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Sombras de piedra

De ruta por Valladolid, camino – junto con la familia – por el paseo de Zorrilla en dirección a la plaza Mayor. El calor seco contrasta con la humedad que desprenden las tripas de Alicante. A mi derecha, el parque Campo Grande, un espacio verde que insufla una bocanada de aire fresco a la selva de lo urbano. La gente camina despacio en comparación con los pasos de gigante que deambulan por Madrid. Los comercios y la hostelería abundan en Valladolid. Nos sorprende la presencia de quioscos de prensa. Quioscos que han desaparecido en las calles de Alicante. Y quioscos que nos recuerdan al que existía en el casco antiguo de nuestro pueblo. En los quioscos, cuelga un toldo rojo con "El Norte de Castilla", un periódico centenario que resiste a la crisis del papel. Leo en sus páginas que unos famosos han comprado el Castillo de Pedraza. Los castillos son mi pasión. Tanta pasión siento por ellos que, desde hace años, visito los castillos más emblemáticos de España.

Desde Valladolid, visitamos el castillo de la Mota en Medina del Campo. Construido con ladrillo rojizo, la fortaleza se convirtió en prisión. El duque Fernando de Calabria, César Borgia o el conde Aranda, entre otros, estuvieron presos allí. De ruta por los monumentos de Castilla, hacemos parada en el Real Monasterio de Santa Clara. Un palacio – del siglo XIV – construido por Alfonso XI y después reconvertido a monasterio por Pedro I. El olor a piedra y los motivos mudéjares, nos trasladan a los tiempos olvidados. Desde su interior abandera el silencio que caracteriza a la vida de clausura. En las paredes cuelgan pinturas anónimas. Pinturas de temática religiosa, que decoran las distintas dependencias. Los baños sorprenden al visitante. Se conserva, en el subsuelo, la obra de ingeniería que permitía la disposición del agua caliente. La paz y el sosiego permite distinguir el canto de los pájaros. El sol, nos permite ver el color primitivo que aguardan las piedras de sus muros. Un color insólito que acompañó a Juana "la Loca" durante sus años de cautiverio. Mientras paseamos por sus intramuros, intentamos comprender la vida hace quinientos años. Intentamos vislumbrar cómo vivían en aquellos tiempos. Tiempos de casamientos y relaciones internacionales basadas en nudos de sangre.

De viaje por Castilla y León, paseamos por la plaza Mayor de Salamanca. La magia del recinto, nos recuerda a la plaza Mayor de San Marcos. Echamos en falta palomas volando por su interior y violines sonando a la luz de la luna. Con el GPS en la mano, caminamos hacia la catedral. Una catedral que asoma desde lo lejos cuando llegas a la ciudad. Fascinados por su belleza, buscamos la Casa Museo de Miguel de Unamuno. Gran admirador de su obra, camino por la sombra que desprenden los muros de la Casa de las Conchas. Entre mesas de terraza, encuentro la estatua del que fuera rector de la Universidad de Salamanca. Siento, la verdad sea dicha, indignación por el lugar elegido. La terraza impide una contemplación íntima. Mientras observo su figura, por mi mente suenan con eco las palabras del maestro. Palabras valientes de alguien que vivió con contradicción y determinación. Desde lo lejos, vemos el perfil de un quiosco de prensa. Un quiosco con señores mayores, que hablan con su ejemplar bajo el brazo. En el hotel, vemos las fotos del viaje. Observamos la imagen en la plaza Mayor, el selfie en la puerta de la Catedral y mi rostro junto al busto de Miguel. Sublime.

La neofelicidad

La niebla eclipsaba el rótulo de El Capri. Era una niebla espesa. Espesa como la que aparece en la novela de Stephen King. Y espesa como las cataratas del Niágara. Esa noche, salí de casa. Era un sábado a deshora. La escarcha envolvía las ventanas de los coches. De coches con cenicero, radiocasete y ventanillas manuales. En aquellos años, yo era alguien muy distinto al que soy ahora. Fracasado en los estudios y sin ningún gato que me maullara, leía a escondidas libros de filosofía. Me llamaba la atención el tiempo y el sentido de la vida. Percibía la vida como una gran montaña. Una montaña de caminos pedregosos, serpientes y escorpiones. Tenía miedo a los avatares de la aventura. Y ese miedo encontraba sosiego en pensadores como Sartre. En El Capri, sentado en el taburete, pasaban – como ovejas – las horas de mi vida. De una vida desordenada como las piezas de un puzzle, cuando se saca de la caja.

Aquella noche, conocí a Rodrigo, un señor culto y sabio de la vida. Entre gintonic y gintonic, hablamos de la felicidad. Me dijo que hiciéramos un diálogo socrático. Me explicó en qué consistía. Y así comenzamos, reconociendo nuestra ignorancia, hasta llegar a una definición universal de la felicidad. ¿Serías feliz – me preguntó – si te tocara la lotería? No, los ricos también lloran. Hay ricos que conducen coches caros y, sin embargo, son pobres en conocimiento. Y ricos que son pobres porque les cuesta distinguir entre intereses particulares y amistades verdaderas. Y, si fueras una persona con dos carreras universitarias y sin trabajo, ¿serías feliz? No, le contesté. No, porque no podría cubrir bien mis necesidades. No podría comprar una casa y, ni siquiera, un coche que me desplazara de un sitio a otro. Lo pasaría mal y, por tanto, tampoco sería feliz. ¿Y si miraras atrás y vieses que tus sueños se han cumplido? Ahí sería feliz. Tendría confort espiritual ante lo conseguido. Estaría orgulloso por haber construido mi destino.

Parece que la felicidad tiene que ver con sueños y realidades. Parece que cumplir con lo propuesto reconforta el espíritu y otorga un placer superior al dinero. Gregorio, como si de Sócrates se tratara, prosiguió con el diálogo. Y si reinterpretaras tu pasado: ¿serías feliz? Por unos minutos, quedé en blanco. Ahora mi cuerpo es distinto al que tenía hace treinta años. Ahora veo a ese niño desde el prisma del adulto. Y ahora vislumbro llanuras donde antes había montañas. Luego, la percepción de la realidad entra en juego en la felicidad. Sería correcto, reinterpretar mi pasado. Y si lo hago desde vertientes más positivas y relativas, la tragedia mutaría hacia aspectos de comedia. La realidad es dulce o amarga en función del ojo con que se mira. De ahí que la actitud ante la vida es crucial para la felicidad. El relato ante los hechos determina nuestro bienestar interior. Aquella noche, el diálogo sirvió para llegar a descubrir los mimbres de la felicidad. La felicidad es un estado de confort, que encontramos cuando conseguimos nuestros retos y reescribimos la crónica de nuestro pasado. Con el pasado reescrito y la tenacidad ante los retos, sólo queda clamar por la salud. Sin salud, el cuerpo se convierte en ese coche averiado, que aguarda en el taller para ser reparado.

Biden – 1, Trump – 0

Casi toda la prensa internacional, está de acuerdo en que el presidente de los EEUU debe abandonar el barco. Con el titular "Joe Biden es un buen hombre y un buen presidente. Debe retirarse de la carrera", Thomas L. Friedman defiende – en el The New York Times – que "si – Biden – abandona, los ciudadanos le aclamarán por hacer lo que Donald Trump nunca haría: anteponer el país a sí mismo". Estas críticas no tendrían lugar si Joe Biden no se hubiese quedado en blanco durante el debate contra su rival. Durante diez segundos, al presidente de los EEUU se quedó, como diría un empirista, con la tabula rasa. Tanto es así que Jake Tapper, moderador de la CNN, le retiró el micrófono ante 51 millones de telespectadores. Aunque un lapsus lo pueda tener cualquiera, muchos politólogos  han reducido la gestión de cuatro años de legislatura a una mala pasada de la memoria. Tanto es así que solicitan otro candidato socialdemócrata. Entre los posibles sucesores señalan, entre otros, a Gavin Newson, Kamala Harris, Gretohen Whitmer, JB Pritzker, Josh Shapiro y Michelle Obama.

Decía Platón que el gobernante de la polis debía ser un filósofo. Sólo aquellos que hubiesen desarrollado el alma racional y culminado el ascenso dialéctico, serían buenos gobernantes. Y dicho ascenso, dicho cultivo de la sabiduría necesitaba tiempo. De ahí que los gobernantes debían ser señores mayores. Mahatir Mohamad fue primer ministro de Malasia con 92 años. Robert Mugabe se retiró de la política con más de 90 años. Girma Wolde-Giorgis gobernó su país con más de 88 años. Joaquín Balaguer dejó la presidencia de la República Dominicana con 89 años. Benedicto XVI fue papa a los 78 años. Herman Wouk publicó a los 97 años. Y sin ir más lejos, el otro día, Mariano Sanz – con 91 años – se licenció en Economía y Empresariales con 91 años. Luis Francisco Ponce de León – con 90 años – tiene 10 carreras y estudia Relaciones Internacionales en la Autónoma de Madrid. Estos, entre muchos, son ejemplos de que el saber no ocupa lugar. El tiempo lineal ha sido una construcción social, que sirve para correlacionar la edad con las fases vitales. De ahí que cualquiera, desde su fuero interno, puede empreder una revolución contra el "tiempo artificial".

El tiempo, según Nietzsche, no es lineal sino cíclico. Todo nace y muere en el instante. No hay tiempo sino cuerpo. Un cuerpo que – según sea pensado – puede ser un "muerto joven" por su vida descendente o, por el contrario, un "vivo viejo" por su vida ascendente. Es injusto que se mida la gestión de Biden por un lapsus de 10 segundos. El voto racional debe mirar por el retrovisor. Por un retrovisor que nos sitúa en los EEUU de Trump. Y esos EEUU no son otros que la defensa del mercado en detrimento del Estado. De la política a base de tuits. De la política proteccionista y del mal saber peder. Años del asalto al Capitolio y años que deconstruyeron el "Yes we can" de Obama. Biden ha sido el presidente que liberó a EEUU de la recesión económica tras la pandemia. Él, y no Trump, creó el mayor número de puestos de trabajo de la historia de su país. Él, y no Trump, aprobó el Plan de Rescate Estadounidense y la Ley Bipartidista de Infraestructura. En su primer año de legislatura, se triplicó la producción de coches eléctricos. Y con él, y no Trump, hay 5 millones más de estadounidenses con seguro médico. En medio de la pandemia, decidió que EEUU volviera a la OMS y al Acuerdo del Clima de París. El 30 de agosto de 2021, Biden retiró sus tropas de Afganistán tras dos décadas de presencia militar.

Trump nunca consiguió "drenar el pantano de Washington". No estuvo a la altura en la gestión de la pandemia. Su mandato culminó con la escalofriante cifra de 230.000 muertos por Covid-19 y 9 millones de contagiados. Contradijo a los expertos y tuvo la osadía de aconsejar a los infectados que se inyectaran lavandina. Sus logros económicos se derrumbaron, como un castillo de naipes, tras el advenimiento de la pandemia. Tanto es así que su país llegó a estar en recesión. Una recesión que destruyó miles y miles de puesto de trabajo. Y una recesión que dificultó el acceso, de miles de estadounidenses, al sistema de salud. Tuvo un estilo caótico en la Casablanca. Insultaba, por Twitter, a periodistas. Su egocentrismo lo situaba como una víctima ante un sistema mediático que iba contra él. Retuiteaba mensajes racistas y homófobos. Trump perdió las elecciones. Y las perdió, entre otras causas, por el castigo de miles de mujeres, hartas de su modales, y de hombres de más de 65 años; que criticaban su gestión ante el coronavirus y el difícil acceso a la salud.

Llegados a este punto, y hecho balance de sendos gobernantes, ahora toca decidir. Sin crisis del coronavirus por delante, "otro gallo hubiese cantado en el corral de Trump". No olvidemos que antes de la pandemia, el presidente republicano saneó la economía, creó puestos de trabajo y ahuyentó el miedo de la América vaciada. La pandemia fue la prueba del algodón de su mandato. Una pandemia, como les digo, que sacó su peor versión. Las heridas abiertas otorgaron la victoria a Biden, un señor tranquilo y moderado frente a un "juguete roto" tras una riña de cumleaños. Ahora, toca que Biden refresque la memoria. Toca que recuerde a las mujeres y a millones de familias, damnificadas por la pandemia, los efectos del trumpismo. Toca que ponga en valor la sabiduría sobre los lapsus de la edad. Una edad que – año arriba, año abajo – comparte con su rival (Trump, 78 años). Y toca que el mensaje del miedo – a la América de Trump – haga su efecto en la movilidad de la izquierda. Una izquierda que defiende la fórmula más Estado y menos mercado. Y una izquierda, que muy probablemente otorgue una segunda oportunidad a Biden, un líder apoyado por Obama. Alea iacta est.

Lepenismo, mileísmo y otros ismos

Mucha gente se pregunta, por qué la ultraderecha asciende en Europa, y en concreto en Francia. No se entiende, por qué existe una reactivación de ciertos discursos del pasado. Lo mismo sucedió con Trump, que ganó las elecciones con un relato de mimbres proteccionistas y etnocéntricos. Recuerdo que se hablaba de un muro entre Estados Unidos y México, como si de los tiempos medievales se tratara. El ser humano es un animal territorial por naturaleza. Lo mismo que el perro o el gato defiende su espacio, Manolo o Jacinto hacen lo mismo con el suyo. Y lo han hecho desde que un sujeto dijo aquello de "este territorio es mío". La propiedad privada – que tanto critcó Rousseau – aparte de sus ventajas, suscita desigualdad, envidia y deseos expansionistas. Contra esta miseria moral, Marx buscó una solución en la sociedad comunista. Una sociedad donde nadie es más que nadie sino todos los seres son cortados por las mismas tijeras. Sin embargo, el liberalismo radical aboga por un mercado que fomenta el individualismo y que culpa o responsabiliza al ser humano de su sino.

Este liberalismo resurge con fuerza en Europa y también en Argentina. Milei, tras su estancia en España, criticó al socialismo de Sánchez. El liberalismo agudo defiende un Estado mínimo, o dicho de otra manera, un Estado cuyas funciones se reducen a velar por la seguridad del país y poco más. El mercado, y de ahí la economía clásica que defendía Adam Smith, debe funcionar con la mano invisible. El Estado produce, según esta doctrina, desequilibrios o desajustes en las decisiones de qué, cómo para quién producir. El ser humano debe, en función de sus capacidades adscritas o adquiridas, luchar para sobrevivir en las estructuras del capitalismo salvaje. De ahí que, como ocurrió en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, los débiles se convertían en juguetes rotos para el capricho de unos pocos. Esta ideología, de corte darwinista, viene decorada por el credo de la felicidad. Se exige ser feliz. Y hoy, ser feliz es algo muy distinto a la ataraxia – o tranquilidad del alma – que defendía el helenismo. Ser feliz – en el siglo XXI – significa la consecución de retos y el reconocimiento por los mismos. Significa, repetir una y otra vez: "lo he conseguido por mis propios medios", "por mi mérito y esfuerzo" o "porque yo lo valgo"; entre otras frases similares.

Como decíamos atrás, en esta jungla, nos convertimos en animales en busca de comida y defensores del espacio. De tal modo que se activa una conciencia del espacio frente a las amenazas del enemigo. Se teme por perder lo conseguido. Y se teme porque el otro ocupe o se adueñe de nuestra zona de confort. Este temor es recogido, en forma de relato, por algunas fuerzas políticas. Si usted no para la amenaza, su vida – su felicidad – se verá, tarde o temprano, cuestionada. De ahí que el Trumpismo tocase esta tecla. Tocase la tecla de la pérdida de confort vital por parte de la clase media americana. Una clase social, que percibía su descenso por culpa de una clase terrateniente, que encontraba en la inmigración una mano de obra abundante y barata. Y por otra parte, percibía – y valga la redundancia – el posible ascenso de la clase trabajadora gracias a la clase alta de la América vaciada. Estas circunstancias, movieron el voto de millones de estadounidenses, de clase media, hacia la parte republicana. En Europa está pasando algo similar. Se ha construido, en la última década, una conciencia de riesgo de desaparición de la clase media. Los chalecos amarillos ya se hicieron eco de ello con sus protestas. "¡Cuidado que cada vez somos más pobres con apariencia de ricos!". Este miedo alimenta el auge de nuevos populismos y el renacimiento de viejos estribillos. Atentos.

De sueños y vagones

Hace un mes, asistí al Senado como finalista de los Premios de Internet 2024. Durante el viaje – en un tren de alta velocidad – terminé de leer Mortal y rosa de Francisco Umbral. Libro dedicado a su hijo Pincho, que murió de leucemia con tan solo 6 años. La carga testimonial de la obra se entremezcla con el uso desgarrado de versos llenos de dinamita. Por la ventana del vagón, asomaban las tierras de Castilla-La Mancha. Tierras por donde don Quijote cabalgaba a lomos de Rocinante. Los molinos, me traían a la mente, los viajes de mi infancia. Todos los años, por el mes de septiembre, mis padres viajaban a la feria del deporte, que se celebraba en la Casa de Campo de Madrid. Durante el viaje, escuchábamos canciones de los años sesenta. Años donde mis padres eran jóvenes. Los Brincos, los Pekenikes, los Bravos y los Relámpagos, entre otros, sonaban en el Sony, que llevaba de serie el Seat Málaga. Era el modelo GLD, gris oscuro y asientos de marfil. Un coche como los que regalaban en el 1, 2,3.

Tras llegar a Chamartín, cogimos – mi mujer y yo – un taxi, que nos llevara al acto. Durante el trayecto, hablé largo y tendido con el conductor. De Perú, y con pocos meses en España, hablamos de alquileres, de clima y del contraste de vida entre allí y aquí. Le dije que tenía un blog, que se llamaba El Rincón de la Crítica. Y le conté el motivo del viaje a Madrid. Mientras hablaba, las grandes avenidas, me traían a la mente la tranquilidad de mi pueblo. La vida en la capital – le dije al taxista – es muy estresante. Estresante por el sonido de las sirenas, la velocidad de los coches y el caminar rápido de cientos de desconocidos por las tripas de la Gran Vía. Hay tanto ruido en el paisaje, que no se oye el sonido de los pájaros. Ni siquiera, las ramas de los árboles tras las ráfagas de viento, ni el canto de los gallos a las seis de la mañana. Hay tanto ruido, que nada es claro y distinto sino turbio y ambiguo. Por la mente, me pasaba el estribillo de la Oda a la vida retirada de Fray Luis de León. Apreciaba, la vida alejada del mundanal ruido. Del ruido de las envidias, de los celos y el critiqueo en el seno de esos edificios repletos de oficinas.

Me despedí del taxista con un fuerte apretón de manos. Antes de que comenzara el evento, mi mujer y yo paseamos por las afueras de la Almudena. A las doce, entramos al Senado. Entramos a un edificio emblemático por la importancia de su significado. Y allí, como si de senadores se tratara, esperamos con entusiasmo el momento de la nominación. En la espera, recordé los primeros meses cuando comencé con el blog. Meses donde nadie leía mis escritos. Meses donde escribir se convertía en una voz en medio del desierto. Nadie daba un duro por un bloguero de provincias que soñaba con la luna. Tras trece años, ahora miro por el retrovisor de los tiempos. Miro y veo como aquellas semillas no eran tan salvajes como parecía. Ahora los frutos se los debo a los lectores. Sin ellos, este proyecto sería un barco a la deriva. Aunque no conseguí el premio, siento el orgullo de haber llegado hasta el Senado. Orgullo de que este humilde blog apareciese en la pantalla grande entre los tres finalistas.

La sociedad del esperpento

El ser humano se diluye en los discursos cotidianos. En esos diálogos – con el vecino, el jefe o el camarero – es donde se elaboran millones de percepciones en la selva de lo urbano. Somos una imagen en la mente de los otros. Y esa imagen se construye con los datos de la presencia y los recuerdos de la ausencia. Dentro de ese rincón mental, dibujamos la silueta de quienes interactúan con nosotros a lo largo de la vida. Ahí, elaboramos el retrato de los otros. Un retrato que se obtiene con la cámara de las circunstancias. Hoy, las circunstancias se hallan en el esperpento. En ese huerto – de cadáveres grotescos, formas irregulares y bromas de mal gusto – el vagabundo racional busca su cobijo. Muerto el intelectual de antaño, nace una nueva figura, que surca los mares del ahora. Nace el hombre grotesco, el mismo que viste extravagante, abomba la voz y dice sandeces en las barras de los bares. Ese señor o señora habla de todo sin ser especialista de nada. Refuerza sus argumentos con noticias de Internet y ejemplos de la calle. Habla para una audiencia de taburete, que goza de lo inmediato y evita la reflexión.

El todólogo prolifera en la España del ahora. Y lo más fuerte de todo es que su ruido sirve de ejemplo a jóvenes y no tan jóvenes. En este mundo – de titulares, eslóganes y noticias fugaces – muere el análisis. El analista de antaño pierde fuelle en la sociedad del esperpento. La brevedad de los discursos provoca un desarrollo evolutivo del análisis en detrimento de la síntesis. Y sin análisis, la mayoría de los relatos caen por el precipicio reduccionista. En la sociedad de las prisas, todo el mundo corre de aquí para allá. Muere el gusto por los detalles y el goce de la parada. Sin detalles, las miradas son superficiales. Vemos la copa de los árboles pero perdemos la ardilla que corre por sus ramas. En este modelo – de síntesis y atropello – la angustia se apodera de los esclavos de la espera. La espera se convierte en la tortura de nuestro siglo. La gente lo quiere todo al instante. Todo, como les digo, a golpe de clip. Internet ha demolido las esperas ante la taquilla de los cines, de bancos e instituciones. Ahora, el consumo es inmediato. Ahora la espera reside en el sofá de nuestras casas. Ahí, sentados, el consumidor espera la pizza y las cápsulas de café.

En la sociedad del esperpento, el conocimiento científico queda arrinconado en el seno de los paraninfos. La televisión se nutre de vísceras, llantos y miserias morales. El títere de nuestro tiempo se ha convertido en un devorador de lo banal. El consumo de chismes y diretes insufla aire a miles de vidas descendentes. Vidas que buscan el éxito inmediato. Un éxito en forma de postureo y número de seguidores. El famoso de hoy ya no es el cantante de ayer sino el influencer. Se aplaude la recomendación de calcetines, de cremas depilatorias y demás. Los adolescentes buscan sus guías en plataformas digitales. Ahora son las redes – y no los medios tradicionales – los nuevos agentes culturales. Las redes son la nueva droga. Crean adicción y síndrome de abstinencia. Ahora la sustancia placentera es el "like". En el esperpento, el "like" llena de autoestima a millones de anónimos callejeros. Se busca el reconocimiento de lo frívolo. Se aplaude a la taza del café, a la toalla en la playa y al selfie en el ascensor. El investigador del laboratorio, el opositor a juez o el profesor de secundaria se convierten en una especie de rara avis. Se extiende el valor de la suerte. De una suerte, sin mérito ni esfuerzo. De una suerte que viene servida por las nuevas administraciones de lotería. Ahora, la suerte se llama viralidad. Ahora, el decimo de lotería es el contenido. Un contenido cuya calidad se mide por su efecto viral.

Guitarras de hojalata

Aquella noche, El Capri estaba repleto. Peter cumplía cincuenta años y lo celebraba a lo grande. Recuerdo que la barra lucía con velas, confetis y botellas de tequila. Con dieciocho recién cumplidos, aparqué el Seat de mi padre. Era un coche grande y clásico como los de antes. Allí, en el asiento de atrás, yacían relatos envueltos de pecado. Desde el cenicero, asomaban colillas manchadas de carmín. Eran años locos. Locos para un joven con gafas "culo de vaso", pelo a lo afro y granos en la cara. Un joven que soñaba con llegar a Luna y cantar la última de Queen desde lo alto de la cima. En la pista, bailaban señores barrigudos y mujeres a deshora. En ese ambiente, conocí a mucha gente que hoy descansa en paz en los nichos del cementerio. Gente, como les digo, que dejaban su salario por la ranura de las máquinas tragaperras. Peter estaba cansado de tanto servir cubatas el día de su cumpleaños. Era una barra con forma rectangular. Una barra repleta de taburetes, ceniceros y secretos. Secretos de alcoba, de deudas clandestinas y vergüenzas ajenas.

En ese ambiente lugubre, de luces rojas y amarillas, mi vida transcurría como pez en el agua. A las cuatro de la madrugada, solo en el taburete de la esquina, conocí a Claudia. Me preguntó si llevaba hora. Le dije que mi vida no la medía con las agujas del reloj. Viuda desde hacía dos años, solía salir sola por la Vega del Segura. Peter, la miraba con ojos de deseo. Ella, hundía su ojos en el vaso de gintonic. Los recuerdos inundaban mi cabeza. Recordaba cuando jugaba al "ahorcado" en las clases de Manolo. Eran clases duras para alguien como yo, que lo único que quería es que llegase el fin de semana. Clases magistrales, aburridas y tensas como los años de la Guerra Fría. Una mañana, Manolo nos contó que echaba de menos una vida más alegre. Era tanta su autoexigencia que, sin darse cuenta, se había metido en los cincuenta. Los mismos que cumpliré en septiembre. Y los mismos que tenía Jacinto, el padre de Gabriel, cuando falleció de un infarto. La música de Loquillo envolvía de pecado la noche del garito. Noche de besos robados y gemidos clandestinos. Noche de camisas manchadas de carmín y cuerpos sudorosos con olor a tabaco. 

Rondaban los noventa. La gente no usaba móvil ni caminaba cabizbaja por la selva de lo urbano. Eran los tiempos de la Expo de Sevilla, de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Capitalidad cultural de Europa en Madrid. Años que dejaban atrás la España gris del caudillo y los rombos en las películas de destape. En esos años, la economía familiar estaba por los suelos. La ruina se apoderó de los míos. Y pasamos, de la noche a la mañana, de acomodados a desesperados. Existía mucha negatividad en los intramuros de mi casa. El Capri se convirtió en el refugio de ese adolescente que quería llegar a la Luna. Ahí, en ese garito, encontré luces en lo oscuro. Luces tenues como las velas que deambulan en la procesión de Jueves Santo. Luces, como les digo, acompañadas de guitarras de hojalata. Y en ese taburete roido por la quemazón de las colillas, leía periódicos caducados y manchados de café. Leía los horóscopos, la programación de la Primera y los anuncios de contactos. Era una vida sucia para un joven invisble detrás del escaparate. Y así, un día y otro día. Días de nostalgia y añoranza por las glorias del pasado. Y dias de esperanza ante los rayos que asomaban tras las tardes de tormenta.

España, Milei y el antídoto de la cultura

Esta mañana, he recibido un correo electrónico de Julián, un periodista de las tripas argentinas. Me pedía disculpas por los comentarios de Javier Milei. Decía que estos comentarios manchan la imagen de los argentinos y son caldo de cultivo para la xenofobia. Me pedía, como politólogo, que escribiera un artículo al respecto. Desde hace un tiempo, observo que el insulto se ha instaurado en los diálogos políticos. Insultos que, por su frecuencia, parecen normales cuando no lo son. No es normal, y lo decía en "X", que un presidente de un Gobierno se meta con la mujer de otro mandatario. Aunque la mujer de un presidente no se deba a los ciudadanos. Aunque no represente, como les digo, un cargo electo, su dignidad debe ser respetada. Y lo debe ser porque dicha dignidad está protegida por los Derechos Fundamentales, reconocidos en la Carta Magna. Derechos que son, a su vez, extraídos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Dicho esto, cualquier acto de esta índole debería ser sancionado. Algo que no ha hecho Feijóo. Y no lo ha hecho pese a la insistencia del partido que ostenta responsabilidades de Gobierno. Este silencio, por parte del jefe de la oposición, pone en evidencia que España es una partidocracia. No hay una identidad de país que reme al unísono ante la presencia de amenazas de cualquier procedencia. Esta crisis de identidad tiene sus causas en dos crisis de calado. La polarización del espectro político y el auge de los brotes nacionalistas. La polarización política impide que exista un mínimo de encuentro entre signos ideológicos distintos. Se nos olvida que entre liberalismo y socialdemocracia existe convergencia. Ambas ideologías son democráticas, defieren el Estado Social y de Derecho. La única diferencia estriba en la dosis de intervencionismo estatal. A más derecha, menos Estado, más centralización y mercado. A más izquierda, más Estado, menos centralización y mercado. Los brotes nacionalistas en un Estado de las Autonomías distorsiona el concepto de España. Un concepto que, en ocasiones, cuesta definir.

Para recuperar la identidad se necesita cultura. La cultura responde a un sumatorio de elementos que configuran la idea de país. Dentro del sistema cultura tenemos varios subsistemas: el político, económico, religioso, parenteral, artístico e histórico, entre otros. Es necesario que los subsistemas sean heterodoxos, o dicho de otro, que cada uno contribuya al todo. De esa forma se consiguen sinergias, que cohesionan y ofrecen sentimientos de unión que impiden las grietas intestinas. Esta cohesión cultural neutraliza cualquier amenaza. Un país, unido y fuerte, es el antídoto perfecto para permanecer inmune ante los temblores del espacio. En España, por desgracia, casi nunca hemos llegado a ese punto de fraternidad que tanto necesitamos. Nuestra historia ha sido un cúmulo de desavenencias entre reinos y coronas. Desavenencias entre rojos y azules. Y desavenencias entre territorios. Esa disonancia interna traspasa nuestras fronteras y nos otorga una imagen de familia frágil y dividida. Por ello, debemos sacar fuerzas de flaqueza. Debemos respetar y defender, con uñas y dientes, nuestras reglas de juego. Un barco – unido y con conciencia de equipo – es el mejor valor para navegar en aguas turbulentas como las presentes.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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