Sonámbulos de Creta

Miro a mi alrededor y solo veo gente cabizbaja y ensimismada en las historias de sus móviles. Gente sonámbula que transita con su avatar por la selva de lo urbano. En esa selva, de culebras y serpientes, busco una farmacia de guardia un sábado a deshora. Mientras camino, recuerdo el olor que desprendían los árboles de la avenida. Recuerdo aquella noche, de hace más de treinta años, cuando por primera vez inundé mis penas con las burbujas del gintonic. El Capri estaba en el esplendor de sus días. Peter tenía poco más de treinta años. Era un tipo simpático, con chupa de cuero, tupé y patillas de Loquillo. Solo en la barra, envuelto en una telaraña de arañas amazónicas, miraba por el telescopio el sino de mi vida. De una vida marcada por penurias económicas y fracaso educativo. Allí, en la oscuridad del garito, conocí a Lola; una mujer de las tripas madrileñas. Me dijo que iba de camino a Orihuela por asuntos de trabajo. Recuerdo, años más tarde, como su marido lloraba en el día de su entierro. Era un llanto desgarrado de un señor enamorado. Enamorado de la misma señora que manchó el cuello de mi camisa con garabatos de carmín.

Leo, en la soledad de mi despacho, las cartas amarillentas que me enviaba mi primo cuando hacia la mili en los Regulares de Melilla. Y en esas cartas veo, tras las sombras de sus renglones, una España convaleciente de cuarenta años de Nodo, toros y rombos clandestinos. Son cartas con letras de gigante, pausadas y entrelazadas como si fueran amantes en un huerto cubierto por cruces de bambú. Son confidencias escritas desde la angustia que supone la privación de libertad por cuestiones militares. Mientras las leo, recuerdo aquellas tardes en casa de mi abuela. Eran tiempos donde los niños jugábamos al fútbol con pelotas de papel. Ahora, el móvil ha cambiado los hábitos de juego. Tanto que casi no se ven adolescentes jugando al teje, a la comba o al "churro, manga, mangotero". Ahora el Sálvame, y otros programas por el estilo, han sustituido a Espinete y don Pimpón por chismes  y diretes. Era la España del felipismo, de la Pasionaria y el fraguismo. Un país con hambre de libertad, de diálogos y consensos. Un país de jóvenes renovados por los aires parisinos. Jóvenes románticos que expresaban su disconformidad con canciones protesta y poemas de Miguel. Hoy, aquellos románticos, son jubilados que buscan, y no encuentran, el reflejo en nuestros jóvenes.

En El Capri leo el Marca. Un Marca arrugado y con manchas de café. Mientras lo leo, Juan deja caer su sueldo por la ranura de las máquinas tragaperras. Siento el dolor que supone una vida malgastada por el ocio y el vicio. Y me acuerdo de Platón, del mismo señor que tanto buscó la armonía entre la razón y el corazón. El café enciende cientos de hogueras en mis bosques interiores. En ellas, siento las quemaduras que deja el paso del tiempo en los troncos olvidados. Y entre ellas, veo a ese otro que se saltaba las clases de Filosofía para jugar al futbolín los viernes a segunda. Ese otro asoma cuando menos lo espero. Asoma en fiestas de cumpleaños, en noches de insomnio y en paseos matutinos. Era un chaval de pelo negro y ondulado, con gafas de pasta y torpe ante la vida. Un chaval que sentía miedo ante los rugidos del minotauro. Son las tres de la madrugada. Mientras escribo, oigo el maullido de los gatos en el crepúsculo de la noche. Ahora ya no hay gallos que canten como cantaban antes. Ahora, los móviles portan melodías. Melodías de sirenas, de teléfonos antiguos, de cornetas y trompetas. Melodías de gallos que cantan cada día para despertar a los sonámbulos. A los mismos que transitan cabizbajos por el laberinto de Creta.

Un año de guerra

Hace un año, se produjo la invasión de Rusia a Ucrania. Hoy, doce meses después de aquel episodio fatídico, los ucranianos sufren la metralla de su invasor ante un panorama desolador. Más allá del encarecimiento de las materias primas, el orden mundial ya no es el mismo que hubo antes del conflicto. Y no lo es, queridísimos lectores, porque la invasión ha puesto en valor a la OTAN como garantía de seguridad ante posibles amenazas internacionales. Una OTAN, como les digo, que se ha mantenido en su sitio desde el minuto uno de la contienda. Aún así, la no intervención abre un dilema ético de calado. ¿Se debe mirar para otro lado mientras dos chavales se parten la cara en medio de la calle? o, por el contrario,  ¿debemos separarlos aunque nuestro físico corra riesgo de ser dañado? Los chavales, en este caso, son Rusia y Ucrania. Y los espectadores, son los países del resto del mundo.

Tras doce meses de guerra enquistada, las fichas del tablero mundial pueden cambiar de un momento a otro. De un momento a otro, el desgaste de Putin puede culminar en una bandera blanca o en una tensión más de la cuerda. Lo primero se presenta como algo poco probable. Poco, porque una retirada de las tropas o un alto el fuego definitivo supondría un duro golpe al orgullo ruso. Sería una imagen de boxeador perdedor, de país arruinado y "humillado" ante los ojos de su gran rival en la Guerra Fría. Y una tensión más de la cuerda, o dicho de otro modo, una extensión del conflicto a países limítrofes de Ucrania, y pertenecientes a la OTAN, supondría el preámbulo de la Tercera Guerra Mundial. Estaríamos ante un conflicto bélico entre dos grandes bloques claramente definidos. Dos bloques que pondrían en jaque a China, un país cuya economía depende, en su mayoría, del cliente europeo. Un cliente que en términos bélicos participaría, por su pertenencia a la OTAN, con el bando americano. No olvidemos que hace unos días, Estados Unidos explotó, por razones de seguridad, un globo chino que rondaba por su cielo. Si Putin tensara la cuerda, estaríamos ante un conflicto de índole mundial. Y un conflicto con consecuencias indescriptibles ante la amenaza del temido "botón rojo".

La Paz y la Seguridad se presentan como los principales retos de la defensa actual. La Seguridad implica el desarrollo de ejércitos profesionales y coordinados a nivel internacional. Para ello resulta imprescindible que se amplíen los presupuestos en defensa en la zona comunitaria. Presupuestos que sirvan para modernizar el transporte militar y su armamento ante la activación del riesgo bélico. Por otro lado, es urgente que arranquen los mecanismos de Paz. Para vehicular un escenario pacífico es importante que la diplomacia juegue su papel mediador. Un papel, como les digo, más allá de visitas a la zona cero y postureo político, que lo único que causan es una pseudaimagen de paz de cara a la galería internacional. La ostentación de unión entre los países de la OTAN es condición necesaria pero insuficiente para la solución del conflicto. Tras un año de tensiones, lo cierto y verdad, es que el conflicto se halla anquilosado en una guerra fría que nos recuerda a otras páginas del pasado. De un pasado que nos sirvió para comprender que las guerras guardan similitudes con las luchas de egos.

Repensar España

Encerrado en los bodegones de la experiencia, sin ningún perro que me ladrara, miré – desde los barrotes de mi ventana – las miserias del siglo XXI. Entre chatarra y chatarra, encontré el juguete roto de Occidente. Un juguete oxidado por la contaminación de un lenguaje maloliente que algunos llaman postmodernidad. Entre los cables, hallé un discurso del presente que no encajaba con las tuercas del pasado. Tras los filósofos de la sospecha, asistimos a la praxis del marxismo y del superhombre nietzscheano. Dos escenarios liderados por Hitler, Stalin y Mussolini que pusieron en valor el fracaso de la razón en pleno siglo XX. Hoy, desde las torres de marfil, vemos un paisaje desolador. Un paisaje postbélico que todavía huele a chamusquina. Rota la bicefalia de las dos superpotencias, Europa ya no es aquella locomotora que tanto gustaba a Hegel en los tiempos de la colonización. Estamos ante una UE que, día tras día, se convierte en el hermano tonto de la globalización. Occidente mira con nostalgia a las glorias de su pasado. Glorias como aquella Gran Alemania, de los tiempos de Bismarck, que soñó con el Imperio y acabó malherida por el impacto de la metralla.

En el extremo de Europa, una península llamada España sufre, en su diana, las consecuencias de su pasado. Asistimos ante una patria ambigua, dividida y sin futuro. Ambigua porque atiende a cientos de definiciones inconexas y contradictorias. Dividida porque todavía subyacen, en el ideario colectivo, los fritos y refritos del siglo XIX. De un siglo marcado por la ingobernabilidad, la crispación y los intentos de construir una democracia con ladrillos de paja. De una democracia que se transformó en una lucha silenciada por cuarenta años de autocracia. España es el residuo de aquel imperio insostenible que tanto añoró la generación del noventa y ocho. Hoy, con una inflación y un sistema "low cost" galopante, España no tiene futuro. La clase media se encoje como lo hace un acordeón al final de un cumpleaños. Las repetidas intervenciones del Gobierno son el síntoma de una economía decadente. De una economía que necesita que el Estado lance salvavidas ante el hundimiento del Titanic. España se ha convertido en un enfermo crónico cuya única cura no es otra que los cuidados paliativos. España es ese pantalón descosido por sus cuatro costados que no encuentra sastre alguno que lo arregle y lo remiende.

Sin pactos en el horizonte, Hispania se convierte en una jungla sin tigres ni leones. Una jungla donde grita el laissez faire en medio del incendio. Sin una mirada al unísono por la salvaguarda del interés general, España se sitúa en una partidocracia fallida donde la crítica es acallada por cientos de espirales del silencio. Hoy, más que ayer, se debe activar la memoria. Debe correr el diálogo entre viejos y jóvenes para tomar conciencia histórica. Sin historicidad, la sociedad se transforma en una enferma de Alzheimer. Una enferma que no sabe de dónde viene ni adónde va. Así, sin brújula y sin memoria, es imposible que recuperemos la voluntad de progreso que, en las últimas décadas, nos ha identificado. Falta que recuperemos la identidad como país y para ello se necesita una reconstrucción de la autoestima. Ahora que las naves se han quemado. Ahora que la clase media agoniza por su pobreza. Ahora es cuando España necesita nuevos líderes más allá de los acostumbrados. Faltan líderes que vayan más allá del relato retrógrado de los partidos postfranquistas. Faltan líderes que articulen un discurso de Estado. Un discurso que  nos toque la conciencia y nos abra los ojos. Que nos los abra para que seamos conscientes que vamos por el sentido equivocado.

De centros y derecha

Con el título "Radiografía del centroderecha", el editorial de ABC – del pasado 5 de febrero – argumenta a favor de un centro capitaneado por la derecha. Según el texto: "hoy parece ser el PP el partido que, según los sondeos, recoge el voto huérfano de Ciudadanos, pero también Vox y el PSOE optan atraer a sus votantes descontentos". Así las cosas, "si a efectos electorales la variable Ciudadanos despareciese definitivamente de la ecuación del centro derecha, el sistema electoral proporcional que rige España premiará al PP en detrimento del PSOE en muchas provincias. En eso radica la lucha por el centro donde el PP parece ganando ya todo el espacio real a Ciudadanos".  Según el último barómetro del CIS, de hace tres semanas, "El PSOE ganaría las elecciones generales con solo 1,7 puntos de ventaja sobre el PP". La cadena Ser, por su parte, publicaba hace tres días, el siguiente titular: "El PP mantiene su ventaja sobre el PSOE, mientras la ultraderecha gana casi un punto".  El País, la misma línea, publicaba recientemente que "Vox se recupera tras tres meses de caída, mientras PP y PSOE se estancan".

Más allá del análisis técnico de las encuestas, lo cierto y verdad, es que el PP y el PSOE andan muy ajustados en la contienda electoral. Ese equilibrio se podría romper, en cualquier momento, por el repunte de Vox. Así las cosas, no podemos concluir – a ciencia cierta – que el Pepé abanderará, en los próximos meses, el centroderecha. El descalabro de Ciudadanos, y su posible desaparición, no es condición suficiente para que sus votantes opten por la moderación. Hay contraejemplos al respecto. En mi pueblo, sin ir más lejos, los dos concejales que perdió Izquierda Unida desembarcaron en las aguas de Ciudadanos. Luego, el partido naranja, aglutina en su seno un voto ambiguo, y por tanto, difícil de preveer. Tanto es así que, con la información sobre la mesa, Vox crece – en intención de voto – mientras las fuerzas de centro – PP y PSOE – quedan estancadas. No será, y es conveniente que nos lo preguntemos – que muchos exvotantes de C's se apartaron del PP por la grieta enorme que existía en su partido. Y que, a día de hoy, descontentos con el liderazgo de Feijóo opten por la marca de Abascal. La foto entre Rajoy, Aznar y Feijóo no representa al centro. No olvidemos que los recortes de Mariano, y el aumento de la desigualdad, todavía están en el recuerdo de la clase media.

La posible desaparición de Ciudadanos también podría significar un aumento de la abstención electoral. El votante de Albert Rivera representaba, en su mayoría, a una derecha joven o "nueva derecha", en palabras de Sánchez. Feijóo no representa – en contraste con Ayuso – a un partido joven sino a un partido que recuerda a las estructuras del conservadurismo gallego. El PP no va más allá de la crítica perenne a la legitimidad del sanchismo. Un sanchismo que, dentro de sus pactos, cumple con las reglas de la aritmética parlamentaria. El catálogo de medidas, orquestadas por Pedro, afecta directamente – y de manera positiva – a los bolsillos de los españoles. La subida del 8,5% de las pensiones, el incremento del SMI y las políticas familiares, entre otras, contrastan con los recortes asfixiantes que la derecha hizo en su día. Una derecha que ganó precisamente, entre otras causas, por la "derechización" de Zapatero. No existen, por tanto, certezas concluyentes para aplaudir una hipotética victoria del centroderecha. El auge de Vox es precisamente el síntoma de que algo está haciendo mal el PP. No olvidemos que el enemigo electoral del PP no es el PSOE sino Vox. Cuanto más suban las siglas de Abascal, menos probable será que Feijóo gane las elecciones.

Demiurgo, Nous y la era tecnocéntrica

"¿Cómo puede ser – se preguntaba Descartes – que yo, que soy imperfecto y finito, tenga dentro de mí la idea de perfecto e infinito? Una idea que no es adventicia ni facticia, sólo puede ser innata. Luego Dios es el único ser que la ha podido introducir en mi mente". Así, concluiría el francés, "Dios existe". Este razonamiento, sobre lo perfecto e imperfecto, también tuvo cabida, en la Antigüedad Clásica, con Platón a la cabeza. Decía el maestro de Aristóteles que este mundo – el sensible, aquel que percibimos por los sentidos – es una copia imperfecta del mundo de las ideas. Las ideas guardan la esencia de las cosas de este mundo y, al mismo tiempo, son perfectas y la auténtica realidad. Según Platón, fue Demiurgo – una especie de inteligencia divina – quien construyó este mundo, tomando como referencia la realidad inteligible. Estamos ante un alfarero que hace este mundo a imagen y semejanza del otro. Un hacedor similar al Nous de Anaxágoras aunque salvando sus matices.

La tecnología como creación humana nunca será perfecta. Y no lo será – dicen los tecnoescépticos – porque lo programado no puede superar al programador. Así las cosas, todo lo creado por nuestra especie nace con defectos porque nosotros, los Sapiens, somos seres creados, y por tanto, imperfectos. Dios – en palabras mecanicistas del siglo XVII – es el relojero del mundo que le da cuerda al reloj y desaparece de la escena. O, en términos escolásticos, Dios es ese motor inmóvil que lo mueve todo sin ser movido por nada. El progreso técnico resultaría inofensivo porque la máquina nunca sabrá más que nosotros. Tanto el robot como el gusano de seda es prácticamente imposible que se salgan de su programa. Imposible porque si lo hicieran adquirían las características de lo humano. Es el hombre quien puede violentar las leyes de la naturaleza. Aún así, por mucho que Manolo se ponga en huelga de hambre, no podrá vencer a la necesidad de comer y morirá tarde o temprano.

La máquina – me comentaba Inés – gana, en ocasiones, la partida de ajedrez. La Inteligencia Artificial se puede convertir, por tanto, en una pólvora difícil de controlar. La combinación y recombinación de algoritmos puede ocasionar sinergias que superen a la inteligencia humana. Sinergias que pueden derivar en ingenierías de datos muy complejas e imprevisibles. Ingenierías que superarían los alcances, hasta ahora, de la estadística inferencial. Tales ingenierías se podrían utilizar para el diseño de planes. De planes que nos convertiría a los humanos en conejitos de indias. Conejitos alienados ante un Big Data más sabio que nosotros. Un Big Data que condicionaría nuestros hábitos de vida. El control exacerbado será, sin ninguna duda, la antesala de ese neoprogreso que afectaría a la humanidad. Un neoprogreso que alteraría el motor de la historia; pondría en jaque las relaciones de producción y tiraría por la borda al hombre como fundamento último del conocimiento. Pasaríamos de una era antropocéntrica a otra tecnocéntrica. Estaríamos ante un tecnocentrismo que legitimaría a una ciencia inhumana. ¡Paren las máquinas!

El efecto Shakira

Aunque no suelo escribir en caliente, reconozco que grandes obras se han escrito en momentos de tristeza. Decía Schopenhauer – el "filósofo pesimista" – que la vida es trágica y que el arte sirve de refugio y anestesia contra las heridas de la morada. A lo largo de la historia, las emociones negativas han sido el motor de la literatura. Así las cosas, Quevedo, sin ir más lejos, se reía de la nariz de Góngora y este, a su vez, de los "pies zambos" de aquel. Cervantes también lanzó dardos envenenados contra Lope de Vega. Al final, tal y como cantaba Rafa Sánchez en aquella mítica canción de los noventa, "fueron los celos". Fueron los celos, y vaya si fueron, los mismos que ilustraron los temas de Alaska, John Lennon y Queen, por ejemplo. Y más allá de los celos, el despecho – ante la traición del amado o amada – ha sido el caldo de cultivo para cientos de películas. Películas como "American Beauty",  "Una proposición indecente" e "Infiel"; han llevado, a la pantalla grande, el dolor que suponen "los cuernos" en la jungla de los egos. Un dolor, como les digo, que mueve grandes cantidades de dinero en la industria de la cultura.

Artículo completo en Levante-EMV

Mendigos de likes

Durante una temporada, frecuenté El Capri los jueves por la tarde. Eran tiempos universitarios donde lo único que circulaba por mi mente era ser alguien de provecho el día de mañana. Corría el año 1996, un año donde la derecha conseguía el poder tras más de una década de periplo socialista. Recuerdo que Aznar fue investido presidente del Gobierno gracias al apoyo de los catalanes, vascos y canarios. En esa España, Internet estaba en pañales. Los primeros móviles pesaban más que los ladrillos y, por supuesto, no había wasap. Las comunicaciones eran cara a cara. No existían las redes sociales y el postureo, faltaría más, era una cuestión de la farándula y el famoseo. Recuerdo que Peter nos hablaba de las películas de destape. Películas que se exponían, en estanterías alejadas, dentro de los videoclubs. Películas, como las de Pajares y Antonio Ozores, retrababan un país menos cohibido, y más despeinado, tras cuarenta años de Nodos, rombos y corridas de toros. 

En aquellos años conocí a Gabriela, una psicóloga que frecuentaba el garito dos días por semana. Era una mujer elegante, con olor a perfume caro y bolsos de boutique. Entonces la psicología no estaba tan avanzada como ahora. Al psicólogo sólo acudían quienes – y disculpen por la expresión – "estaban a punto de arrojarse por la ventana". La violencia de género, si existía – que seguro que existía -, no se hablaba casi nada de ella. Los medios no se hacían eco de las tragedias domésticas. Y la invisibilidad del problema hacía que no generase la preocupación ciudadana del ahora. Ella, en petit comité, me contaba – siempre guardando el secreto profesional – anécdotas del oficio. Me decía que la mayoría de clientes asistían a la consulta en busca de reconocimiento. La gente "necesita una abuela en su vida". Necesita alguien que les regale los oídos y les suba la autoestima. Esa abuela no es otra que el psicólogo. Los psicólogos – me decía – cambian el punto de mira para que las percepciones sean menos dañinas. Para que ese vaso que vemos medio vacío, mañana lo veamos medio lleno.

Hoy, mientras paseo por las redes sociales, recuerdo aquellos diálogos a deshora. Me doy cuenta que esa señora llevaba razón. Y la llevaba porque nos hemos convertido en mendigos de likes. Buscamos un reconocimiento crónico. Si las redes sociales no dispusieran de ese corazón, o "me gusta" otro gallo cantaría. Maslow habló de las necesidades de pertenencia al grupo y de reconocimiento social. En los últimos años, han proliferado los grupos telemáticos. La gente, más allá de la familia, necesita estar presente en grupos de amigos, de asociaciones culturales, deportivas y demás. De esa manera, se verifica aquello que decía Aristóteles sobre nosotros. Somos "politikones" – animales sociales – que frecuentamos el ágora y debatimos en la asamblea. Ahora el ágora es Internet y la asambleas son "los directos" de las redes sociales. Directos, como les digo, donde el orador habla desde el poder de su tribuna. Una tribuna que lo aparta de su rol cotidiano y lo convierte en alguien "importante", como lo era Sócrates en los tiempos de Trasíbulo.

Game Over

Después de cenar en familia, y tras las doce campanadas, bajé al Capri. Necesita, la verdad sea dicha, un buen trago de Bourbon que inundara, de risa, las penas de mi vida. Allí, solo en el garito y sin ningún perro que me ladrara, leí lo que ponía en una servilleta que yacía en la periferia de la barra. Mientras sostenía la copa, Manuela – la hija del chatarrero – se acercó y me deseó feliz año nuevo. Me dijo que se acordaba de cuando éramos adolescentes y bailábamos "la culpa fue del cha, cha, cha"  en la oscuridad de la Trébol. Su rostro ya no era el de aquella joven que llevaba a los tíos de cola cuando hacia aros con el humo del Malboro. Ahora, la huella de sus labios no era tan roja como la que dejaba grababa en los cuellos de las camisas. Mientras la gente bailaba, entre guirnaldas y cubatas, yo paseaba descalzo por los surcos de mi móvil. La Nochevieja, le dije a Fermín, es una noche falsa. La gente luce pletórica como si fuera un comercio en época de rebajas. Detrás de esos potingues se esconden las cicatrices que los animales sufrimos en la selva de lo urbano.

El paso de los años ha borrado el dibujo que lucía los azulejos del Capri. Ahora las losas, del suelo, son un mosaico de miles de huellas de zapatos clandestinos. Huellas de mocasines y de tacones de aguja. De chanclas y de náuticos rotos. De noches en vela, de lágrimas suicidas y de labios descosidos. En el fondo del garito, Manolo funde la paga extra por la ranura de las máquinas tragaperras. En la puerta del aseo, entre sillones y taburetes, veo a Jacinto abrazado con la esposa de Francisco. El reloj se quedó sin pilas minutos antes de que por fin viéramos el vestido de la Pedroche. Las manecillas paradas no impiden que el amanecer termine por eclipsar a la noche. Me acuerdo de cuando vivía mi abuelo y cenábamos toda la familia el día de Nochevieja. Eran años donde España clamaba libertad después de cuarenta años de Nodos y de rombos. Años donde las películas de Pajares ponían en valor el sexo sin fines reproductivos. Y años donde la gente avanzaba en la lucha contra sus miedos. Ahora, observo un país resignado. Un país de jóvenes, y no tan jóvenes, que miran con nostalgia a la generación de sus padres. De jóvenes que cantan Trap, y juegan al ahorcado, a través de sus mundos digitales. Es, precisamente, ese choque de trenes, el que mueve los vagones de millones de poetas.

Hoy, releo mi agenda de sueños. Y compruebo que el tiempo es un ladrón de ilusiones. Un ladrón que te priva de anhelos y posibilidades. El tiempo nos roba la primavera. Nos roba el pigmento del cabello, la fortaleza de nuestros músculos y la ingenuidad de nuestra infancia. Ese ladrón nos roba cada día un poquito de segundos, de minutos y de horas. Y nos lo roba sin que el espejo nos avise de los hurtos que padecemos. Nos roba parte de nuestro ser. Parte de ese otro que éramos y ya no somos. De ese devenir que diría Heráclito si viviera. La "Despechá" envuelve de pecado los rincones del garito. En la barra, Peter está pletórico. En él veo a ese rockero, de patillas pobladas y tupé a lo Loquillo, que fumaba Ducados y bailaba, como ninguno, en las fiestas de San Roque. Fiestas donde las ratas cantaban, a deshora, en la oscuridad de la alcantarilla. Fiestas sin vergüenza y desenfreno. Fiestas, maldita sea, sin relojes en las muñecas. Y fiestas con la única preocupación de que la noche durase más de lo esperado. Y en ese jolgorio que es la vida, las pantallas pasan como si fuera un juego – de zombis y marcianos – hasta que aparece el maldito Game Over.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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