Desde que Broncano aterrizó en La Primera, la batalla televisiva está servida. No hay semana que no tengamos una trinchera entre El Hormiguero y La Revuelta; o viceversa. Nosotros, desgraciadamente, formamos parte de la guerra por las audiencias. Somos audiencia y ostentamos el poder del mando. Un poder que es el que decide la televisión que deseamos. Desde hace años, vivo apartado de la programación televisiva. Suelo ser el artífice de mi propia programación. Así las cosas, puedo escuchar una conferencia de Mariam Rojas o una canción de Melendi. Y lo hago desde la libertad que supone disponer de plataformas digitales. Plataformas, como les digo, que permiten elegir – a la carta – documentales, películas y podcast; entre otros. La autoprogramación nos diferencia de la generación de nuestros padres. Su época mediática fue muy distinta a la nuestra. Con dos canales en la parrilla, no les quedaba otra que consumir una televisión dirigida desde arriba.
Los medios, por mucho que digan lo contrario, no son libres. Y no lo son, queridísimos amigos, porque existen intereses económicos que enturbian el romanticismo periodístico. De ahí que muchos estudiantes de periodismo asisten a la frustración cuando ejercen la profesión. Se dan cuenta que su "libertad de expresión" se convierte en mercancía. Sus artículos están escritos bajo el marco de líneas editoriales. Y estas líneas cocinan sus relatos para sus clientes prioritarios. De tal modo que cada cabecera lleva consigo el adjetivo de "progresista", "liberal" y/o "monárquica"; entre otros. Por ello, la prensa que leemos y los debates que vemos son, en su mayoría, previsibles. Así funciona la industria de la cultura. Una cultura que bajo el libre albedrío esconde líneas infraqueables. Por ello, el periodismo muere en la utopía. Muere en su "querer y no poder" actuar con total libertad. Existen clientes que pagan y "títeres que escriben". Y en esa relación mercantil muere la imparcialidad. Una imparcialidad que se asemeja al noúmeno de Kant.
Por ello, hace años que tiré la toalla. Antes soñaba con ser un articulista de renombre. Soñaba con ser columnista de cualquier "tigre de papel" pero pronto desistí. Y lo hice por convicción. Aún así, recibo correos electrónicos de lectores indignados porque algunos de mis escritos no han cumplido con su "pack ideológico". A todos les respondo que no escribo para ellos. No vivo de la opinión sino que opino por vocación. Y en esa vocación desinteresada, permito que los lectores conozcan los entresijos de mi mente. La escritura no es otra cosa que una desnudez del espíritu. Y en esa desnudez, quedamos desarmados. Sin armadura que nos proteja. Sin una empresa que responda por nuestros escritos, el escritor por vocación se convierte en un zorro justiciero. Un zorro, como les digo, que – desde la butaca – busca la compresión de la barbarie. De una barbarie que se manifiesta en todo tipo de relaciones. Barbarie que se nutre de envidias, celos y agravios comparativos. Y barbarie que impide la paz en los prados del desencanto.