Cada semana, recibo decenas de correos de lectores. La mayoría son muestras de agradecimiento por el blog. También, recibo sugerencias y críticas sobre diversos temas. El otro día, sin ir más lejos, recibí un correo de Alejandro, un profesor de periodismo de una universidad de renombre. Me pedía que reflexionara sobre la guerra desde el punto de vista mediático. Le dije que era un tema delicado y necesario. Delicado porque supone desvelar lo que se esconde detrás la industria de la cultura. Necesario porque existe mucho analfabetismo mediático en pleno siglo XXI. Hace años, comprendí que la prensa y los buitres tienen cosas en común. Estamos ante un oficio que se alimenta, en muchas ocasiones, del sufrimiento y la miseria moral para sobrevivir. Manolo, periodista afincado en Madrid, me contaba que dentro del periodismo, los sucesos y "el corazón" están muy bien cotizados. Hay una demanda, desde tiempos olvidados, de historias trágicas. La desgracia ajena vende. Tanto que proliferan las series sobre psicópatas, asesinos en serie y demás.
Desde que comenzó la pandemia, en España, allá por marzo del 2020, asistimos a una invasión de periodismo amarillo. Desde el confinamiento, las imágenes de hospitales, ataúdes y pronósticos negativos se han convertido – ola tras ola – en el chapoteo de cada día. Las imágenes de las jeringuillas y los hombros desnudos han dado la vuelta al mundo. Tanto que la gente se ha hecho selfies mientras recibía sus vacunas. Estamos ante la realidad de lo insólito. Una realidad que refleja una sociedad apagada y moribunda en los callejones del pesimismo. La industria de la cultura se orienta, y mueve su negocio, por el veredicto de las audiencias. Audiencias que, en días como hoy, ponen de manifiesto sus gustos por lo tétrico y por todo aquello que huela a carne trémula. De tal manera que tenemos la programación que demandamos y, por tanto, la que merecemos. Una programación que enfoca sus objetivos hacia las vísceras de un espectador sadomasoquista. Covid-19, imágenes de miles de afganos huyendo del régimen talibán, las cenizas del volcán de la Palma y ahora, por si fuera poco, la invasión de Ucrania. Son, como les digo, tragedias, una tras otra, que se convierte – por su tratamiento mediático – en realty shows que van más allá del mero relato informativo.
Este periodismo, a demanda por las audiencias, tira por la borda las doctrinas que defienden el optimismo social. El ser humano es el único animal que sabe que algún día morirá. Y lo sabe a pesar de que lea decenas de libros de autoayuda. Y a pesar de que sufra en silencio el síndrome de Peter Pan. Ante esa angustia que supone la verdad, la vida se presenta como algo con un triste final. Y en ese triste final, el ser humano encuentra consolación en la imagen. Imágenes de guerra, pandemias y demás catástrofes naturales sitúan al espectador como un superviviente de la tragedia. Desde el sofá, el espectador se convierte en un afortunado ante el horror. Se siente agradecido por su ubicación geográfica, social y política. Aunque oye y ve el sufrimiento ajeno, ese sufrimiento no trastoca su ámbito de confort. Y en esa muralla, que supone la distancia entre la imagen y su realidad, es donde se fragua esa relación sadomasoquista con el medio. Cuando la noticia traspasa los umbrales de la imagen y el lobo acecha, con sus ojos, la comodidad de nuestras vidas. Es en ese momento, cuando decidimos cambiar de canal y consumir otra ficción.