A veces – decía el otro día en Twitter – siento miedo cuando escribo algún tuit. Pienso "y si ofendo a alguien", "y si he dicho algo que infringe la legalidad vigente". Y esos "y si" hacen que, en más de una ocasión, decenas de borradores no salgan a la luz. Este temor, a la recepción de mis escritos, me ocurre aquí, en España. Me ocurre, como les digo, en un país con el derecho a la libertad de expresión reconocido en la Constitución. El caso Hasél, por ejemplo, invita a la reflexión. Normalmente, asociamos la cárcel con delitos materiales, tales como asesinatos, violaciones, robos y demás. Nos cuesta creer que alguien pueda perder su libertad por escribir, ciertos comentarios, en Internet. Y cuando pensamos así, no nos damos cuenta de que en cualquier democracia existen semáforos en rojo que nadie debe saltar. Semáforos regulados por códigos normativos. Y semáforos que, nos gusten más o menos, debemos respetar. Y entre tales semáforos tenemos: el respeto a las instituciones, a la forma de Estado y a las víctimas del terrorismo, por ejemplo.
La sociedad civil es libre de criticar las leyes cocinadas por el poder legislativo. Existen diferentes mecanismos de protesta – manifestaciones, recogida de firmas, propaganda, y concienciación ciudadana – para exigir la modificación, o derogación, de aquellas normas que incomodan, o no gustan, a determinadas mayorías. En ocasiones, el descontento social se manifiesta por cauces distintos a los establecidos. Y dentro de esos cauces está la violencia callejera. La quema de contenedores, rotura de escaparates y todo tipo de "guerrilla urbana" ponen en valor "la Paz". La Paz como complemento necesario del Estado de Derecho. Sin tranquilidad en el asfalto, la estética de la democracia pierde su poder. La violencia como mecanismo de protesta representa la fragilidad de la inteligencia emocional. Una inteligencia que se basa en el autoconocimiento, la autorregulación, la empatía y las destrezas sociales. La quema de contenedores no es el camino para vehicular nuevos horizontes en el hemiciclo de los leones.
Cuando una parte de la sociedad se rebela contra sus representantes legítimos, la democracia yace herida en el campo de batalla. Y eso es, queridísimos lectores, lo que está pasando en un país llamado España. Estamos ante una olla a presión que estalla cuando alguien desenrosca su tapón. Y ese tapón no es otro que la indignación, de una minoría, ante determinadas reglas de juego. Estamos ante un tablero donde varios jugadores están disconformes con el reglamento que regula la partida. Esa disconformidad crece cuando las pérdidas son mayores que las ganancias. Y ese saldo negativo estalla, de vez en cuando, en forma de pataletas, insultos y golpes en la mesa. Es bueno que se cuestionen las reglas. Pero esa cuestión, legítima – faltaría más -, se debe vehicular a través de cauces formales que respeten el perímetro de la Paz. Es urgente, por tanto, que se abra el debate acerca de la Ley Mordaza. Y es necesario que se llegue a un gran pacto social, político y educativo sobre la libertad de expresión. Un pacto que ponga en valor el interés general por encima del particular.