Tras una semana con gripe, hoy – por fin – vuelvo a la cabalgata de mi vida. Y lo hago con los residuos de un virus que entró en los patios del castillo. Con el dolor evaporado, miro a la España que habita en el horizonte. Y veo, queridísimos amigos, a una democracia que se aproxima al medio siglo de vida. Decía Jacinto, un señor que frecuentaba El Capri, que a los cincuenta años, la cara es un fiel reflejo de nuestra alma. Al llegar a la mitad del camino, los ojos ya no brillan igual que en la adolescencia. Los músculos no manifiestan la misma fuerza que a los treinta. Y la cabeza ya no luce la espesa cabellera. Aún así, el envejecimiento lleva implícito una contradicción. Por un lado, asistimos a la erosión de decenas de primaveras. Por otro, comprendemos mejor nuestro mundo interior y el que nos rodea. Así, debemos lidiar con el reflejo del espejo y la sabiduría ante la vida. Ante una vida repleta de pantallas, avatares e Inteligencia Artificial.
Se cumplen cincuenta años. Cincuenta años desde que acabó la dictadura. Y cincuenta años desde los primeros soplos de libertad. Desde el retrovisor, veo aquellos señores y señoras con pantalones de campana, patillas pobladas y gritos de prosperidad detrás de las pancartas. Tras cuarenta años de Nodos, rombos y silencio; la vida se concibe distinta a los tiempos de cautividad. Es por ello que se necesita memoria. Memoria para entender la fuerza que desprendían los jóvenes. Jóvenes de una España analfabeta. Una España en blanco y negro. De pantalones remendados, zapatos desgastados y cárceles patriarcales. Hoy, nuestros hijos viven alejados de aquellas batallitas. Batallitas contadas por abuelos que rozan los noventa. Abuelos que vivieron el hambre de la guerra, el pan con medallones y una vida alejada de la escuela. De una escuela destinada a los pudientes. Una escuela para la minoría. Una minoría que gozaba del privilegio de saber leer y escribir. Las hijas de Jacinto no pudieron estudiar. Su vida no fue otra que la esclavitud del hogar.
Hoy, España sabe leer. Aún así, existe odio entre los semejantes. Hay heridas que no han cerrado bien. Y no han cerrado porque en el recuerdo la mente no distingue entre realidad y virtualidad. Así, Manolo llora cuando recuerda los avatares de la guerra. Llora cuando habla del paseillo, el extraperlo y de la panadería de su tía Josefica. Hay tanto dolor latente que algunos políticos defienden el olvido. El olvido silencia pero no borra el pasado. Cualquier individuo tiene derecho a conocer su ayer. Y en ese deseo debe estar preparado. Preparado para la travesía que supone navegar hacia atrás. Y en esa navegación, asaltan tormentas repletas de rayos y relámpagos. Ahí, desde la butaca, Santiago comprende al abuelo. Y lo comprende a través de sus circunstancias. Sin ellas, el abuelo se convierte en un cuentacuentos. Se convierte, como les digo, en un narrador de hazañas ocurridas en islas imaginarias. Desde la angustia, escucho a Francisco. Cierro los ojos y recreo su contexto. Y en esa recreación, tomo conciencia de nuestro tiempo. De un tiempo diferente. Ni mejor, ni peor. Simplemente diferente.
Ramón
/ 6 enero, 2025Entre unos y otros eso es lo que pretenden, convertir la memoria en cuentos y a los supervivientes en cuenta cuentos. Nos han hecho creer que el olvido es el antídoto que permite cerrar las heridas del pasado.
francisco jose martinez lopez
/ 6 enero, 2025El olvido no soluciona nada, se puede perdonar pero nunca olvidar porque eso facilita que la historia se pueda volver a repetir.
De hecho estamos viendo de un tiempo a esta parte el cuestionamiento de la legitimidad del sumatorio de la mayoria parlamentaria.
Los jovenes necesitan conocer la historia pero no la version partidista que nos han contado hasta ahora en los libros escolares.