Tras dos años de pandemia, las procesiones de Semana Santa vuelven con fuerza a las calles de nuestros pueblos. Vuelven los cirios, los tronos y las saetas. Vuelven los tambores, los cofrades y los capirotes. Y vuelven en una sociedad aconfesional; más diversa y cosmopolita que la España del franquismo. Y es ahí, en este nuevo entorno de pluralidad religiosa, donde la intelectualidad debe ejercer la crítica. Aunque los pronósticos de Nietzsche no se hayan cumplido. Aunque la moral cristiana siga viva en pleno siglo XXI, lo cierto y verdad, es que coexiste con otros credos religiosos. Credos que anestesian el dolor que supone la auténtica verdad de la vida. La religión católica convirtió el mundo inteligible de Platón en el paraíso celestial. Hizo que el mundo terrenal, con nuestros cuerpos inclusive, fuera un lugar de paso. Un lugar apto para los misericordiosos, los humildes y aquellos – nos diría Nietzsche – que comulgan con el gregarismo.
El cristianismo edificó, a través de los diez mandamientos, su propia moral. Una moral absoluta y heterónoma, contraria a las tesis sofistas, e incongruente con el imperativo categórico de Immanuel Kant. El incumplimiento, de tales preceptos morales, condena al creyente a penitencias y sentimientos de culpabilidad. El pecado intoxica el alma y fundamenta la maldad. El cristiano nace esclavo. Esclavo de las ataduras que secuestran su voluntad de poder. Y esclavo de la razón en detrimento de sus instintos. Así las cosas, el cristiano no debe robar aunque sus hijos pasen hambre. No debe mentir aunque los efectos de su verdad sean dañinos para la sociedad. Y no debe codiciar los bienes ajenos aunque en su interior broten ansias de riqueza. El creyente se convierte, a través del matrimonio, en un preso de sus palabras. Se compromete a querer a la otra persona, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Y se compromete sin saber si, el día de mañana, esa relación correrá el riesgo de convertirse en un infierno de insultos y malos tratos.
La Semana Santa, en ocasiones, carece de coherencia. El trasfondo espiritual, de una tradición solemne y respetuosa con la moral cristiana, se convierte – por desgracia – en una doble moral. Debajo de algunos capirotes, deambulan cofrades infieles con los diez mandamientos. Cofrades que mienten en su vida diaria y critican al prójimo cuando se da la vuelta. Cofrades que salen de fiesta a deshora y abortan en clínicas clandestinas. Cofrades que no suelen ir los domingos a misa y que no rezan el Padrenuestro desde hace más de treinta años. Esta minoría, difícil de cuantificar pero sí de cualificar, no representan el valor sagrado del cristianismo. Su comportamiento ilustra una traición a la verdad moral que diría Aristóteles. Existe, en ellos, dos procesiones que deambulan por sendas paralelas. Una, cuando caminan camuflados tras el escudo de sus cirios y capirotes. Otra, la procesión de la culpa. Aquella que transcurre por sus patios interiores. Patios ciegos y polvorientos. Patios con plantas marchitadas, juguetes rotos y vergüenzas clandestinas.
El Decano
/ 16 abril, 2022Lamentablemente, la verdad religiosa parece no coincidir con la verdad moral. La primera aparenta ser puramente teórica y/o acomodaticia, mientras que en la segunda entran en juego tanto el intelecto como la aspiración por la actuación correcta.