Cada día observo como prolifera el discurso Zen. La vida, decía Schopenhauer, es trágica por naturaleza. Vivir es un problema intrínseco al ser humano. La "nadea" – en palabras de Heidegger – nos insufla conciencia. Sabemos que hemos nacido, que vivimos y que algún día moriremos. Esa sabiduría, que la ignora el perro y el ratón – nos sitúa en una angustia permanente. Aunque las religiones sirvan de anestesia ante el dolor que supone la finitud de la vida, Manolo quiere que ese momento llegue lo más tarde posible. Nadie, salvo casos puntuales, se quiere marchar de este mundo. No estamos preparados para la despedida. Cualquier despedida es dolorosa. Y duele, maldita sea, porque el afecto es el pegamento que nos une como humanos. Ante esta auténtica verdad. Ante la certeza de que, sí o sí, moriremos, surge la esperanza en el "más allá". Un "más allá" que otorga sosiego a los creyentes y escepticismo a los ateos.
Ese escepticismo ante los ultramundos abre actitudes nuevas ante el destino. Abre, como les digo, la senda del existencialismo. Somos animales sistémicos y conscientes. Sistémicos porque formamos parte de un todo. Y conscientes porque no somos instintivos sino racionales. Esta racionalidad nos provoca sensaciones que son vividas por nuestro cuerpo. La razón nos sirve como advertencia ante los peligros de la vida. Las sensaciones son las huellas que las decisiones personales y ajenas provocan en nosotros. Y en ese baile, de sensaciones y razones, transcurre el devenir y desgaste de la materia. Una materia que recoge los avatares de los años. Avatares que sacuden nuestra piel, músculos y articulaciones. Avatares que se manifiestan en el espejo y en el testigo fotográfico. Y en ese camino hacia la fealdad surgen frustraciones ante el querer y no poder volver atrás. Frustraciones que se compensan con cremas caras, horas de gimnasio y vestimenta juvenil. Y en esa tragedia, buscamos una justificación que nos otorgue consuelo.
Lemas como "vive la vida", "la vida son momentos", "vive el aquí y ahora", "el futuro no existe" y "no pares de soñar", entre otros, manifiestan un consumismo enmascarado. Hemos pasado del "tanto tienes, tanto vales" a "tanto vives, tanto vales". De ahí que los años necesitan momentos. Momentos que se publican en las redes sociales. Momentos para contar a nuestros nietos. Y momentos para que la vida sea un cúmulo de recuerdos. Recuerdos como "el día que fuimos a París", "el musical que vimos en Madrid" y "la celebración de los 40". Recuerdos que disfrazan un consumo de sensaciones. Y tras ese consumo, muchos avistan el vacío. Es el vacío que hay detrás del "happy, happy", de la "dolce vita" y de miles de "likes" a lo largo de nuestra vida. Ese vacío necesita ser ocupado por nuevas vivencias, nuevos viajes y nuevos comentarios. Y en ese bucle, Manolo vive esclavizado. No piensa en el futuro sino vivir el instante. Vivir el presente que es, según él, lo único que existe. Un presente efímero que vive y muere en un eterno retorno. Un presente que incita a una nueva felicidad que algunos llaman vida.