Aquella noche, El Capri estaba repleto. Peter cumplía cincuenta años y lo celebraba a lo grande. Recuerdo que la barra lucía con velas, confetis y botellas de tequila. Con dieciocho recién cumplidos, aparqué el Seat de mi padre. Era un coche grande y clásico como los de antes. Allí, en el asiento de atrás, yacían relatos envueltos de pecado. Desde el cenicero, asomaban colillas manchadas de carmín. Eran años locos. Locos para un joven con gafas "culo de vaso", pelo a lo afro y granos en la cara. Un joven que soñaba con llegar a Luna y cantar la última de Queen desde lo alto de la cima. En la pista, bailaban señores barrigudos y mujeres a deshora. En ese ambiente, conocí a mucha gente que hoy descansa en paz en los nichos del cementerio. Gente, como les digo, que dejaban su salario por la ranura de las máquinas tragaperras. Peter estaba cansado de tanto servir cubatas el día de su cumpleaños. Era una barra con forma rectangular. Una barra repleta de taburetes, ceniceros y secretos. Secretos de alcoba, de deudas clandestinas y vergüenzas ajenas.
En ese ambiente lugubre, de luces rojas y amarillas, mi vida transcurría como pez en el agua. A las cuatro de la madrugada, solo en el taburete de la esquina, conocí a Claudia. Me preguntó si llevaba hora. Le dije que mi vida no la medía con las agujas del reloj. Viuda desde hacía dos años, solía salir sola por la Vega del Segura. Peter, la miraba con ojos de deseo. Ella, hundía su ojos en el vaso de gintonic. Los recuerdos inundaban mi cabeza. Recordaba cuando jugaba al "ahorcado" en las clases de Manolo. Eran clases duras para alguien como yo, que lo único que quería es que llegase el fin de semana. Clases magistrales, aburridas y tensas como los años de la Guerra Fría. Una mañana, Manolo nos contó que echaba de menos una vida más alegre. Era tanta su autoexigencia que, sin darse cuenta, se había metido en los cincuenta. Los mismos que cumpliré en septiembre. Y los mismos que tenía Jacinto, el padre de Gabriel, cuando falleció de un infarto. La música de Loquillo envolvía de pecado la noche del garito. Noche de besos robados y gemidos clandestinos. Noche de camisas manchadas de carmín y cuerpos sudorosos con olor a tabaco.
Rondaban los noventa. La gente no usaba móvil ni caminaba cabizbaja por la selva de lo urbano. Eran los tiempos de la Expo de Sevilla, de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Capitalidad cultural de Europa en Madrid. Años que dejaban atrás la España gris del caudillo y los rombos en las películas de destape. En esos años, la economía familiar estaba por los suelos. La ruina se apoderó de los míos. Y pasamos, de la noche a la mañana, de acomodados a desesperados. Existía mucha negatividad en los intramuros de mi casa. El Capri se convirtió en el refugio de ese adolescente que quería llegar a la Luna. Ahí, en ese garito, encontré luces en lo oscuro. Luces tenues como las velas que deambulan en la procesión de Jueves Santo. Luces, como les digo, acompañadas de guitarras de hojalata. Y en ese taburete roido por la quemazón de las colillas, leía periódicos caducados y manchados de café. Leía los horóscopos, la programación de la Primera y los anuncios de contactos. Era una vida sucia para un joven invisble detrás del escaparate. Y así, un día y otro día. Días de nostalgia y añoranza por las glorias del pasado. Y dias de esperanza ante los rayos que asomaban tras las tardes de tormenta.
Antonio
/ 18 junio, 2024Sublime
Cada vez más poeta