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La sociedad del esperpento

El ser humano se diluye en los discursos cotidianos. En esos diálogos – con el vecino, el jefe o el camarero – es donde se elaboran millones de percepciones en la selva de lo urbano. Somos una imagen en la mente de los otros. Y esa imagen se construye con los datos de la presencia y los recuerdos de la ausencia. Dentro de ese rincón mental, dibujamos la silueta de quienes interactúan con nosotros a lo largo de la vida. Ahí, elaboramos el retrato de los otros. Un retrato que se obtiene con la cámara de las circunstancias. Hoy, las circunstancias se hallan en el esperpento. En ese huerto – de cadáveres grotescos, formas irregulares y bromas de mal gusto – el vagabundo racional busca su cobijo. Muerto el intelectual de antaño, nace una nueva figura, que surca los mares del ahora. Nace el hombre grotesco, el mismo que viste extravagante, abomba la voz y dice sandeces en las barras de los bares. Ese señor o señora habla de todo sin ser especialista de nada. Refuerza sus argumentos con noticias de Internet y ejemplos de la calle. Habla para una audiencia de taburete, que goza de lo inmediato y evita la reflexión.

El todólogo prolifera en la España del ahora. Y lo más fuerte de todo es que su ruido sirve de ejemplo a jóvenes y no tan jóvenes. En este mundo – de titulares, eslóganes y noticias fugaces – muere el análisis. El analista de antaño pierde fuelle en la sociedad del esperpento. La brevedad de los discursos provoca un desarrollo evolutivo del análisis en detrimento de la síntesis. Y sin análisis, la mayoría de los relatos caen por el precipicio reduccionista. En la sociedad de las prisas, todo el mundo corre de aquí para allá. Muere el gusto por los detalles y el goce de la parada. Sin detalles, las miradas son superficiales. Vemos la copa de los árboles pero perdemos la ardilla que corre por sus ramas. En este modelo – de síntesis y atropello – la angustia se apodera de los esclavos de la espera. La espera se convierte en la tortura de nuestro siglo. La gente lo quiere todo al instante. Todo, como les digo, a golpe de clip. Internet ha demolido las esperas ante la taquilla de los cines, de bancos e instituciones. Ahora, el consumo es inmediato. Ahora la espera reside en el sofá de nuestras casas. Ahí, sentados, el consumidor espera la pizza y las cápsulas de café.

En la sociedad del esperpento, el conocimiento científico queda arrinconado en el seno de los paraninfos. La televisión se nutre de vísceras, llantos y miserias morales. El títere de nuestro tiempo se ha convertido en un devorador de lo banal. El consumo de chismes y diretes insufla aire a miles de vidas descendentes. Vidas que buscan el éxito inmediato. Un éxito en forma de postureo y número de seguidores. El famoso de hoy ya no es el cantante de ayer sino el influencer. Se aplaude la recomendación de calcetines, de cremas depilatorias y demás. Los adolescentes buscan sus guías en plataformas digitales. Ahora son las redes – y no los medios tradicionales – los nuevos agentes culturales. Las redes son la nueva droga. Crean adicción y síndrome de abstinencia. Ahora la sustancia placentera es el "like". En el esperpento, el "like" llena de autoestima a millones de anónimos callejeros. Se busca el reconocimiento de lo frívolo. Se aplaude a la taza del café, a la toalla en la playa y al selfie en el ascensor. El investigador del laboratorio, el opositor a juez o el profesor de secundaria se convierten en una especie de rara avis. Se extiende el valor de la suerte. De una suerte, sin mérito ni esfuerzo. De una suerte que viene servida por las nuevas administraciones de lotería. Ahora, la suerte se llama viralidad. Ahora, el decimo de lotería es el contenido. Un contenido cuya calidad se mide por su efecto viral.

Guitarras de hojalata

Aquella noche, El Capri estaba repleto. Peter cumplía cincuenta años y lo celebraba a lo grande. Recuerdo que la barra lucía con velas, confetis y botellas de tequila. Con dieciocho recién cumplidos, aparqué el Seat de mi padre. Era un coche grande y clásico como los de antes. Allí, en el asiento de atrás, yacían relatos envueltos de pecado. Desde el cenicero, asomaban colillas manchadas de carmín. Eran años locos. Locos para un joven con gafas "culo de vaso", pelo a lo afro y granos en la cara. Un joven que soñaba con llegar a Luna y cantar la última de Queen desde lo alto de la cima. En la pista, bailaban señores barrigudos y mujeres a deshora. En ese ambiente, conocí a mucha gente que hoy descansa en paz en los nichos del cementerio. Gente, como les digo, que dejaban su salario por la ranura de las máquinas tragaperras. Peter estaba cansado de tanto servir cubatas el día de su cumpleaños. Era una barra con forma rectangular. Una barra repleta de taburetes, ceniceros y secretos. Secretos de alcoba, de deudas clandestinas y vergüenzas ajenas.

En ese ambiente lugubre, de luces rojas y amarillas, mi vida transcurría como pez en el agua. A las cuatro de la madrugada, solo en el taburete de la esquina, conocí a Claudia. Me preguntó si llevaba hora. Le dije que mi vida no la medía con las agujas del reloj. Viuda desde hacía dos años, solía salir sola por la Vega del Segura. Peter, la miraba con ojos de deseo. Ella, hundía su ojos en el vaso de gintonic. Los recuerdos inundaban mi cabeza. Recordaba cuando jugaba al "ahorcado" en las clases de Manolo. Eran clases duras para alguien como yo, que lo único que quería es que llegase el fin de semana. Clases magistrales, aburridas y tensas como los años de la Guerra Fría. Una mañana, Manolo nos contó que echaba de menos una vida más alegre. Era tanta su autoexigencia que, sin darse cuenta, se había metido en los cincuenta. Los mismos que cumpliré en septiembre. Y los mismos que tenía Jacinto, el padre de Gabriel, cuando falleció de un infarto. La música de Loquillo envolvía de pecado la noche del garito. Noche de besos robados y gemidos clandestinos. Noche de camisas manchadas de carmín y cuerpos sudorosos con olor a tabaco. 

Rondaban los noventa. La gente no usaba móvil ni caminaba cabizbaja por la selva de lo urbano. Eran los tiempos de la Expo de Sevilla, de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Capitalidad cultural de Europa en Madrid. Años que dejaban atrás la España gris del caudillo y los rombos en las películas de destape. En esos años, la economía familiar estaba por los suelos. La ruina se apoderó de los míos. Y pasamos, de la noche a la mañana, de acomodados a desesperados. Existía mucha negatividad en los intramuros de mi casa. El Capri se convirtió en el refugio de ese adolescente que quería llegar a la Luna. Ahí, en ese garito, encontré luces en lo oscuro. Luces tenues como las velas que deambulan en la procesión de Jueves Santo. Luces, como les digo, acompañadas de guitarras de hojalata. Y en ese taburete roido por la quemazón de las colillas, leía periódicos caducados y manchados de café. Leía los horóscopos, la programación de la Primera y los anuncios de contactos. Era una vida sucia para un joven invisble detrás del escaparate. Y así, un día y otro día. Días de nostalgia y añoranza por las glorias del pasado. Y dias de esperanza ante los rayos que asomaban tras las tardes de tormenta.

España, Milei y el antídoto de la cultura

Esta mañana, he recibido un correo electrónico de Julián, un periodista de las tripas argentinas. Me pedía disculpas por los comentarios de Javier Milei. Decía que estos comentarios manchan la imagen de los argentinos y son caldo de cultivo para la xenofobia. Me pedía, como politólogo, que escribiera un artículo al respecto. Desde hace un tiempo, observo que el insulto se ha instaurado en los diálogos políticos. Insultos que, por su frecuencia, parecen normales cuando no lo son. No es normal, y lo decía en "X", que un presidente de un Gobierno se meta con la mujer de otro mandatario. Aunque la mujer de un presidente no se deba a los ciudadanos. Aunque no represente, como les digo, un cargo electo, su dignidad debe ser respetada. Y lo debe ser porque dicha dignidad está protegida por los Derechos Fundamentales, reconocidos en la Carta Magna. Derechos que son, a su vez, extraídos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Dicho esto, cualquier acto de esta índole debería ser sancionado. Algo que no ha hecho Feijóo. Y no lo ha hecho pese a la insistencia del partido que ostenta responsabilidades de Gobierno. Este silencio, por parte del jefe de la oposición, pone en evidencia que España es una partidocracia. No hay una identidad de país que reme al unísono ante la presencia de amenazas de cualquier procedencia. Esta crisis de identidad tiene sus causas en dos crisis de calado. La polarización del espectro político y el auge de los brotes nacionalistas. La polarización política impide que exista un mínimo de encuentro entre signos ideológicos distintos. Se nos olvida que entre liberalismo y socialdemocracia existe convergencia. Ambas ideologías son democráticas, defieren el Estado Social y de Derecho. La única diferencia estriba en la dosis de intervencionismo estatal. A más derecha, menos Estado, más centralización y mercado. A más izquierda, más Estado, menos centralización y mercado. Los brotes nacionalistas en un Estado de las Autonomías distorsiona el concepto de España. Un concepto que, en ocasiones, cuesta definir.

Para recuperar la identidad se necesita cultura. La cultura responde a un sumatorio de elementos que configuran la idea de país. Dentro del sistema cultura tenemos varios subsistemas: el político, económico, religioso, parenteral, artístico e histórico, entre otros. Es necesario que los subsistemas sean heterodoxos, o dicho de otro, que cada uno contribuya al todo. De esa forma se consiguen sinergias, que cohesionan y ofrecen sentimientos de unión que impiden las grietas intestinas. Esta cohesión cultural neutraliza cualquier amenaza. Un país, unido y fuerte, es el antídoto perfecto para permanecer inmune ante los temblores del espacio. En España, por desgracia, casi nunca hemos llegado a ese punto de fraternidad que tanto necesitamos. Nuestra historia ha sido un cúmulo de desavenencias entre reinos y coronas. Desavenencias entre rojos y azules. Y desavenencias entre territorios. Esa disonancia interna traspasa nuestras fronteras y nos otorga una imagen de familia frágil y dividida. Por ello, debemos sacar fuerzas de flaqueza. Debemos respetar y defender, con uñas y dientes, nuestras reglas de juego. Un barco – unido y con conciencia de equipo – es el mejor valor para navegar en aguas turbulentas como las presentes.

Tiovivo, fango y posverdad

Esta mañana escribía, en X (el antiguo Twitter), que "me preocupa que se tergiversen las reglas de juego. Si antes se criticaba a los jugadores del ajedrez, ahora se cuestiona el reglamento. Esto es muy peligroso para la salud de la partida. (PD: la partida es nuestra democracia)". Estamos ante una crisis de los conceptos políticos. Términos como legitimidad, soberanía y pactos, entre otros, sufren – por decirlo de alguna manera – una tragedia de significado. El otro día, sin ir más lejos, voces críticas con el Gobierno cuestionaban la legitimidad del Presidente. No olvidemos que, en un país democrático, el poder emerge de la soberanía popular. Es el pueblo quien, de forma libre y secreta, elige a sus diputados y senadores. S.M. encarga a un candidato – de entre los diputados elegidos – la formación de un Gobierno. Y ese encargo, mediante un debate de investidura, es validado – o no – por el Congreso. De ahí que, Sánchez – como todos los presidentes de nuestra democracia – sea un presidente legítimo. 

Esta crisis de la terminología política se expande en el vocerío de la calle. Un vocerío que, basado en premisas ambiguas, construye diálogos sesgados de semántica. Este contaminante atenta contra la salud democrática, perjudica la convivencia y polariza a la sociedad civil. Mensajes como "España se rompe", "un Gobierno comunista" o "golpista" dividen al electorado y avivan el voto emocional. La prensa – como agente socializador – debería tomar cartas en el asunto. Echo en falta columnas que denuncien este uso torticero del lenguaje político. Sin embargo, leo artículos con tales expresiones. Expresiones que suscitan corrientes de desafección hacia la democracia indirecta. Esta relajación del lenguaje político también se aprecia entre líderes y diputados. Acusaciones, mofas y críticas destructivas suscitan reacciones. Reacciones que son amplificadas mediante las redes sociales. Así las cosas, estamos ante una política de trincheras. No hay una visión de Estado sino una partidocracia. Asistimos ante una lucha descarnada por el cetro. Una lucha que utiliza armas dialécticas y que sirve a los juegos del lenguaje. Expresiones como "me gusta la fruta" o la "máquina del fango", por ejemplo, calan en el cabreo social. Del tal modo que la política es percibida como una partida de suma cero.

Una vez edificado el relato, o dicho de otro modo, las grandes narrativas es muy difícil frenar las turbinas. Asistimos ante una crisis de la credibilidad. Los políticos han perdido el valor de la palabra. La palabra carece del carácter solemne de hace varias décadas. Ahora, verdades y mentiras se cruzan como si fueran caballos rodando en lo alto de un tiovivo. En ese cruce se cocina la posverdad. La posverdad no es otra cosa que una adulteración del mensaje con fines egoístas. En ese cóctel de medias tintas, el ciudadano de a pie – Juanito, Perico o Andrés – sirven de agencia publicitaria. Una agencia cuya estrategia no es otra que el "boca – oído". Un "boca – oído" que circula por las barras de los bares, los corrillos de la calle y los bancos de los parques. Ese nuevo relato – surgido del efecto bola de nieve que supone el rumor – sirve, a su vez, de estímulo a los motores de la prensa. Tales relatos se convierte en mercancía. Una mercancía carroñera que, mientras no se desmienta, sirve a intereses del mercado. Y en ese círculo vicioso se mueve una procesión de gente anónima. De gente que cada día, enciende el móvil y consume las noticias. 

El efecto Begoña

Esta mañana, mientras tomaba café en El Capri, he recibido un mensaje de Gabriel, un periodista afincado en Francia. Me preguntaba por "el efecto Begoña". Me decía si la carta de Sánchez respondía a estrategia o hartazgo. Si fuera por estrategia, le decía a Gabriel, el presidente saldría favorecido. La carta insufla una bocanada de aire fresco a sus índices de popularidad. Su nombre se coloca en la palestra nacional e internacional en detrimento de otros como Feijóo o Puigdemont, por ejemplo. La carta abre el melón de los bulos, las fake news y el periodismo de la sospecha. Abre el debate sobre periodismo, propaganda y activismo mediático. La carta, a su vez, refresca el caso Ayuso. Abre la analogía entre casos paralelos pero con matices de calado. Abre el debate, como les digo, sobre la responsabilidad de los políticos por los asuntos de sus parejas. Estamos, como le decía a Gabriel, ante una "americanización" de la política española.

Otro efecto de la carta es, sin duda alguna, la polarización entre sanchistas y antisanchistas. Volvemos a las dos Españas de antaño. Una polarización que destruye el multipartidismo y reconstruye el bipartidismo. La carta cose las grietas tanto de la izquierda como de la derecha. Volvemos a la Hispania felipista. La Hispania del turnismo y del crepúsculo de Vox y Podemos. La carta humaniza la figura de Sánchez. Frente a esa imagen de político de hierro, resistente y camaleónico. Frente a ese retrato, se esconde el reflejo de un hombre casado, enamorado y con un corazón frágil ante los ataques a su esposa. Estamos ante una persona, de carne y hueso, que sufre por el sufrimiento de los otros. Un ser empático y comprensivo con el dolor ajeno. Una víctima de un modelo periodístico que juega en un tablero de rayos y centellas. Esa víctima suscita la división entre sus amantes y detractores. Y en esa división arde el fuego de la movilización política. Ahí es donde se fragua el voto emocional. Un voto que, lejos de la reflexión sobre datos macroeconómicos, mueve sus timbales a través de sus latidos. De ahí surge la indignación contra el político débil. Un político que se fortalece con la aclamación de las masas.

La carta de Sánchez eleva su liderazgo. Tras la carta, el liderazgo del presidente cobra vida ante el desgaste de su figura. Ahora, Pedro se convierte en el tótem de su partido. Ahora, los líderes de la oposición son vistos como sujetos pasivos que esperan la leña del árbol caído. La manifestación de Ferraz ha movilizado más gente que la manifestación contra la amnistía. La carta ha servido de "cuestión de confianza". La carta ha sido el sello de amor entre el pueblo y su líder. Una carta que pide clemencia en medio de la selva. Si Sánchez dimitiera, la movilización socialista en unas hipotéticas elecciones sería histórica. La indignación junto al miedo y el populismo son las tres patas que más movilizan el día de unas urnas. Estaríamos, como les digo, ante un auge del voto emocional socialista. El miedo a la derecha, ante la crisis de liderazgo en el PSOE, supondría montones de papeletas procedentes de los socios del Gobierno. Feijóo, sin el sanchismo en la diana, se convertiría en un líder sin discurso, o dicho más claro, en un cazador sin su presa. Atentos.

Hablemos del mal

Decía Sócrates que nadie hace el mal a sabiendas. Si alguien obra mal es porque no sabe lo que hace. Así las cosas, si Manolito ha roto un plato es porque nadie le ha dicho que "romper platos está mal". El mal, según el maestro de Platón, es una consecuencia de la ignorancia. Dicho esto, podríamos concluir que las cárceles serían algo así como instituciones de la ingenuidad. No existiría ni la premeditación, ni la intención, ni el dolo en la comisión de un delito. Aún así, en nuestro Estado del Derecho, el desconocimiento de la ley no te exime de su cumplimiento. Por tanto, cualquier acción que se desvíe de la norma – sea por vicio o ignorancia – debe ser sancionada. Hanna Arendt, tras analizar la figura de Eichmann, llegó a la conclusión que el mal es "ausencia de reflexión". Así las cosas, los fusilamientos cometidos durante la Alemania de Hitler no eran otra cosa que actos automáticos. Era la ley la que legitimaba a unos hombres al exterminio de otros. Llegados a este punto, cualquier acto impulsivo justificaría el mal. El mal sería el resultado de un arrebato. Estaríamos ante un mal carente de razón.

La filosofía del mal llevó a dos posturas enfrentadas. El hombre, ¿nace malo por naturaleza o se hace malo por la sociedad? Según Hobbes y Maquiavelo el hombre sería algo así como "un lobo para el hombre". Estaríamos ante una jungla de corte darwinista donde el instinto animal prevalecería sobre la razón humana. Una razón que, lejos de lo que presuponía Kant, no ha servido para crear sociedades libres, fraternales e iguales. El mal, decía el artífice de El Príncipe, es consustancial al ser humano. Dentro de sus elementos intrínsecos – lenguaje y raciocinio – estaría el mal. Las personas nacen malas. Una maldad que se manifiesta en el egoísmo y en la utilización de los otros como medios en lugar de fines. Rousseau, sin embargo, era contrario a tales posturas. Según el autor del Emilio, el hombre es bueno por naturaleza. Fue la propiedad privada el germen de su maldad. El posesivo "mío" fundamenta, de alguna manera, el egoísmo y el afán material de esta sociedad. La educación, por su parte, reproduce – según Rousseau – el modelo de valores capitalistas. De tal modo que perpetúa la maldad en el sistema social.

Si la maldad residiera en el sistema educativo, como dice Rousseau, esta sería reversible mediante la reeducación. Valores como la solidaridad y la cooperación serían condición suficiente para crear relaciones planas en lugar de piramidales. Hegel, a través de la dialéctica entre el amo y el esclavo, habló de la necesidad de reconocimiento. El ser humano es contradictorio por naturaleza. Busca el reconocimiento en el otro. Cuando el débil reconoce las virtudes del fuerte, es cuando arranca la maquinaria sadomasoquista que explica el progreso. Un progreso basado en guerras y conflictos. Es el espíritu de dominación quien justifica la barbarie y los cambios sociales. De tal manera que vivimos en una estructura de maldad. Una estructura, como les digo, de opresores y oprimidos, de amos y esclavos. Este sistema arroja ciudadanos dominantes y dominados. Y en esa dominación reside la maldad. Es complicado, definir el mal. Decía Nietzsche que lo malo es aquello que perjudica el estado bienestar vital. Estamos, de seguir a Friedrich, ante un mal relativo. Un mal que no se puede universalizar. Un mal que difiere del imperativo kantiano. Decía el filósofo de Königsberg que la universalización del mal no sería racional. Y no lo sería porque hacer el mal atentaría contra la ética formal. Una ética, como les digo, basada en no hagas aquello que no te gustaría que te hicieran.

Malos humos

El humo impregnaba las paredes del garito. Las cortinas de El Capri yacían ennegrecidas. Todos los años, por el mes de septiembre, Peter daba cuatro brochazos a los intramuros del pecado. Era la España de los ochenta. Una España que resucitaba tras cuarenta años de Nodos, sotanas y tricornios. En ese país de movidas callejeras, farándula y noches a deshora; el humo del tabaco inundaba nuestras vidas. Recuerdo que Malboro, Ducados y Fortuna eran las marcas líderes de la época. Una época, como les digo, donde las cajetillas oscilaban entre las cien y las doscientas pesetas. Fumar era una cuestión cotidiana. Fumaban los maestros y los banqueros. Fumaban los chatarreros, los abogados y las peluqueras. Fumaba el hijo de Juanito, el sobrino de Mariana y el cuñado de Jacinto. Se fumaba en cualquier tipo de lugares. Era la España de las colillas. De colillas apuradas y manchadas de carmín. De colillas blancas y amarillas. Y de colillas que provocaban dientes amarillos y cánceres de pulmón.

Aquella noche, El Capri estaba repleto. De fondo sonaba el "sufre mamón" de los Hombres G. Allí estaba yo. Solo y con las gafas empañadas por el humo del tabaco. En la barra, habitaban ceniceros llenos de colillas y restos de ceniza. Recuerdo que Gabriela apagaba sus Ducados en la taza del café. Allí, mezclado con los restos de cafeína, ahogaba sus colillas. Colillas manchas de rojo y aplastadas. Colillas de cigarros impolutos. De cigarros bien prensados y apretados en el interior de la caja. Cada cigarro, me decía Jacinto – un señor que falleció a causa de tanta nicotina -, encierra un cúmulo de pensamientos. Detrás de cada calada se esconden sapos y serpientes que cabalgan por nuestras alcantarillas. Hay caladas y caladas. Hay caladas manchadas de pensamientos impuros. Caladas de relajación tras terminar una larga jornada. Y caladas de nerviosismo, y desesperación, a las puertas de un quirófano. Aquella noche, me venían a la mente las colillas que yacían  a las puertas del tanatorio. Más que colillas eran restos de cigarrillos inacabados. De cigarrillos de dos o tres caladas. Las suficientes para paliar el ruido de cigarras que recorren los intestinos.

Don Manolo era un fumador empedernido. Fumaba en las clases de matemáticas. Y lo hacía mientras corregíamos sus ejercicios. Entre ecuación y ecuación, insuflaba nicotina y alquitrán. Recuerdo que cogía el cigarrillo de una forma peculiar. Sus dedos amarillos manchaban las tizas de olor a tabaco. La sala de profesores era una nube de niebla espesa. Tanto que algunos adolescentes tosían al pasar por el pasillo. El tabaco estaba a la orden del día. Algunos padres les decían a sus hijos que no fumaran. Se lo decían entre calada y calada. Existía mucha demagogia en esa España de doble moral. En una España de coches con cenicero, ventanillas manuales y relaciones cara a cara. Recuerdo aquel Seat de Carmelo. De tapicería llena de agujeros por los descuidos de copilotos fumadores. Las alfombrillas emergían repletas de ceniza y el cenicero lleno de colillas. De colillas de Ducados. Unas más largas y otras más cortas. Todas revueltas como si fueran una sopa de tallarines. En el asiento de atrás, María bajaba la ventanilla. De caladas largas y apuradas. Recuerdo que exhalaba el humo, de su boca, en forma de aros. Aros de cebolla que se perdían en la carretera. En carreteras solitarias con arcenes cubiertos de colillas.

Réquiem por la ironía

El humo del garito impedía distinguir los rostros de la barra. Eran las dos de la madrugada y allí estaba yo, solo en la barra y sin ningún perro que me ladrara. Con las gafas empañadas, y la mente manchada de pecado, recordaba a ese otro que emborrachaba sus penas con sorbos de tequila. Las fichas, le decía a Peter, cambian de posición a lo largo de la partida. Unas veces surgen oportunidades de juego y otras, maldita sea, riesgos de caer por la ladera del precipicio. Niebla, veo mucha niebla en esa carretera donde hacía autostop los sábados a deshora. Sábados de juerga y placeres pasajeros. Miro el reloj de la barra y observo como sus agujas marcan las mismas horas que hace treinta años. El tiempo, ya lo decía Albert, es relativo. Relativo porque no dura lo mismo una hora a las puertas de un quirófano que otra hora en una fiesta de cumpleaños. Se ha perdido la ironía. Muere la mofa y la sátira constructiva. Muere asesinada por la sombra del respeto.

Muerta la ironía, el lenguaje se convierte en frío y desprovisto de rima. Ya no quedan estribillos en los mentidores de la calle. Ya no existe la insinuación y el humor con picaresca. Las palabras son como dar patadas a una piedra. A una piedra que una vez lanzada, no sabes si aterrizará en el asfalto o en cristal de Jacinto. Se ha roto la ironía en el cine y en la literatura. Ahora se revisan los chistes y comentarios espontáneos. Y se revisan para proteger la dignidad del otro. Una dignidad que ha ganado peso en el transcurso de los años. La prudencia ha ganado la batalla a lo colérico. Esta prudencia, que se manifiesta en las relaciones cara a cara, no se vislumbra- tanto – en las redes sociales. A través de la pantalla, el Homo Sapiens saca los caninos. Los mismos que perdió con el enmascaramiento del celo. Caninos prescindibles en la jungla del cortejo. Y caninos que ahora vuelven en la selva digital. Una selva de versiones artificiales y discursos intermitentes que, desde sus trincheras, lanzan sus dardos en dianas equivocadas.

La hipocresía llora la muerte de la ironía. Sin sátiras en el horizonte, el silencio toma cuerpo en la intersubjetividad del ahora. Silencios, unos más cortos y otros más largos. Silencios, unos en las grandes avenidas y otros en lúgubres callejones. El silencio es la herramienta que se avecina ante la llagada de la ofensa colectiva. Una sociedad callada se convierte en una jungla de sospecha. El silencio del bosque inquieta a las especies. En el silencio se activa la sospecha ante los pensamientos del otro. Sin hablar, los amantes se comunican con la mirada. Con una mirada que aflora lo que esconde el interior de los trasteros. Y mientras los amantes juegan la partida, el tablero no se altera. No se altera la combinación entre cuadrados blancos y negros. Cambian los caballos, las torres y los peones. Cambian los paisajes, las personas y el devenir de los tiburones. Y en esos cambios, entra en juego el esfuerzo, el mérito y la suerte. La música de Loquillo inunda de ruido al griterío del garito. Las servilletas yacen arrugadas junto a las patas de los taburetes. En la calle se oye el ronquido de los gatos.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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