Hace dos años, la pandemia nos robaba el calor de los otros. La Covid-19 vaciaba las calles de nuestros pueblos y nos secuestraba en los balcones. Eran momentos de miedo ante lo desconocido, de penurias económicas e incertidumbre ante al ausencia de vacunas. Tiempos, le decía a Peter, de sospecha ante el origen del enemigo. Un enemigo que no supimos, a ciencia cierta, si nos lo trajeron los murciélagos, los pangolines o fue elaborado en el seno de algún laboratorio clandestino. Aquel "enemigo invisible" sacudió sin piedad a los más débiles del salón. Sacudió a una buena parte de nuestra historia viva. A quienes fueron testigos de una guerra civil. De una guerra que sembró el odio entre "rojos" y "azules". Un odio que todavía sigue vivo en la España del ahora. Recuerdo que Antonio – fallecido por Covid hace un año – lloraba cuando hablaba de sus padres. Fueron asesinados y abandonados en una cuneta. Hoy, sus huesos andan revueltos en fosas comunes de un cementerio de Alicante.
Durante el confinamiento, escribí Tiempos de guerra y tras la guerra, dos artículos donde equiparaba la pandemia con la mirada trágica de una contienda. La equiparaba por los paralelismos que existían entre los toques de queda, el confinamiento y las baldas vacías en los supermercados de la esquina. Y la equiparaba por la cantidad de muertos que arrojaban los informativos del día. Eran tiempos de morgues, de crematorios y de médicos. De batas blancas y verdes, de tecnicismos sanitarios y de impotencia ante el enemigo. De un enemigo que asesinaba sin el ruido de las bombas, sin las vibraciones de los tanques y sin el olor a metralla que desprenden las armas del presente. Aquel virus – que todavía vive entre nosotros – puso en valor el presente. Nos recordó que la vida son instantes. Nos avisó que no merece la pena enfadarse por cosas banales. Y que lo más importante es ser agradecido. Agradecido por el oxígeno que respiramos y la hora de vida que ganamos. Ante tanta adversidad, no nos quedó otra que resistir. Y el Resistiré del Dúo Dinámico insufló fuerza a una sociedad recluida en el seno de sus balcones.
En aquel año de pandemia, miles de ancianos murieron en la soledad de sus camas. Sin un abrazo, sin un adiós, sin una frase de despedida. Murieron por la carencia de oxígeno que les arrebató el bicho. Un bicho que nos avisó de la fragilidad de nuestra especie. Hoy, la invasión de Ucrania vuelve a poner a los ancianos en la boca del precipicio. Mientras las mujeres y sus hijos abandonan el país, los mayores sufren – en silencio – el ruido de las bombas. Y lo sufren confinados en sus casas, solos y enfermos; sin comida ni medicamentos. Son los sufridores de la vida. Gente, como les digo, que ha llorado la pérdida de varios seres queridos; que ha luchado contra enfermedades persistentes. Gente, y disculpen por la redundancia, que ha pasado calamidades económicas. Hoy, nadie habla de ellos. Ni siquiera la televisión, que tanto comenta la guerra, los menciona. Y no los menciona, maldita sea, por la culpa de Darwin. Por la culpa de aquel señor que habló de selección natural y justificó, por razón de ley, la muerte de los débiles.