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De gripes y carpe diem

El otro día, recibí un correo de André, un politólogo francés afincado en Lyon. Hace años, allá por el 2013, hablamos largo y tendido sobre política comparada. A ambos, nos interesan los paralelismos entre hechos históricos, tales como la Revolución Francesa y Bolchevique, por ejemplo. Me comentó que estaba investigando, en la Universidad de París, sobre Charles de Gaulle y sus relaciones con la prensa. Me preguntó sobre la pandemia en España, su incidencia, prevalencia y gestión de la misma. Le conté, no me lo pude callar, las palabras – inoportunas, desde mi punto de vista – de Victoria Abril para la Sexta. Palabras, instauradas en el negacionismo, que contrastan con la preocupación social ante la pandemia. Una pandemia que, de alguna manera, nos recuerda al "Soldado de Nápoles" o "la enfermedad de moda", nombre que recibió la Gripe Española, por parte de los medios nacionales, allá por 1918.

Aquella gripe mató, en dos años, a más de 40 millones de personas en todo el mundo. Y las mató tras registrar una sintomatología similar al coronavirus: fiebres altas, cansancio general, dolor de oídos, diarreas y vómitos esporádicos. La falta de antibióticos derivó en neumonías severas que acabarían con la vida de los afectados en cuestión de cinco días. La insuficiencia respiratoria fue, según los informes de la época, el detonante principal de aquellas morgues improvisadas. A diferencia de nuestra pandemia, la epidemiología no estaba tan avanzada. Ni siquiera existía la esperanza en la vacuna. El neodarwinismo – o la teoría sintética de la evolución – explicaba los saldos naturales del día a día. La genética – que diría Mendel – y la selección natural – que diría Charles – decidían quién vivía o moría ante los ojos del enemigo. Un enemigo, como el actual, invisible y de origen desconocido. Nunca se supo, a ciencia cierta, si su origen estuvo en Francia, China o en Estados Unidos.

A diferencia de las víctimas por Covid, la gripe española se cebó con los adultos jóvenes. Sus víctimas fueron personas entre 20 y 40 años. Personas, como les digo, en la flor de la vida que, por lo que cuentan los expertos, no estuvieron expuestas al virus durante su niñez y, por tanto, carecían de inmunidad. No se sabía tanto, como hoy sabemos, acerca de los protocolos sanitarios. Aún así, se establecieron cuarentenas para los infectados, aumento de las medidas higiénicas, uso de máscaras de tela y gasa, distancia social y paralización de buena parte de la vida pública. Medidas que, como hoy, tuvieron repercusiones negativas en la economía. Tras el fin de la pandemia, llegó la filosofía del "Carpe diem", una actitud ante la vida basada en el valor del instante en detrimento del futuro. Un valor que se verbalizaba mediante frases como: "vive cada día como si fuera el último de tu vida". Y ese “viva el presente”, de los felices años veinte, trajo consigo grandes dosis de consumo, placer y desenfreno. 

Sobre heridas y cicatrices

Cansado del ahora, decidí viajar a la Segunda República. Necesitaba, la verdad sea dicha, desintoxicar mis neuronas de tanto coronavirus y pesimismo moral. Tras dos días de vuelo, aterricé en "el Madrid de 1933". Mientras caminaba por las callejuelas de la capital, los carteles de La Barraca – grupo de teatro dirigido por Federico – anunciaban La Vida es Sueño de Calderón de la Barca. La misma obra que leí en mis años de instituto por, ordeno y mando, de "El Divino", mi profesor de literatura. En la acera, mendigos y niños limpiabotas contrastaban con los sombreros de la nobleza. Tras comprar El Heraldo de Madrid, me fui al hostal. Allí, solo y sin ningún perro que me ladrara, quedé con Manolo, un periodista afincando en Aranjuez. Le pregunté por la reforma agraria y la cuestión religiosa. Me dijo que la República no pintaba bien. Que la Iglesia y la nobleza estaban de uñas con la izquierda. Y lo estaban porque veían peligrar sus intereses de clase. Los primeros porque los terratenientes se convertían en un asunto del pasado. Los segundos porque la educación dejaba de ser un feudo de las sotanas.

Me comentó que Primo de Rivera y Alfonso XIII habían dejado una población analfabeta. Tanto que casi nadie sabía ni leer, ni escribir. Y tanto que casi no existía la cultura. Le dije que en la España del 2021, una pandemia nos había robado los besos y los abrazos. Que los bares estaban cerrados y que la gente tenía miedo. Miedo a enfermar y temor a morir. Le conté que habíamos perdido la sonrisa por culpa de las mascarillas. También hablamos de política. Le dije que la derecha estaba rota. Rota por la irrupción de nuevos partidos. Y rota por su resultado catastrófico en las elecciones catalanas. Me dijo que allí, la derecha también estaba dividida. Dividida entre los nostálgicos de la monarquía, los que miraban al fascismo y los afines al ejército. Un ejército monárquico – a pesar de su juramento por la República – y despechado por las reformas de Azaña. Las derechas contaban con una militancia adinerada, contactos financieros e influencia mediática. Las izquierdas, por su parte, contaban con bocas hambrientas y mentes analfabetas. Esta era, sin duda alguna, la herencia recibida de una dictadura con alma de corona.

Tras varios días en el año 1933, viajé al 1938. Necesita saber el devenir la República. Después de dos horas de vuelo, aterricé en el fuego de una olla a presión. El miedo de la CEDA a la insurrección obrera, la fallida reforma agraria, la secularización de la educación y el rencor del ejército sembraban las semillas de la guerra. De una guerra entre religiosos y seculares, patronos y obreros, jornaleros y terratenientes. De una contienda entre civiles y militares,  republicanos y monárquicos. Y entre rojos y azules. Una guerra, y disculpen la redundancia, entre quienes defendían la democracia y quienes soñaban con el orden que garantizaba la dictadura. Ese escenario, de amor y odio entre hermanos, sepultó un proyecto con sus luces y sus sombras. Un proyecto que hoy se vislumbra como un haz de luz – una democracia – entre dos oscuridades, dos dictaduras. Hoy, en la soledad de mi despacho recuerdo las anécdotas del viaje. Recuerdo aquel niño que limpiaba las botas a las capas de la nobleza. Y recuerdo aquellas heridas sangrantes ante la ausencia de cicatrices. Heridas, como les digo, por el fracaso de la libertad, la igualdad y la fraternidad; las tres proclamas de la República.

Hasél, disturbios y semáforos en rojo

A veces – decía el otro día en Twitter – siento miedo cuando escribo algún tuit. Pienso "y si ofendo a alguien", "y si he dicho algo que infringe la legalidad vigente". Y esos "y si" hacen que, en más de una ocasión, decenas de borradores no salgan a la luz. Este temor, a la recepción de mis escritos, me ocurre aquí, en España. Me ocurre, como les digo, en un país con el derecho a la libertad de expresión reconocido en la Constitución. El caso Hasél, por ejemplo, invita a la reflexión. Normalmente, asociamos la cárcel con delitos materiales, tales como asesinatos, violaciones, robos y demás. Nos cuesta creer que alguien pueda perder su libertad por escribir, ciertos comentarios, en Internet. Y cuando pensamos así, no nos damos cuenta de que en cualquier democracia existen semáforos en rojo que nadie debe saltar. Semáforos regulados por códigos normativos. Y semáforos que, nos gusten más o menos, debemos respetar. Y entre tales semáforos tenemos: el respeto a las instituciones, a la forma de Estado y a las víctimas del terrorismo, por ejemplo.

La sociedad civil es libre de criticar las leyes cocinadas por el poder legislativo. Existen diferentes mecanismos de protesta – manifestaciones, recogida de firmas, propaganda, y concienciación ciudadana – para exigir la modificación, o derogación, de aquellas normas que incomodan, o no gustan, a determinadas mayorías. En ocasiones, el descontento social se manifiesta por cauces distintos a los establecidos. Y dentro de esos cauces está la violencia callejera. La quema de contenedores, rotura de escaparates y todo tipo de "guerrilla urbana" ponen en valor "la Paz". La Paz como complemento necesario del Estado de Derecho. Sin tranquilidad en el asfalto, la estética de la democracia pierde su poder. La violencia como mecanismo de protesta representa la fragilidad de la inteligencia emocional. Una inteligencia que se basa en el autoconocimiento, la autorregulación, la empatía y las destrezas sociales. La quema de contenedores no es el camino para vehicular nuevos horizontes en el hemiciclo de los leones.

Cuando una parte de la sociedad se rebela contra sus representantes legítimos, la democracia yace herida en el campo de batalla. Y eso es, queridísimos lectores, lo que está pasando en un país llamado España. Estamos ante una olla a presión que estalla cuando alguien desenrosca su tapón. Y ese tapón no es otro que la indignación, de una minoría, ante determinadas reglas de juego. Estamos ante un tablero donde varios jugadores están disconformes con el reglamento que regula la partida. Esa disconformidad crece cuando las pérdidas son mayores que las ganancias. Y ese saldo negativo estalla, de vez en cuando, en forma de pataletas, insultos y golpes en la mesa. Es bueno que se cuestionen las reglas. Pero esa cuestión, legítima – faltaría más -, se debe vehicular a través de cauces formales que respeten el perímetro de la Paz. Es urgente, por tanto, que se abra el debate acerca de la Ley Mordaza. Y es necesario que se llegue a un gran pacto social, político y educativo sobre la libertad de expresión. Un pacto que ponga en valor el interés general por encima del particular.

Miseria moral

Decía Weber, sociólogo alemán, que el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia. Un monopolio otorgado, como diría Hobbes, por el pueblo. Esa violencia, faltaría más, no es absoluta sino limitada por un cordón sanitario que se llama Estado de Derecho. Dentro de ese cordón, el Gobierno – a través de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de Estado –  vela para que la paz social rija la vida en las sociedades democráticas. Esa "Paz Perpetua", que pronosticó Kant, no se cumple en los prados del ahora. El progreso tecnológico no ha dado lugar al progreso moral soñado. Los valores de libertad, igualdad y fraternidad. Valores defendidos por la Revolución Francesa han fracasado. Hoy, tenemos miseria moral. Mucha miseria moral. El credo del "sálvese quien pueda" prevalece sobre el altruismo, la solidaridad y la empatía. Y ese credo americano, que reina nuestras vidas, nos convierte en seres egoístas, materialistas y psicópatas.

La sociedad de clases, aquella que surgió a finales del siglo XVIII como consecuencia de la Revolución Industrial, sirvió para revestir de bondad el "sálvese quien pueda" que decíamos atrás. El mérito y el esfuerzo, tan tarareado por la ideología neoliberal, sirve para justificar el fracaso moral que nos ha traído la razón capitalista. La desigualdad social se explica desde el prisma individual. Un prisma que aleja – de un plumazo – la explicación estructural que defendía Marx. Así las cosas, expresiones tales como "cada uno recibe lo que se merece", "el tiempo pone a cada uno en su sitio" y otras por el estilo; nos sitúan ante una racionalización falsa de la pobreza. Falsa porque, más allá del mérito y el esfuerzo, existe la suerte. Una suerte – o cruce entre oportunidad y mérito – que explica por qué no, siempre, se cumple la ecuación inteligencia igual a dinero. Aparte de la suerte, existen fuerzas mayores – como por ejemplo una pandemia u otras catástrofes naturales – que ubican en la pobreza, más absoluta, a miles de hosteleros y empresarios, por ejemplo.

Estamos ante un mundo inundado de miseria moral. Hemos conseguido inventar móviles de última generación, trenes de alta velocidad y aviones sofisticados pero, amigas y amigos, no hemos avanzado casi nada en lo que se refiere a la moral. Seguimos siendo los mismos españoles que protagonizaron El Buscón de Quevedo. Somos el mismo país de envidiosos y celosos que doscientos años atrás deambularon por nuestras calles y avenidas. Hemos cambiado las ruedas del carro por los neumáticos del coche pero "nada más". Y ese "nada más" lo hemos demostrado con las vacunas. Muchos concejales y gente de renombre han actuado como lo hizo el Lazarillo de Tormes. Vergüenza sería la palabra que mejor nos define. Vergüenza por ser una sociedad de dimes y diretes. Y vergüenza porque, aunque todos no estemos metidos en el mismo saco, la vida de muchos transcurre en una lucha de egos. Esa lucha se manifiesta en la partidocracia. En una partidocracia de zancadillas, bulos, postverdades y vuelvo bajo. Estamos ante una España de pandereta, que diría Gasset. Ante un país de hermanos enfrentados en un barco fragmentado.

Mudanzas

Aquella noche, conocí a Juana, una mujer de unos cincuenta y pocos que frecuentaba El Capri los viernes a deshora. Corría el año 1993, un año terrible para los míos. El cierre de la empresa familiar, las deudas y las lágrimas se convirtieron el estribillo de los días. En aquellos tiempos, mi autoestima estaba en números rojos. Tanto que los espejos sobraban en los muros del hogar. Y tanto que el patito más feo del lago era un esfinge al lado de mi cuerpo de hojalata. De un cuerpo delgaducho, miope y desaliñado. El Capri se convirtió en mi segunda casa. Gracias a Peter, aprendí que los días sabemos como empiezan pero nunca como acaban. Aprendí que somos únicos e irrepetibles. Tanto que nuestro valor – nuestra dignidad – es superior al dinero. Recuerdo una frase que me dijo el tío Paco, el padre de Peter: "Riega tu huerto, cuida los árboles". Y acto seguido, añadió: "porque si no lo haces, no recogerás la cosecha".

Juana, me comentó que estaba de mudanza. Me dijo que Alberto – su marido – la había dejado por otra. Por otra más joven que ella. Por otra con mejores tacones y potingues en la cara. Necesitaba cambiar de aires y olvidar aquella casa. Olvidar, maldita sea, sus rincones y olores. Olvidar ese sofá que fue testigo de sus gemidos a media noche. Y olvidar el sabor amargo que sentía cuando estiraba sus piernas en la colcha de la cama. Mientras hablaba, la miraba a los ojos. Quería medir el dolor que yacía en los intramuros de su cuerpo. De un cuerpo castigado por los azotes de la vida. Dentro encontré vacío. Encontré un pozo sin luz, sin aire y sin aliento. Estaba ante una mujer rota. Una mujer deshecha por la traición de su marido. Le dije que el pasado podemos taparlo. Taparlo como el que tapa un hoyo con ladrillos y cemento. Pero el hoyo seguirá siempre ahí. Seguirá  en nuestro interior porque ese agujero forma parte de nuestro feudo.

Me dijo que no podía más. Que necesitaba abrir nuevas cortinas en las ventanas de su vida. Ventanas hacia nuevos parques y jardines. Y ventanas – le contesté – hacia nuevos patios interiores. Por mucho que cambies un árbol de sitio, no podrás cambiar su raza. Podrás realizar injertos pero, amiga mía,  el árbol que nace pino: "pino vive, pino muere". Así de cruda es la vida. Las mudanzas no nos libran de las piedras de la mochila. No borran las huellas del pasado. De un pasado sujeto a otras circunstancias, a otros momentos de la vida, cierto. Pero, al fin y al cabo, un apunte autobiográfico. Pasado que nos sirve para entender nuestro presente. Y pasado que nos enseña el camino para caminar hacia el futuro. Hoy, mientras recordaba a Juana, oigo en la radio la noticia de "Génova – 13". Oigo que el Partido Popular cambia de sede. Cambia de sede, cierto, pero siempre llevará consigo su historia, su pasado.

Réquiem por Ciudadanos

Tras la derrota de Ciudadanos en las elecciones catalanas, un periodista – de un medio de renombre – me preguntaba acerca de lo sucedido. Quería saber por qué las filas de Inés habían perdido 30 escaños en los últimos cuatro años. Por qué Ciudadanos había pasado de ser la fuerza más votada en 2017 a la séptima en 2021. Y por qué Carrizosa levantaba tan pocas simpatías. Más allá de la baja participación electoral, argumento esgrimido por Arrimadas, la derrota de Ciudadanos invita a otras narrativas. La primera, y la deberíamos subrayar con amarillo, es el cambio de las circunstancias sociopolíticas. El procés ha perdido fuelle en los últimos años. Ciudadanos ya no es el refugio para los votantes cabreados de izquierdas y derechas. Ya no es un partido con anclaje en Cataluña sino una opción, como otra cualquiera, dentro del espectro nacional. Esta pérdida de identidad con "lo catalán" ha suscitado un éxodo de votantes hacia otros partidos más definidos.

Otro motivo, de la debacle del naranja, ha sido la crisis de liderazgo. La dimisión de Rivera ha calado en el electorado catalán. La derrota de Rivera fue el síntoma del cáncer terminal que azota a Ciudadanos. La ambigüedad de su discurso, la imprecisión de su ubicación dentro del espectro político y sus contradictorios pactos de gobierno en diferentes comunidades autonómicas justifican, de alguna manera, el deterioro de sus siglas. Unas siglas que no representan, en términos nítidos, una ideología precisa. Para unos Ciudadanos representó, en sus inicios, a la burguesía constitucionalista de las tripas catalanas. Para otros a la "nueva derecha", en palabras de Sánchez. A una derecha reformada y alejada del marianismo. A una derecha de rostros jóvenes que recordaba a los tiempos aznarianos. Ciudadanos también representó el sentir general de los tiempos suaristas. Se proclamó como un justiciero ante los casos de corrupción y perfeccionó "la renovación democrática" de UPyD.

Hoy, Ciudadanos agoniza. Agoniza por la incertidumbre que produce su indeterminación. Y agoniza porque se ha producido un reajuste de las identidades políticas en Cataluña. El PSC se ha desmarcado del rifirrafe nacionalista para ubicar su discurso en las políticas sociales. Los socialistas catalanes han insuflado más socialdemocracia a su discurso. Y han recuperado, faltaría más, la identidad ideológica de los tiempos maragales. El electorado socialista ha votado ante las nuevas credenciales. La irrupción de Vox explica, en buena parte, la derrota de Ciudadanos. El votante constitucionalista, aquel que se proclama catalán y español se ha dejado seducir por el extremismo de derechas. Y se ha dejado seducir, como les digo, fruto del hartazgo que supone la parálisis, y fracaso, de la lucha nacionalista. Una lucha enquistada desde el procés, la huida de Puigdemont y el encarcelamiento de sus protagonistas. Gran parte del electorado de Vox proviene de los caladeros de Casado y Arrimadas. Así las cosas, el fracaso de Ciudadanos va más allá de la abstención. Hoy, el partido de Arrimadas debería hacer autocrítica y no lanzar balones fuera. Esperemos que lo haga.

Cinco apuntes sobre las elecciones catalanas

1 – El populismo de derechas asoma la patita
El 'sorpasso' de Vox al Partido Popular pone sobre la mesa la radicalización del voto conservador. Un voto que representa la ideología populista occidental. Una ideología de tintes lepenistas y trumpistas que dibuja, a su vez, a una Cataluña divida – in extremis – entre unionistas y separatistas. La irrupción de Vox en tierras catalanas inyecta fuerza al músculo nacional. Estamos ante la punta del iceberg. Una punta – el radicalismo y todos sus derivados – que deja desnuda a la derecha española. A una derecha descosida, y fragmentada, como lo fue en los tiempos retrógrados del fraguismo y la Falange.

2 – El "factor Illa"
El efecto Illa se ha convertido en "factor Illa". La decisión, arriesgada de Sánchez, de hacer cambios, de última hora, en el tablero electoral no ha sido tan descabellada como pronosticaba Casado. Y no lo ha sido porque el PSC atesora un resultado histórico en Cataluña. El desalojo del patrón del barco – del ministro Illa – en medio de la tormenta – de la pandemia – no ha hundido al  "Titanic". Una buena parte de la población catalana ha votado en clave social. Ha votado por la reactivación de las políticas sociales en detrimento del móvil separatista. El discurso estadista de Illa ha caído bien en la sociedad catalana. Sus rodaje comunicativo, al frente de la pandemia, ha surtido efecto en la complejidad de Cataluña.

3 – La baja participación
La pandemia ha interferido en el resultado electoral. Las elecciones catalanas han registrado un bajísimo índice de participación electoral. El miedo al contagio ha hecho que muchos votantes optasen por el pijama y el sofá en lugar de votar el día de las urnas. Aún así, la baja participación – tan baja que nos recuerda a los índices americanos – no ha perjudicado tanto, como lo esperado, al PSC. Los socialistas catalanes han conseguido movilizar a buena parte de su electorado. A un electorado seducido por un discurso "a lo Biden" por parte de Salvador. El mensaje pacificador e integrador ha tenido el efecto deseado. Sin pandemia, por en medio, otro gallo hubiese cantado en el resultado socialista.

4 – Gana el independentismo
Tal y como pronostiqué en "El efecto Illa, luces y sombras", la aritmética electoral no suma para el sueño socialista. Las fuerzas independentistas, separatistas o nacionalistas (como las quieran llamar) suman los 68 escaños necesarios para atesorar el cetro catalán. En las democracias representativas, el voto es condición necesaria pero no suficiente para acariciar el poder. Tanto es así que Salvador Illa corre el riesgo de morder la manzana podrida de la derrota. La misma que mordió Inés Arrimadas en las pasadas elecciones. Una manzana contaminada por el efecto – legal y democrático – de las reglas de juego. Así las cosas, tal y como reza el titular de un diario digital "Illa gana las elecciones frente a una mayoría absoluta del independentismo"

5 – Casado y Arrimadas deberían dimitir
La política catalana y nacional forman parte de un mismo cuerpo. Es cierto que una cosa son las autonómicas y otras las nacionales. Es verdad que una cosa es "Barcelona" y otra "Madrid" pero, no es menos cierto, que – a lo largo de la historia – las elecciones catalanas han sido un preludio de las nacionales. Por ello, la derrota del PP deja en mal lugar a Casado. Tanto que, por ética democrática, debería dimitir. Dimitir porque sus siglas han perdido "el partido" clave de la liga . Inés Arrimadas, por su parte, deja a Ciudadanos a la altura del betún. Lo deja, en Cataluña, como lo dejó Rivera en Madrid. Y por esta sencilla analogía, la líder naranja debería dimitir.

Sobre letras y nostalgia

Más allá del periodismo, los hechos necesitan literatura. Hoy, en medio de una pandemia asfixiante, echo de menos el renacimiento de la nostalgia. Echo en falta a otro Schopenhauer que mire hacia el pasado con las lentes empañadas. Echo de menos otro literato que sueñe con los tiempos prepandémicos. Con aquellos días primaverales donde los rostros lucían desnudos en los recovecos mundanos. Y con aquellos días otoñales donde las aglomeraciones olían a perfume. Esa mirada por el retrovisor del presente se nos presenta como urgente. Urgente porque en el sueño habitan cientos de consuelos. Y urgente porque el refugio nos sirve para clamar esperanza. En ese refugio, de recuerdos y sentidos, la literatura se convierte en un vehículo para el espíritu. Un vehículo cargado de poesía. Poesía desgarrada ante la desolación que supone la fragilidad de la carcasa.

Leo ensayos sobre la pandemia. Ensayos sobre la fugacidad de la vida, el poder del ahora y el cultivo del detalle. Ensayos entremezclados con datos y disertaciones filosóficas. Estos ensayos otorgan sosiego a la razón pero olvidan la metafísica del dolor. Hoy, necesitamos más pasión y menos razón ante la angustia del azar. Una angustia que nos sitúa en la frontera de la debilidad. En una frontera donde el temor a la enfermedad se apodera de nosotros. Es ahí en esa línea roja donde necesitamos a Nietzsche. Ahí, en la decadencia del espíritu, debe resurgir una voluntad de poder. Una voluntad por crecer. Y una voluntad que provoque en nuestro interior la descontextualización. Solo así, mediante la descontextualización, conseguimos que la voluntad se ponga al servicio del entendimiento. Esta puesta a disposición, nos sitúa ante la angustia de Kierkegaard. Nos sitúa ante la paradoja de tomar decisiones y asumir los costes de oportunidad. Y nos sitúa en el peldaño de la responsabilidad.

Por mucho que leo no encuentro lo que busco. Busco letras encadenadas que pongan en valor la fuerza interior. Letras que miren a través de ventanas abandonadas. De ventanas en medio de océanos y lagos olvidados. De ventanas hacia glorias del pasado. Y de ventanas que miren a lugares oníricos. A lugares donde cualquiera pueda viajar sin necesidad de despegar. Esa es la literatura que busco por los rincones. Por los rincones de bibliotecas clandestinas. De bibliotecas calcinadas por el poder de las hogueras. Y en "ese buscar sin encuentro" viven miles de lectores. Lectores prisioneros en sus mundos. Unos en sus novelas históricas, otros en sus ensayos. Y otros en sus lecturas de periódicos. Y en esas celdas, en esas lecturas privadas, somos libres. Libres porque soñamos. Y libres porque viajamos. Viajamos por nuestras sendas interiores. Y en ese viaje elegimos los paisajes, el color de los destinos y el sabor de la nostalgia.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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