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La nueva realidad

Tal semana como esta, pero hace tres años, Rusia invadió a Ucrania. El "pez grande" intentó comerse al "chico" pero no lo consiguió. Desde entonces, semana tras semana, la actualidad internacional no ha sido otra que la lucha entre Putin y Zelenski. Todo ello bajo la mirada atenta de Europa, China y los Estados Unidos de Biden. Hoy, con la llegada de Donald Trump a La Casablanca, las tornas han cambiado. Mientras Biden permaneció pasivo ante un conflicto, que salpicaba – de alguna manera – a la OTAN, Trump adquiere relevancia internacional por su acción ante el mismo. El acercamiento del presidente republicano al mandatario ruso abre un nuevo horizonte en las relaciones internacionales. Y lo abre porque provoca, en primer lugar, un acercamiento entre dos enemigos históricos. Y, en segundo lugar, porque deja en la ambigüedad los conceptos de la Unión Europea y la OTAN.

Artículo completo en Levante-EMV

Sobre Trump y Europa

El otro día, un periodista, afincado en Washington, me pidió colaboración para una pieza sobre Trump. Quería saber cómo vemos, en Europa, la llegada de Trump a La Casablanca. Trump, le escribí, es un político indefinible. Detrás de su personaje  se esconde el paradigma de los gobernantes republicanos. Su política proteccionista no es otra que un mecanismo de defensa ante el auge chino y europeo en los intramuros americanos. Así, ante esa percepción de fragilidad en comercio internacional, Donald Trump opta por un regreso al proteccionismo. Un proteccionismo que choca con la globalización. En un mundo súper conectado, la protección de lo interno tiene un doble efecto. Por un lado, existe un perjuicio para el tejido consumista, que observa como se restringe, o encarece, la oferta de productos. Y por otro, beneficia al "made in América" frente al "made in China". Esta medida, claro está, provoca una respuesta internacional. De tal modo que se activa, de alguna manera, la tercer ley de Newton. Aquella de "acción – reacción".

Este neoproteccionismo, en el seno de un liberalismo avanzado, implica que otros países hagan lo mismo contra la producción de Estados Unidos. De tal manera que existirán "aranceles de despecho", que supondrán un encarecimiento de cientos de artículos provenientes del otro lado del charco. Este clima de toxicidad económica – perpetrado por Trump – aumenta su veneno en lo militar. El supuesto "acuerdo de paz en Ucrania", o dicho de otro modo, el reparto de las tierras de Zelenski entre Putin y Trump supone una humillación para Europa. Tras tres años aguantando los caballos, Trump promete la paz en un "plis plas". Estamos ante una presunta colonización a cambio de seguridad. Una estrategia que se desarrolla en Ucrania pero cuya finalidad es debilitar al gigante chino. Tanto el proteccionismo como la intervención en Ucrania invitan al mismo objetivo. Una unión entre Estados Unidos y Rusia recrea, de alguna manera, las dos súper potencias de antaño. Dos grandes que se juntan para combatir, en lo económico, a un colosal cuya arma arrojadiza no es otra que el "low cost". Así las cosas, Europa queda reemplazada al Segundo Mundo.

Ante esta maniobra. Ante esta posible y doble alianza entre EEUU y Rusia, Europa debe – hoy más que nunca – fortalecer el objetivo que la vio nacer. Debe potenciar un mercado común, que prescinda de las economías rusa y americana. Y para ello se debe convertir en la "amiga de China". China, hoy más que nunca, necesita a Europa. Y la necesita sin los aranceles americanos y sin guiños a Putín. Sólo aquí, en Europa, China puede sobrevivir ante las dos súper potencias que se avecinan. Pero esta necesidad europea debería ser compensada. Si Europa no recibe nada a cambio, China terminará por hundir nuestras economías. Su producción low cost no tiene rival. Y no la tiene porque existe una desigualdad en el tablero de juego. Existen jugadores que juegan con ventaja. Unos se rigen por unas reglas y otros, por otras. De ahí que, Europa tiene la llave del gigante. Sin Europa, China está entre la espada y la pared. De ahí que el "sentido común" pasa por estrechar los márgenes de precios entre sus productos y los nuestros. Si no lo hace, si sigue ahogando a Europa, desde su ventaja competitiva, el tablero internacional cambiará. Y cuando cambie, estaremos a las puertas de la III Guerra Mundial.

Reinventar la docencia

Escucho voces que muestran su preocupación por la decadencia de la docencia. Hoy en día, el profesorado ya no es ese señor o señora que los alumnos trataban de "don" o "doña". Ahora existe un cierto escepticismo hacia el discurso del docente. Un escepticismo, como les digo, que cursa a modo de críticas y, en ocasiones, faltas de respeto. Existe una crisis de su función en una sociedad inundada de información. Esta crisis también tiene sus réplicas en la profesión del médico y de cualquiera que ostente el título de "experto". Estamos, por tanto, ante el crepúsculo de lo reglado. Cualquiera tiene acceso a cientos de fuentes informales, que divulgan parcelas del conocimiento. Manolo, por ejemplo, se autodiagnóstica su afección. Y lo hace porque ha consultado la primera página que le muestra Internet. Andrés, sin ir más lejos, ha decidido seguir la dieta de un famoso influencer. Y así, suma y sigue, hasta llegar a un establishment de lo autodidacta. Muere el aprendiz y resurge el rebaño de "los maestros".

La debacle del docente es el efecto de los efectos, y valga la redundancia, de Internet, la Inteligencia Artificial y la presencia – cada vez más – de todólogos. La búsqueda de información, a golpe de click, tira por la borda el mensaje de Aurelio, el profesor de Geografía. Y la tira porque sus alumnos tienen un plan B, que los sitúa en una zona de confort. La falta de atención en clase se suple mediante el consumo, a posteri, de tutoriales y consultas a la IA. Esta válvula de escape genera efectos colaterales. El alumno, sin darse cuenta, desarrolla un espíritu crítico paralelo. Independientemente de la calidad de sus fuentes, Jacinto observa puntos divergentes con el discurso oficial de su profesor. Hasta tal punto que su percepción abre la senda de cierto escepticismo hacia las fuentes oficiales. A ello, debemos añadir la proliferación de "todólogos", personas que opinan de todo, de forma "técnica", de un día para otro. Igual hablan de fútbol que de precipitaciones o volcanes. Y lo hacen con buena dicción y verborrea. Tanta que, en ocasiones, parecen doctores en la materia. La apariencia ha eclipsado la esencia. En muchas ocasiones, consumimos información sin rascar en las palabras.

Llegados a este punto, ¿qué deben – debemos – hacer los profesores? El docente debería adaptar su función a los nuevos tiempos. Y los nuevos tiempos vienen marcados por la IA, las grandes plataformas y las redes sociales. Los adolescentes son los propios directores de su programación. Y ellos deciden qué ver y a qué hora lo realizan. El "corsé" de los noventa ha cambiado. Ahora, los jóvenes reclaman libertad y son dueños, y señores, de su propia agenda. Los profesores desde las aulas no consiguen, en su mayoría, conectar con un auditorio que los desacredita cada día. Ante esta situación, deben cambiar las tornas y convertirse en líderes para sus alumnos. De ahí que su conocimiento, que está avalado por sus títulos, sea transmitido – de forma complementaria – por los nuevos "inventos tecnológicos". De esa manera se conseguiría que los expertos ganasen la batalla a los "pseudoexpertos". Se conseguiría que el alumnado vislumbrara en su maestro un ejemplo a seguir. Un ejemplo como los jóvenes avistaron en la figura de Sócrates.

La nueva felicidad

Cada día observo como prolifera el discurso Zen. La vida, decía Schopenhauer, es trágica por naturaleza. Vivir es un problema intrínseco al ser humano. La "nadea" – en palabras de Heidegger – nos insufla conciencia. Sabemos que hemos nacido, que vivimos y que algún día moriremos. Esa sabiduría, que la ignora el perro y el ratón – nos sitúa en una angustia permanente. Aunque las religiones sirvan de anestesia ante el dolor que supone la finitud de la vida, Manolo quiere que ese momento llegue lo más tarde posible. Nadie, salvo casos puntuales, se quiere marchar de este mundo. No estamos preparados para la despedida. Cualquier despedida es dolorosa. Y duele, maldita sea, porque el afecto es el pegamento que nos une como humanos. Ante esta auténtica verdad. Ante la certeza de que, sí o sí, moriremos, surge la esperanza en el "más allá". Un "más allá" que otorga sosiego a los creyentes y escepticismo a los ateos.

Ese escepticismo ante los ultramundos abre actitudes nuevas ante el destino. Abre, como les digo, la senda del existencialismo. Somos animales sistémicos y conscientes. Sistémicos porque formamos parte de un todo. Y conscientes porque no somos instintivos sino racionales. Esta racionalidad nos provoca sensaciones que son vividas por nuestro cuerpo. La razón nos sirve como advertencia ante los peligros de la vida. Las sensaciones son las huellas que las decisiones personales y ajenas provocan en nosotros. Y en ese baile, de sensaciones y razones, transcurre el devenir y desgaste de la materia. Una materia que recoge los avatares de los años. Avatares que sacuden nuestra piel, músculos y articulaciones. Avatares que se manifiestan en el espejo y en el testigo fotográfico. Y en ese camino hacia la fealdad surgen frustraciones ante el querer y no poder volver atrás. Frustraciones que se compensan con cremas caras, horas de gimnasio y vestimenta juvenil. Y en esa tragedia, buscamos una justificación que nos otorgue consuelo.

Lemas como "vive la vida", "la vida son momentos", "vive el aquí y ahora", "el futuro no existe" y "no pares de soñar", entre otros, manifiestan un consumismo enmascarado. Hemos pasado del "tanto tienes, tanto vales" a "tanto vives, tanto vales". De ahí que los años necesitan momentos. Momentos que se publican en las redes sociales. Momentos para contar a nuestros nietos. Y momentos para que la vida sea un cúmulo de recuerdos. Recuerdos como "el día que fuimos a París", "el musical que vimos en Madrid" y "la celebración de los 40". Recuerdos que disfrazan un consumo de sensaciones. Y tras ese consumo, muchos avistan el vacío. Es el vacío que hay detrás del "happy, happy", de la "dolce vita" y de miles de "likes" a lo largo de nuestra vida. Ese vacío necesita ser ocupado por nuevas vivencias, nuevos viajes y nuevos comentarios. Y en ese bucle, Manolo vive esclavizado. No piensa en el futuro sino vivir el instante. Vivir el presente que es, según él, lo único que existe. Un presente efímero que vive y muere en un eterno retorno. Un presente que incita a una nueva felicidad que algunos llaman vida.

Réquiem por la esencia

Aristóteles criticó a su profesor. Decía que no era necesario "ir al más allá" para explicar "el más acá". La realidad reside en el mundo que percibimos por los sentidos. Una realidad – la sustancia – que lleva implícita la esencia. Así, el discípulo de Platón, solucionó el problema del cambio. Parménides no supo explicar el paso del "ser" al "no ser" y viceversa. Sin embargo, Aristóteles explicó que el "ser" lleva – dentro de sí – el "será". La semilla será – o estará en potencia – de ser un árbol. Hoy, el mundo digital invita a los filósofos a que reflexionemos sobre el "nuevo ser". Un "nuevo ser" cuya definición necesita una doble dimensión. Por un lado, habitamos en lo presencial y por otro, en lo digital. Por un lado, somos de carne y hueso y por otro, somos un avatar. Ahora bien, esta "doble cara" está unida por una mente que las une. Tanto el "yo presencial" como el "yo digital" forman parte de un nexo espiritual, que algunos llaman pensamiento.

Ahí, en esa "torre de marfil" es donde reside la lógica del "nuevo ser". Ambos son dos caras de una misma moneda. En el mundo digital – en las diferentes plataformas – Manolo manifiesta una, de las tantas aristas, de su polígono. Ahí es donde muestra su rostro sonriente, sus dientes blancos y el último viaje a París. En su mundo cotidiano, Manolo es ese otro que se levanta a las siete de la mañana, desayuna café y trabaja hasta las tres. En el dualismo digital, el "nuevo ser" sufre una crisis de identidad. La doble realidad se convierte en una lucha de egos. Una lucha entre el "ego real" y el "ideal". El primero se mueve en lo presencial y el segundo en los bucles digitales. El primero obedece a la costumbre del lugar. El segundo al determinado algorítmico. Entre ambos, existe coherencia y contradicción. Manolo puede ser antipático, en lo cotidiano, y simpático en lo virtual. Y esa contradicción explica la esencia de su ser. Una esencia que reside en la mente. Ella es la que determina, en última instancia, si se manifiesta de una forma u otra.

Ante el nuevo ser, cabe que nos preguntemos por "¿quiénes somos?". Ahora la identidad se forma en la doble dimensión. Una identidad que admite ambigüedad y, por tanto, desconocimiento de la verdad por parte de los demás. En esa doble vía – presencia y virtual – muere la autenticidad. Y muere porque la esencia de algo es aquello que lo define como tal. Aquello – como digo – que se necesita para que el ser sea entendido como tal. El "nuevo ser" ha asesinado a su esencia. Ya no sabemos quién es Manolo. No sabemos si la simpatía del avatar es lo que lo define como tal. O, si por el contrario, su esencia es la antipatía que muestra en su mundo presencial. Esta inseguridad, abre la senda hacia el desconocimiento. Y en ese "desconocimiento" aplaudimos, o hacemos clic en el "like". Y lo hacemos sin saber – a ciencia cierta – si en esa manifestación – en forma de texto, foto o reel – reside la verdad. Manolo ya no sabe, a ciencia cierta, quién es. No sabe dónde empieza el relato que recubre su avatar y dónde acaba el que nutre su "yo presencial". Y en esa crisis de identidad – fruto del dualismo digital – fallece la confianza que los otros depositan en los demás. Comienza la tempestad.

Desilustración

El progreso técnico y la amenaza siempre han viajado juntos. Cualquier cambio tecnológico supone un saldo entre vencedores y vencidos. El ludismo, sin ir más lejos, fue un movimiento encabezado por los gremios de artesanos contra las máquinas. El trabajo en cadena y las fábricas supusieron un revés a los talleres manufactureros. Ese mismo cambio supuso, a su vez, un éxodo rural. La intensificación de los cultivos – o también llamada Revolución Agraria – rompió con los efectos de la Ley de Malthus. Una vez más, las máquinas sustituyeron a los brazos humanos. Algo similar también pasó, en el siglo XX, con el sector bancario. La Revolución Informática ocasionó miles de despidos. Empleados de banca, de unos cincuenta y pocos años, se vieron – de la noche a la mañana – prejubilados. El ordenador cambió la organización de las sucursales. Y aquellos que no se subieron al carro de la informática, fueron despedidos. Así las cosas, los cambios tecnológicos llevan consigo costes y oportunidades.

La Revolución Digital, de los últimos años, ha supuesto un cambio en los hábitos de compra. El comercio electrónico, que hace una década era algo incipiente, ahora se han convertido en una práctica habitual. La gente compra desde casa y lo hace en grandes plataformas. Estamos ante un consumismo a golpe de clic. Un clic que ha desplazado a miles y miles de comercios tradicionales. Las relaciones digitales se entablan paralelamente a las presenciales. Los nuevos hábitos sociales ponen en valor lo que somos frente a lo éramos. Tanto que el paso del tiempo lo apreciamos desde el cambio que supone los antiguo por lo moderno. Aún así, existen sectores que no han sufrido, de una forma acusada, el efecto de las olas revolucionarias. Las peluquerías, sí o sí, necesitan la presencia. No hay corte de pelo sin manos ni tijeras. Ni tampoco, hasta el momento, el dentista ha sido suplantado por brazos robotizados. No obstante, el avance llama a nuestra puerta cuando menos lo esperamos. Y sin avance, queridísimos amigos, no hay progreso sino estancamiento.

La Inteligencia Artificial (IA), y sus aplicaciones, ha llegado con fuerza a nuestras vidas. Cada día asistimos a más recreaciones artificiales. Y esta revolución afecta, y mucho, al sistema educativo. Y afecta, como les digo, porque existen herramientas que permiten hacer monográficos, trabajos fin de grado y hasta ecuaciones diferenciales. Estos instrumentos suponen un horizonte de sospecha en las relaciones entre profesores y alumnos. Tanto es así que muchos docentes evitan mandar trabajos para casa. Una situación que contradice el sentir de Bolonia. No olvidemos que la mayoría de asignaturas son evaluadas – de forma híbrida – mediante exámenes y tareas. Ello implica una reestructuración de los sistemas de evaluación. Una reestructuración que pasa por la realización de exámenes orales. La IA pone en crisis el oficio del experto. El consultor o asesor, de toda la vida, pierde fuelle ante la sabiduría de ciertos chats artificiales. La IA supondrá, también, la reinvención del periodismo. El mayor coste será el precio de la desintelectualización humana. Cómodos con la IA, perderemos la necesidad de pensar por nosotros mismos. Asistiremos a una desilustración que nos llevará a la minoría de edad. ¡Qué no se entere Kant!

Títeres de papel

Desde que Broncano aterrizó en La Primera, la batalla televisiva está servida. No hay semana que no tengamos una trinchera entre El Hormiguero y La Revuelta; o viceversa. Nosotros, desgraciadamente, formamos parte de la guerra por las audiencias. Somos audiencia y ostentamos el poder del mando. Un poder que es el que decide la televisión que deseamos. Desde hace años, vivo apartado de la programación televisiva. Suelo ser el artífice de mi propia programación. Así las cosas, puedo escuchar una conferencia de Mariam Rojas o una canción de Melendi. Y lo hago desde la libertad que supone disponer de plataformas digitales. Plataformas, como les digo, que permiten elegir – a la carta – documentales, películas y podcast; entre otros. La autoprogramación nos diferencia de la generación de nuestros padres. Su época mediática fue muy distinta a la nuestra. Con dos canales en la parrilla, no les quedaba otra que consumir una televisión dirigida desde arriba.

Los medios, por mucho que digan lo contrario, no son libres. Y no lo son, queridísimos amigos, porque existen intereses económicos que enturbian el romanticismo periodístico. De ahí que muchos estudiantes de periodismo asisten a la frustración cuando ejercen la profesión. Se dan cuenta que su "libertad de expresión" se convierte en mercancía. Sus artículos están escritos bajo el marco de líneas editoriales. Y estas líneas cocinan sus relatos para sus clientes prioritarios. De tal modo que cada cabecera lleva consigo el adjetivo de "progresista", "liberal" y/o "monárquica"; entre otros. Por ello, la prensa que leemos y los debates que vemos son, en su mayoría, previsibles. Así funciona la industria de la cultura. Una cultura que bajo el libre albedrío esconde líneas infraqueables. Por ello, el periodismo muere en la utopía. Muere en su "querer y no poder" actuar con total libertad. Existen clientes que pagan y "títeres que escriben". Y en esa relación mercantil muere la imparcialidad. Una imparcialidad que se asemeja al noúmeno de Kant.

Por ello, hace años que tiré la toalla. Antes soñaba con ser un articulista de renombre. Soñaba con ser columnista de cualquier "tigre de papel" pero pronto desistí. Y lo hice por convicción. Aún así, recibo correos electrónicos de lectores indignados porque algunos de mis escritos no han cumplido con su "pack ideológico". A todos les respondo que no escribo para ellos. No vivo de la opinión sino que opino por vocación. Y en esa vocación desinteresada, permito que los lectores conozcan los entresijos de mi mente. La escritura no es otra cosa que una desnudez del espíritu. Y en esa desnudez, quedamos desarmados. Sin armadura que nos proteja. Sin una empresa que responda por nuestros escritos, el escritor por vocación se convierte en un zorro justiciero. Un zorro, como les digo, que – desde la butaca – busca la compresión de la barbarie. De una barbarie que se manifiesta en todo tipo de relaciones. Barbarie que se nutre de envidias, celos y agravios comparativos. Y barbarie que impide la paz en los prados del desencanto.

De memoria y cuentacuentos

Tras una semana con gripe, hoy – por fin – vuelvo a la cabalgata de mi vida. Y lo hago con los residuos de un virus que entró en los patios del castillo. Con el dolor evaporado, miro a la España que habita en el horizonte. Y veo, queridísimos amigos, a una democracia que se aproxima al medio siglo de vida. Decía Jacinto, un señor que frecuentaba El Capri, que a los cincuenta años, la cara es un fiel reflejo de nuestra alma. Al llegar a la mitad del camino, los ojos ya no brillan igual que en la adolescencia. Los músculos no manifiestan la misma fuerza que a los treinta. Y la cabeza ya no luce la espesa cabellera. Aún así, el envejecimiento lleva implícito una contradicción. Por un lado, asistimos a la erosión de decenas de primaveras. Por otro, comprendemos mejor nuestro mundo interior y el que nos rodea. Así, debemos lidiar con el reflejo del espejo y la sabiduría ante la vida. Ante una vida repleta de pantallas, avatares e Inteligencia Artificial.

Se cumplen cincuenta años. Cincuenta años desde que acabó la dictadura. Y cincuenta años desde los primeros soplos de libertad. Desde el retrovisor, veo aquellos señores y señoras con pantalones de campana, patillas pobladas y gritos de prosperidad detrás de las pancartas. Tras cuarenta años de Nodos, rombos y silencio; la vida se concibe distinta a los tiempos de cautividad. Es por ello que se necesita memoria. Memoria para entender la fuerza que desprendían los jóvenes. Jóvenes de una España analfabeta. Una España en blanco y negro. De pantalones remendados, zapatos desgastados y cárceles patriarcales. Hoy, nuestros hijos viven alejados de aquellas batallitas. Batallitas contadas por abuelos que rozan los noventa. Abuelos que vivieron el hambre de la guerra, el pan con medallones y una vida alejada de la escuela. De una escuela destinada a los pudientes. Una escuela para la minoría. Una minoría que gozaba del privilegio de saber leer y escribir. Las hijas de Jacinto no pudieron estudiar. Su vida no fue otra que la esclavitud del hogar.

Hoy, España sabe leer. Aún así, existe odio entre los semejantes. Hay heridas que no han cerrado bien. Y no han cerrado porque en el recuerdo la mente no distingue entre realidad y virtualidad. Así, Manolo llora cuando recuerda los avatares de la guerra. Llora cuando habla del paseillo, el extraperlo y de la panadería de su tía Josefica. Hay tanto dolor latente que algunos políticos defienden el olvido. El olvido silencia pero no borra el pasado. Cualquier individuo tiene derecho a conocer su ayer. Y en ese deseo debe estar preparado. Preparado para la travesía que supone navegar hacia atrás. Y en esa navegación, asaltan tormentas repletas de rayos y relámpagos. Ahí, desde la butaca, Santiago comprende al abuelo. Y lo comprende a través de sus circunstancias. Sin ellas, el abuelo se convierte en un cuentacuentos. Se convierte, como les digo, en un narrador de hazañas ocurridas en islas imaginarias. Desde la angustia, escucho a Francisco. Cierro los ojos y recreo su contexto. Y en esa recreación, tomo conciencia de nuestro tiempo. De un tiempo diferente. Ni mejor, ni peor. Simplemente diferente.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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