tanto es así que muchos ciudadanos, desengañados con la política, dicen aquello de "dame pan y dime tonto".

Los críticos, aquellos que han ido contra la espiral del silencio, han sido perseguidos a lo largo de la historia. Perseguidos por la Inquisición y quemados en la hoguera. Perseguidos y desterrados a lugares alejados. Y perseguidos y encerrados en cárceles inhumanas. Esta praxis milenaria del "muérdete la lengua" o "no arrojes piedras contra tu propio tejado" ha construido una moral de súbditos que irrumpe en nuestras vidas. Así las cosas, asignaturas como la filosofía, y el conjunto de las humanidades, se convierten en un obstáculo para las élites. Se lleva mal, muy mal, que los adolescentes aprendan a cuestionar. A cuestionar las fuentes de la información, los argumentos de autoridad y el tejido institucional. A cuestionar, y disculpen por la redundancia, la palabra de los políticos. Las humanidades enseñan a mirar. A mirar el paisaje desde la individualidad. A mirar desde arriba y a contemplar la lógica que mueve los hilos del sistema. Y esa mirada de pájaro molesta a quienes ocultan la calvicie entre el oro de sus coronas.

La Lomloe ha eliminado – salvo que las Comunidades Autónomas decidan lo contrario – a la filosofía como asignatura, optativa y de oferta obligatoria, en la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Esta desaparición converge con los avances del la telebasura. Estamos ante un modelo mediático que basa la mayoría de su programación en programas de entretenimiento. Programas cuyo único fin no es otro que amansar a las fieras. Es conveniente que los leones se conviertan en gatos miedosos y que su domador se sienta superior. Estamos ante una generación de jóvenes sobradamente preparados. Jóvenes, y no tan jóvenes, con estudios universitarios. Disponemos de una sociedad culta que contrasta con los millones de analfabetos que marcaron la España del franquismo. Esta paradoja, que existe entre sociedad culta y déficit de una masa crítica, se explica por "el pan y espectáculos de circo" que decíamos atrás. Pan, en forma de políticas clientelares que otorgan tranquilidad a una clase media que más que vivir, sobrevive. Y circo, en forma de programas de cocina, periodismo amarillo y series de televisión. ¡Ave, César!

De vísceras y periodismo

Cada semana, recibo decenas de correos de lectores. La mayoría son muestras de agradecimiento por el blog. También, recibo sugerencias y críticas sobre diversos temas. El otro día, sin ir más lejos, recibí un correo de Alejandro, un profesor de periodismo de una universidad de renombre. Me pedía que reflexionara sobre la guerra desde el punto de vista mediático. Le dije que era un tema delicado y necesario. Delicado porque supone desvelar lo que se esconde detrás la industria de la cultura. Necesario porque existe mucho analfabetismo mediático en pleno siglo XXI. Hace años, comprendí que la prensa y los buitres tienen cosas en común. Estamos ante un oficio que se alimenta, en muchas ocasiones, del sufrimiento y la miseria moral para sobrevivir. Manolo, periodista afincado en Madrid, me contaba que dentro del periodismo, los sucesos y "el corazón" están muy bien cotizados. Hay una demanda, desde tiempos olvidados, de historias trágicas. La desgracia ajena vende. Tanto que proliferan las series sobre psicópatas, asesinos en serie y demás.

Desde que comenzó la pandemia, en España, allá por marzo del 2020, asistimos a una invasión de periodismo amarillo. Desde el confinamiento, las imágenes de hospitales, ataúdes y pronósticos negativos se han convertido – ola tras ola – en el chapoteo de cada día. Las imágenes de las jeringuillas y los hombros desnudos han dado la vuelta al mundo. Tanto que la gente se ha hecho selfies mientras recibía sus vacunas. Estamos ante la realidad de lo insólito. Una realidad que refleja una sociedad apagada y moribunda en los callejones del pesimismo. La industria de la cultura se orienta, y mueve su negocio, por el veredicto de las audiencias. Audiencias que, en días como hoy, ponen de manifiesto sus gustos por lo tétrico y por todo aquello que huela a carne trémula. De tal manera que tenemos la programación que demandamos y, por tanto, la que merecemos. Una programación que enfoca sus objetivos hacia las vísceras de un espectador sadomasoquista. Covid-19, imágenes de miles de afganos huyendo del régimen talibán, las cenizas del volcán de la Palma y ahora, por si fuera poco, la invasión de Ucrania. Son, como les digo, tragedias, una tras otra, que se convierte – por su tratamiento mediático – en realty shows que van más allá del mero relato informativo.

Este periodismo, a demanda por las audiencias, tira por la borda las doctrinas que defienden el optimismo social. El ser humano es el único animal que sabe que algún día morirá. Y lo sabe a pesar de que lea decenas de libros de autoayuda. Y a pesar de que sufra en silencio el síndrome de Peter Pan. Ante esa angustia que supone la verdad, la vida se presenta como algo con un triste final. Y en ese triste final, el ser humano encuentra consolación en la imagen. Imágenes de guerra, pandemias y demás catástrofes naturales sitúan al espectador como un superviviente de la tragedia. Desde el sofá, el espectador se convierte en un afortunado ante el horror. Se siente agradecido por su ubicación geográfica, social y política. Aunque oye y ve el sufrimiento ajeno, ese sufrimiento no trastoca su ámbito de confort. Y en esa muralla, que supone la distancia entre la imagen y su realidad, es donde se fragua esa relación sadomasoquista con el medio. Cuando la noticia traspasa los umbrales de la imagen y el lobo acecha, con sus ojos, la comodidad de nuestras vidas. Es en ese momento, cuando decidimos cambiar de canal y consumir otra ficción.

Ancianos de guerra

Hace dos años, la pandemia nos robaba el calor de los otros. La Covid-19 vaciaba las calles de nuestros pueblos y nos secuestraba en los balcones. Eran momentos de miedo ante lo desconocido, de penurias económicas e incertidumbre ante al ausencia de vacunas. Tiempos, le decía a Peter, de sospecha ante el origen del enemigo. Un enemigo que no supimos, a ciencia cierta, si nos lo trajeron los murciélagos, los pangolines o fue elaborado en el seno de algún laboratorio clandestino. Aquel "enemigo invisible" sacudió sin piedad a los más débiles del salón. Sacudió a una buena parte de nuestra historia viva. A quienes fueron testigos de una guerra civil. De una guerra que sembró el odio entre "rojos" y "azules". Un odio que todavía sigue vivo en la España del ahora. Recuerdo que Antonio – fallecido por Covid hace un año – lloraba cuando hablaba de sus padres. Fueron asesinados y abandonados en una cuneta. Hoy, sus huesos andan revueltos en fosas comunes de un cementerio de Alicante.

Durante el confinamiento, escribí Tiempos de guerra y tras la guerra, dos artículos donde equiparaba la pandemia con la mirada trágica de una contienda. La equiparaba por los paralelismos que existían entre los toques de queda, el confinamiento y las baldas vacías en los supermercados de la esquina. Y la equiparaba por la cantidad de muertos que arrojaban los informativos del día. Eran tiempos de morgues, de crematorios y de médicos. De batas blancas y verdes, de tecnicismos sanitarios y de impotencia ante el enemigo. De un enemigo que asesinaba sin el ruido de las bombas, sin las vibraciones de los tanques y sin el olor a metralla que desprenden las armas del presente. Aquel virus – que todavía vive entre nosotros – puso en valor el presente. Nos recordó que la vida son instantes. Nos avisó que no merece la pena enfadarse por cosas banales. Y que lo más importante es ser agradecido. Agradecido por el oxígeno que respiramos y la hora de vida que ganamos. Ante tanta adversidad, no nos quedó otra que resistir. Y el Resistiré del Dúo Dinámico insufló fuerza a una sociedad recluida en el seno de sus balcones.

En aquel año de pandemia, miles de ancianos murieron en la soledad de sus camas. Sin un abrazo, sin un adiós, sin una frase de despedida. Murieron por la carencia de oxígeno que les arrebató el bicho. Un bicho que nos avisó de la fragilidad de nuestra especie. Hoy, la invasión de Ucrania vuelve a poner a los ancianos en la boca del precipicio. Mientras las mujeres y sus hijos abandonan el país, los mayores sufren – en silencio – el ruido de las bombas. Y lo sufren confinados en sus casas, solos y enfermos; sin comida ni medicamentos. Son los sufridores de la vida. Gente, como les digo, que ha llorado la pérdida de varios seres queridos; que ha luchado contra enfermedades persistentes. Gente, y disculpen por la redundancia, que ha pasado calamidades económicas. Hoy, nadie habla de ellos. Ni siquiera la televisión, que tanto comenta la guerra, los menciona. Y no los menciona, maldita sea, por la culpa de Darwin. Por la culpa de aquel señor que habló de selección natural y justificó, por razón de ley, la muerte de los débiles.

Dilemas bélicos

El otro día, escribía el siguiente tuit: "Si vamos por la calle y vemos dos críos partiéndose la cara, qué hacemos: intentar separarlos o mirar para otro lado". Los críos, y valga la metáfora, son Rusia y Ucrania. Nosotros, la OTAN. Si los intentamos separar – que sería lo más razonable – corremos el riesgo de morir en el intento. Si miramos para otro lado, vulneramos la ética kantiana, o dicho de otro modo, el imperativo categórico de "no hagas aquello que no te gustaría que te hicieran". Así las cosas, cualquier decisión conlleva el coste de oportunidad. Aunque el ejemplo sirva de modelo explicativo, la realidad supera la ficción. Y la supera, queridísimos amigos, porque hablamos de un niño grande y fuerte – Rusia – contra otro pequeño y débil – Ucrania -. El niño grande, más allá de sus puños, cuenta con recursos suficientes para atemorizar y vencer al otro. El pequeño, por su parte, está solo en el patio de colegio. Estamos ante un juego de suma cero. Un juego desigual donde el pez grande se come al chico.

Más allá de la metáfora, la OTAN se halla en la encrucijada. Por un lado, su intervención supondría un paracaídas de salvación para el pueblo ucraniano. Por otro, estaríamos a las puertas de la Tercera Guerra Mundial. Una guerra que reproduciría, en términos aproximados, las alianzas de las anteriores contiendas internacionales. Y ello sería terrible para la seguridad y paz mundial. Supondría el hundimiento de la economía, el coste de millones de vidas humanas y la destrucción de miles de ciudades. Fracasaría la razón. ¿Qué razón es esa que nos destruye como humanos y nos devuelve al estado salvaje de la selva animal? En momentos, como los presentes, es necesario medir los efectos de cualquier decisión. Es urgente que los países midan sus tiempos y garanticen, de todos los posibles males, los males menores. Y los males menores, no son otros que aquellos que causan los menores daños a la humanidad. Ante esta tesitura, las preguntas incómodas serían, entre otras, las siguientes: ¿Deberíamos consentir que Rusia continúe su invasión a Ucrania como lo hizo con Siria y Chechenia?, ¿deberíamos dejar que Ucrania se convierta en un Estado fallido?, ¿debería intervenir la OTAN por cuestiones de ética y solidaridad internacional?

La invasión de Rusia a Ucrania ha puesto en valor la importancia de las Organizaciones Internacionales. Si Ucrania hubiese pertenecido a la OTAN, otro gallo hubiese cantado en las tierras de Lenin. En días como hoy, países como Suecia y Finlandia sufren en silencio los miedos ucranianos. Y lo sufren ante la situación de debilidad que supondría un hipotético conflicto entre "David y Goliat". Hoy, queda lejos la "paz perpetua" que anunciaba Kant. Estamos ante los sueños imperialistas del siglo XX. Ante los sueños de una Europa retrógrada liderada por Hitler, Stalin y Mussolini. Sueños de recreación del viejo Imperio Romano. Un imperio que se derrumbó precisamente por la grandeza de su condición. La posible conquista de Ucrania por la supremacía de Rusia supondría una vuelta a las dos grandes potencias del ayer. Vuelta al miedo nuclear, a los espionajes de la CIA y el KGB. Vuelta a un mundo fundamentado por los riesgos de una olla a presión. Ante esta situación, es urgente que se proclamen países mediadores. Países transversales que mantengan a raya el establishment internacional.

Cruces de bambú

Manolo, un octogenario de las tripas de mi pueblo, padece indicios de demencia senil. Una y otra vez, este "rojo" de la España prefranquista me cuenta su calvario por la guerra. Lo cuenta con detalles. Tanto que en su mirada puedo sentir el miedo y la desolación que deambula por su interior. Con tan solo seis años, entendió que lo más importante en la vida es el aire del instante. La guerra le impregnó el grito desgarrado de su madre cuando supo lo de su hermano. Fueron momentos duros. Momentos de miedo a los ruidos y terror a los escombros. El llanto de los perros, ante los cadáveres de sus amos, marcó para siempre la vida de este señor triste y cabizbajo. Las guerras, me decía con las manos temblorosas, nunca terminan. Pasan los años, las décadas, y nunca se borran las cicatrices. Nunca se borra el odio al enemigo. Y nunca se olvida el entierro de los seres queridos. De seres que lucharon como héroes en el campo de batalla. Y de gente invisible cuyos cuerpos fueron enterrados bajo cruces de bambú.

Durante los primeros meses de la guerra, Manolo, me cuenta que dormía con sus cuatro hermanos debajo de la cama. Dormían abrazados los unos a los otros. Abrazados y callados para evitar que los "hombres malos" entraran a su casa y los sacaran a patadas. Hambre, mucha hambre. Tanta que comían "pan y medallones". Los medallones eran las huellas que dejaba la botella del aceite en las rebanadas de pan duro. Por la huerta de la Vega Baja – por el sur de Alicante -, Manolo "espigaba" con su madre. Espigar no era otra cosa que entrar en los bancales y coger las patatas y cebollas que yacían por el suelo. Eran maniobras arriesgadas. "Como se nota que los jóvenes de hoy no pasan hambre". Se nota cuando comen. Cuando dejan el plato lleno porque no les gustan los fideos. El padre de Manolo, tras la guerra, fue desterrado a Granada. Desterrado porque, según los correveidiles del régimen, fue sereno en el ayuntamiento de su pueblo. Un sereno rojo de esos que ponían a parir a los curas y monaguillos.

En Granada, Manolo vivió al calor de su padre. De un padre que inundaba sus penas con copas de vino y mujeres a deshora. En el barrio del Violón y en una triste posada, allí vivieron los dos durante cuatro años de vida. A las seis de la madrugada, su padre le despertaba para "espadar" cáñamo en una casa a la orilla del Darro. Una casa que estaba a dos kilómetros de la posada. Era un camino duro. Duro por el frío de Granada. Y duro para un niño con pantalones remendados y zapatos rotos por la puntera. Allí, en aquella casa de cáñamo, Manolo me cuenta que el patrón le decía: "¡Vamos, Hijo de Puta!". Sin infancia, sin un juguete roto para jugar como jugaban los hijos de los ricos, este hombre – que conocí en la barra de El Capri – lleva en su interior las heridas de la guerra. En la posada, me cuenta con ojos llorosos, mientras él dormía; su padre jugaba las cartas hasta altas horas de la madrugada. En Alicante, su madre y sus hermanos sobrevivían con el sambenito colgando por ser "rojos republicanos".

Caballos verdes

El otro día, un periodista – que cubre la sección política de un periódico de renombre – me escribía a colación de un artículo que escribí sobre política y carisma. Decía, en aquellos renglones de este blog, que existe una frontera difusa entre autoridad y liderazgo. Tanto en los partidos, en la Iglesia y en las empresas hay líderes que ejercen poder sobre los otros. Lo mismo ocurre en los patios de colegio. En ocasiones, Manolito – el niño espabilado de la clase – es capaz de persuadir a sus amiguitos y ponerlos en contra, o a favor, de la maestra. Son, como les digo, gente con carisma. Gente que, aunque carezca de una autoridad delegada por parte de sus superiores, ejerce poder sobre los demás. Un poder que les viene por su conocimiento, forma de hablar o por motivos difíciles de explicar. El carisma, según Weber, forma parte – junto con la tradición y la racionalidad legal – de los instrumentos que legitiman la autoridad. Franco, por ejemplo, que carecía de la razón democrática para legitimar su poder. Lo legitimó – según rezaba en las pesetas de la época – por "la gracia de Dios".

En el Partido Popular – como en todas las organizaciones políticas, eclesiásticas y educativas – hay conflictos entre autoridad y carisma. Hay, como les digo, militantes sin autoridad y con mucho poder. Militantes que no pinchan ni cortan en el seno de los despachos pero, sin embargo, tienen capacidad para movilizar a las bases y poner contra las cuerdas a los de arriba. Capacidad para cambiar las percepciones colectivas e insuflar corrientes de afección o desafección contra líderes consumados que, en su día, ganaron primarias o fueron designados por sus jefes de filas. Mientras Casado ganó las primarias a Sáenz de Santamaría por el 57% de los votos; Rajoy, por su parte, fue designado por José María sin el instrumento democrático. El líder, legitimado por los cauces electorales de su partido, no siempre es el mejor sino el adecuado. El Papa Ratzinger – más conocido como Benedicto XVI – gozaba de la máxima autoridad en el seno del Vaticano pero carecía del carisma de Juan Pablo II, su antecesor.

Pablo Casado nunca ha sido un líder fuerte para su partido. Su victoria contra Soraya fue tan ajustada que debemos leer los interlineados de la misma. Y los interlineados no son otros que un 48% de los electores, casi la mitad del partido, no percibió a Casado como un líder carismático. Esa disconformidad con el elegido suscita tensiones y voces críticas en las tripas de los aparatos. Y esas críticas se convierten en rayos que no cesan cuando llega la tormenta. Hoy, tras el caso Ayuso encima de la mesa, buena parte del Pepé pide la cabeza de Casado. La piden, entre otras cosas, porque nunca fue un líder fuerte y consolidado. La piden porque el fracaso en las elecciones de Castilla y León ha demostrado que en Madrid, la marca personal – Ayuso – explicó la victoria por encima del partido. Y la piden. Piden su cabeza porque su liderazgo no ha conquistado al exvotante de Ciudadanos. Estamos ante los efectos perniciosos de líderes flojos en el seno de los partidos. Líderes transitorios que están ahí "mientras tanto"; mientras no aparezcan "caballos verdes" que entorpezcan su trote en medio del estiércol.

Réquiem por la clase media

Más allá del rifirrafe entre Ayuso y Casado, existen otros males mayores. Males, como les digo, que pasan de puntillas por las calles del vertedero. Tales males no son otros que el riesgo inminente de reestructura social. Asistimos, y hay motivos para un nuevo 15-M, a un empobrecimiento agudo de la clase media. Un empobrecimiento, queridísimos lectores, que viene causado por la subida exacerbada del precio de la luz, la gasolina y el carro de la compra. En el último trimestre, el recibo de la luz ha crecido a cifras anómalas; tanto que para un mileurista supone alrededor de cien euros al mes. A esta subida, debemos sumarle alrededor de un treinta por ciento que se destina al pago del alquiler. Un cinco por ciento a la factura del agua. Y, casi ochenta euros que cuesta llenar el depósito del coche. Con estos números sobre la mesa, la inmensa mayoría de los españoles hacen malabarismos para llegar a fin de mes.

España pierde poder adquisitivo. Compramos menos con el mismo dinero y casi no queda excedente para el ahorro. Este empobrecimiento lento, pero real, desincentiva el consumo y activa el low cost. Un low cost – o producciones a bajo coste – que se nutre del precariado para sobrevivir en la selva del capitalismo. Un capitalismo, que a su vez, juega en liga mundial. Y en esa liga existen reglas de juego desiguales en función de los países. Así las cosas, hay motivos para que los jóvenes, y no tan jóvenes, salgan a las calles. Salgan para hacer visible el riesgo inminente, que decíamos atrás, de que muera la clase media. Es necesario que los españoles nos pongamos, como en Francia, los chalecos amarillos. Es urgente que reclamemos nuevas fuentes de energía. Fuentes como la energía solar, la biomasa y otras que sirvan de sustituto a las tradicionales. El Gobierno debe intervenir en el precio de los recursos energéticos. Las subidas abusivas del precio de los combustibles impiden el progreso y la supervivencia de la clase media.

La crítica no debe abandonar este tema. Un tema que preocupa y determina el futuro de este país. No, no es normal, que los españoles se lo piensen dos veces antes de poner la lavadora. No es normal que, para algunos trabajadores, el desplazamiento en coche al lugar de trabajo suponga más de un diez por ciento de su salario. No es normal, y disculpen por la repetición, que la gente no se pueda permitir enchufar la calefacción en los meses invernales. Estamos ante las puertas de que los consumos básicos de una sociedad se conviertan en un lujo al alcance de unos pocos. Por ello, porque es un asunto de igualdad, se deben activar políticas que ensanchen la acción protectora. El Gobierno debe intervenir ante las incorrecciones del mercado. Un Estado mínimo, en estos momentos, supone un suicidio colectivo. Es el momento de poner en valor los dictámenes de Keynes. Momento de releer la crítica que Marx hizo al capitalismo. Y momento de reconsiderar la importancia de un Estado del Bienestar fuerte y con color socialdemócrata. Lo demás, un exceso de neoliberalismo, podría suponer la deriva hacia una sociedad bipolar de corte sudamericano.

El PP en la encrucijada

Fuente: Populares de Madrid. Licencia (CC BY 2.0)

El otro día, escribía en los pergaminos de este blog: "lucha de egos", un artículo que reflexionaba sobre las elecciones castellanoleonesas. Decía que más allá del resultado electoral subyacía un interés por recomponer el orgullo herido del líder popular. La cita en Castilla y León no era otra cosa que la corroboración, o no, de "la hipótesis de Casado". Y la hipótesis, como diría Popper si levantara la cabeza, quedó refutada. Los resultados en Madrid fueron causados, entre otros motivos, por el liderazgo de Ayuso; una líder que puso en evidencia su gancho electoral frente a Casado. Los celos entre hermanos siempre han sido el pan de cada día. Celos que emergen por los agravios comparativos que existen en un sistema competitivo como lo es el capitalismo. Y celos que ciegan la razón y dan rienda suelta al caballo desbocado de la emoción. Y algo así, queridísimos amigos, ha ocurrido en el partido de la gaviota. Celos que han puesto en praxis el arsenal de política barata en el seno del Pepé. Celos cuya única finalidad no ha sido otra que el desprestigio, y destrucción política, del adversario.

El problema, como decía el otro día en una red social, no es que Ayuso haya encargado la gestión, para la adquisición de mascarillas, a su hermano sino si esa gestión cumple – o no – con la legalidad vigente. Estamos ante un cúmulo de acusaciones. Y tales acusaciones deben cursar, en un Estado de Derecho, con la carga de la prueba. Y, tal y como se desprende de las informaciones arrojadas al vertedero, tales indicios son ambiguos, blandos y dudosos. Y en esa ambigüedad es donde se vislumbran las grietas del jarrón. Grietas, basadas en insinuaciones, que guardan similitud con la época de la Guerra Fría. Con la confianza rota en el liderazgo de Ayuso y Casado, asistimos ante un partido descosido. Descosido, en Madrid, por quienes creen en la honestidad de su presidenta y quienes dudan de la misma. Y roto, en España, por quienes están a favor de Casado  y quienes lo perciben como un "mal perdedor" del campeonato. Así las cosas, hay razones para que se convoque un Congreso inmediato del Partido Popular. Un congreso nacional que decida quién es el líder oficial del partido de cara a las próximas elecciones.

El PP esta roto. Roto porque carece de un líder auténtico más allá de lo formal. Roto porque tiene una hemorragia de votantes hacia los aposentos de Vox. Roto porque ha perdido la unidad de los tiempos aznarianos. Y roto porque su electorado está escindido entre ayusistas y casadistas. Ahora es el momento de que Pedro Sánchez mueva ficha. Momento para que convoque elecciones y aproveche la debilidad de los populares. Momento para la puesta en escena de la unidad del PSOE frente a un Pepé agrietado por casos y casos de corrupción. Si no lo hace, si Pedro espera a que el temporal amaine, es posible que corra el riesgo de que el inminente Congreso del PP exija la cabeza de Casado y proclame – si sale impoluta de las acusaciones – a Ayuso como rival en la contienda nacional. Y en ese supuesto, Ayuso se convertiría en un hueso duro de roer para la izquierda. Duro porque ella consiguió movilizar a los barrios obreros de Madrid hacia los caladeros de su partido. Y duro, porque consiguió que Pablo Iglesias abandonase el Titanic en medio de la tragedia. Isabel sería la única que podría frenar el influjo de Vox, atenuar el "efecto Yolanda Díaz"  y reabrir la senda del bipartidismo.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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