El humo impregnaba las paredes del garito. Las cortinas de El Capri yacían ennegrecidas. Todos los años, por el mes de septiembre, Peter daba cuatro brochazos a los intramuros del pecado. Era la España de los ochenta. Una España que resucitaba tras cuarenta años de Nodos, sotanas y tricornios. En ese país de movidas callejeras, farándula y noches a deshora; el humo del tabaco inundaba nuestras vidas. Recuerdo que Malboro, Ducados y Fortuna eran las marcas líderes de la época. Una época, como les digo, donde las cajetillas oscilaban entre las cien y las doscientas pesetas. Fumar era una cuestión cotidiana. Fumaban los maestros y los banqueros. Fumaban los chatarreros, los abogados y las peluqueras. Fumaba el hijo de Juanito, el sobrino de Mariana y el cuñado de Jacinto. Se fumaba en cualquier tipo de lugares. Era la España de las colillas. De colillas apuradas y manchadas de carmín. De colillas blancas y amarillas. Y de colillas que provocaban dientes amarillos y cánceres de pulmón.
Aquella noche, El Capri estaba repleto. De fondo sonaba el "sufre mamón" de los Hombres G. Allí estaba yo. Solo y con las gafas empañadas por el humo del tabaco. En la barra, habitaban ceniceros llenos de colillas y restos de ceniza. Recuerdo que Gabriela apagaba sus Ducados en la taza del café. Allí, mezclado con los restos de cafeína, ahogaba sus colillas. Colillas manchas de rojo y aplastadas. Colillas de cigarros impolutos. De cigarros bien prensados y apretados en el interior de la caja. Cada cigarro, me decía Jacinto – un señor que falleció a causa de tanta nicotina -, encierra un cúmulo de pensamientos. Detrás de cada calada se esconden sapos y serpientes que cabalgan por nuestras alcantarillas. Hay caladas y caladas. Hay caladas manchadas de pensamientos impuros. Caladas de relajación tras terminar una larga jornada. Y caladas de nerviosismo, y desesperación, a las puertas de un quirófano. Aquella noche, me venían a la mente las colillas que yacían a las puertas del tanatorio. Más que colillas eran restos de cigarrillos inacabados. De cigarrillos de dos o tres caladas. Las suficientes para paliar el ruido de cigarras que recorren los intestinos.
Don Manolo era un fumador empedernido. Fumaba en las clases de matemáticas. Y lo hacía mientras corregíamos sus ejercicios. Entre ecuación y ecuación, insuflaba nicotina y alquitrán. Recuerdo que cogía el cigarrillo de una forma peculiar. Sus dedos amarillos manchaban las tizas de olor a tabaco. La sala de profesores era una nube de niebla espesa. Tanto que algunos adolescentes tosían al pasar por el pasillo. El tabaco estaba a la orden del día. Algunos padres les decían a sus hijos que no fumaran. Se lo decían entre calada y calada. Existía mucha demagogia en esa España de doble moral. En una España de coches con cenicero, ventanillas manuales y relaciones cara a cara. Recuerdo aquel Seat de Carmelo. De tapicería llena de agujeros por los descuidos de copilotos fumadores. Las alfombrillas emergían repletas de ceniza y el cenicero lleno de colillas. De colillas de Ducados. Unas más largas y otras más cortas. Todas revueltas como si fueran una sopa de tallarines. En el asiento de atrás, María bajaba la ventanilla. De caladas largas y apuradas. Recuerdo que exhalaba el humo, de su boca, en forma de aros. Aros de cebolla que se perdían en la carretera. En carreteras solitarias con arcenes cubiertos de colillas.