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Carta a Sartre

Querido Sartre. Las cosas por aquí andan mal. Desde hace más de un año, nos azota una pandemia que recuerda a la mal llamada "gripe española". Una pandemia que ha dejado miles de muertos y que nos obliga a guardar distancias de seguridad, lavar las manos con geles hidroalcohólicos y usar mascarillas. El otro día, te mencioné en mis clases de Filosofía con motivo de Simone. En segundo de bachillerato, los alumnos estudian el "Segundo Sexo", un libro, como sabes, impregnado de existencialismo. En él habita la esencia de tu mensaje, "el hombre se hace a sí mismo". Y habita porque, como bien dijo quien fuera tu compañera de viaje, "no se nace mujer, se llega a serlo". Hace unos años, leí "Ensayo sobre los datos inmediatos de la consciencia" de Henri Bergson, el mismo que despertó tu pasión por la Filosofía. La última vez que hablamos, me preguntabas por los intelectuales. Intelectuales como tú no existen en el siglo XXI. No existen porque todo está supeditado a las estructuras económicas. Admiro, y me quito el sombrero, cuando rechazaste el Premio Nobel de Literatura en 1964. Lo rechazaste porque amabas la libertad y considerabas que cualquier distinción implicaría perder tu condición como filósofo.

La libertad y la filosofía van cogidas de la mano. Recuerdo que tu estancia en prisión, como prisionero de guerra, no cortó tus alas de escritor. Tanto que tus apuntes, en aquellas celdas de Tréveris, tienen un valor, igual o superior, al diario de Ana Frank. Desde que comenzó la pandemia, en España las plazas están inundadas de silencio. El 15-M se disolvió como lo hace una pastilla en el vaso del enfermo. Siempre, he elogiado tu espíritu solidario. Fuiste solidario con el Mayo Francés, la Revolución Cubana y la Revolución Cultural China. Me encantó la entrevista, que junto con Simone de Beauvoir, hiciste a Ernesto Che Guevara. No se me olvida tu oposición a la guerra de Vietnam. Tanto que, junto con Bertrand Rusell, organizaste un tribunal para exhibir los crímenes de guerra en los Estados Unidos, algo similar a los Juicios de Nuremberg. De ti aprendí que los intelectuales y los políticos no pueden viajar en el mismo vagón. Por eso, a pesar de ser un hombre de izquierdas, nunca te afiliaste al Partido Comunista Francés. Siempre fuiste un crítico con la colonización. Tanto que defendiste, con uñas y dientes, la liberación de Argelia. Antes de que se me olvide, recuerdos para Arlette Elkaïn, tu hija adoptiva.

Hace unas semanas, recibí un wasap de Heidegger, el que fuera tu maestro. Hablamos de la nada y la “nadea”. Reflexionamos sobre el Dasein, de ese "ser ahí" arrojado al mundo. De ese ser que tú, en El Ser y la nada (1943), defiendes como un "ser para sí", como un proyecto que debe hacerse. Según tú, "la existencia precede a la esencia". A través de la vida, de la experiencia vívida, construimos lo que somos, nuestro rasgo distintivo. Así, no existe la persona sino las personas concretas. Y hay tantas vidas como humanos en el mundo. Vidas con sentido en sí mismas, sin "más allá" ni ultramundos como diría Nietzsche en su crítica a los "filósofos momia", a los platonismos que inventaron mundos imaginarios para no afrontar – con valentía – el mundo que vivimos. Me encanta tu defensa de la libertad. Estamos "condenados a ser libres". Pero esa libertad, como bien defiendes, debe ser ejercida con responsabilidad. Somos el único animal que escribe su destino. El único mamífero que sabe que algún día morirá. Y esa sabiduría nos otorga el poder de la existencia. Somos escultores de nuestra vida. De una vida esculpida con martillos y cinceles, con voluntad. Somos el "no ya hecho", el que "se hace así mismo". Por ello es tan importante, querido Sartre, que en la vida tomemos conciencia de nuestras propias decisiones.

El efecto Monasterio

En el debate de la cadena Ser, dirigido por Àngels Barceló, Rocío Monasterio puso en duda las amenazas de muerte a Pablo Iglesias. Amenazas, mediante cartas y balas, que también recibieron Fernando Grande Marlaska y María Gómez, directora general de la Guardia Civil. En un debate donde no asistió la presidenta Ayuso, la líder de Vox disparó todo su arsenal contra el líder de Podemos. Tanto que le invitó a que se levantara y largara del debate, "si usted es tan valiente, ¡levántese y lárguese!", dijo. Acto seguido, tanto Pablo Iglesias, Ángel Gabilondo y Mónica García, de Más Madrid, abandonaron el debate. Un debate que puso en valor la profesionalidad de Barceló por su intento de democratizar lo indemocratizable. Después de lo sucedido, la cuenta oficial del PP de Madrid tuiteó: "Iglesias, cierra la puerta", un tuit en consonancia con Monasterio que, minutos después, fue borrado de la red social.

Estos hechos, narrados en el párrafo de arriba, suponen un antes y un después en las elecciones madrileñas. Y lo suponen, queridísimos lectores, porque los "astros" ya no están alineados en la estela de Ayuso. Estamos ante una líder – Rocío Monasterio –  que, más allá de las diferencias con sus adversarios, no condena las amenazas recibidas por ciudadanos de carne y hueso como ella. Hoy, con el titular "Frenar el odio", el editorialista de El País apela a la condena, los amenazados "merecen una condena firme, contundente y urgente de todas las fuerzas políticas del espectro parlamentario". Así las cosas, por ética democrática, es de obligada condena – por encima de cualquier ideología e interés partidista – cualquier acto de violencia que atente contra la dignidad ciudadana. Y se debería, faltaría más, porque el silencio, o la banalización de cualquier amenaza, nos sitúa en las antípodas de la España democrática. ¿Qué efectos tendrá la actitud de Monasterio de cara al 4 de mayo? La paralización de todos los debates preelectorales, la alteración de los resultados anunciados por las encuestas y la incertidumbre acerca de los pactos postelectorales.

El debate de la Ser ha supuesto la suspensión de los tres debates pendientes. El bloque de izquierda no debate con quienes banalizan las amenazas. Una actitud, comprensible y admisible, que atenta contra el derecho electoral. Sin debates, sin confrontación de ideas, pierde la soberanía popular. En un país sin mítines, sin lectores de programas electorales y sin debates; las elecciones pierden su sentido. Y lo pierden porque votar es algo más que arrojar una papeleta en una urna. Votar implica el depósito de una credencial en la confianza del otro. Y esa credencial se construye mediante argumentos y emociones que despierta cierto líder o partido en el ideario colectivo. Otro efecto, de la intervención de Monasterio, no es otro que los posibles cambios en el resultado electoral. La victimización de Iglesias, lograda por la líder de Vox, servirá para movilizar a la izquierda. Una izquierda que se mueve ante las percepciones injustas, las infravaloraciones y las supuestas mentiras. La misma izquierda que se movió, en el año 2004, por lo que todos sabemos. Y otro efecto, y no menos importante, será la incertidumbre que genera los posibles pactos postelectorales. Incertidumbres que se materializan, entre otras, en las siguientes cuestiones: ¿Pactará Ayuso con Monasterio? y ¿romperá, el PP, sus alianzas autonómicas con Vox? Atentos.

Évole, Bosé y el periodismo amarillo

Aunque respeto, faltaría más, las opiniones de todo el mundo, discrepo rotundamente con los negacionistas. Ayer, sin ir más lejos, Jordi Évole entrevistaba – en México – a Miguel Bosé. Y lo entrevistaba, entre otras cosas, por sus polémicas declaraciones en torno al Covid-19. Al parecer, el cantante niega la existencia del virus. Y lo hace desde su convicción y de conformidad con sus "fuentes de información". Fuentes, al parecer, afines a la "teoría de la conspiración". Más allá de sus declaraciones, que carecen de valor científico, existe un periodismo amarillo que hace leña del árbol caído. Y lo hace, queridísimos lectores, otorgando voz a ciertos personajes. Personajes – como Miguel y Victoria Abril, por ejemplo – que reman contra la marea. Y personajes, con toda mi admiración a sus carreras profesionales, que influyen, de alguna manera, en sus seguidores. Existe, por tanto, un supuesto interés periodístico en crear corrientes de opinión contrarias a la mayoría.

Este periodismo, que podríamos calificar como tóxico, se convierte en una bola de nieve que derriba los pilares de la ética informativa. Y los derriba porque su éxito – en forma de altos índices de audiencia – abre la senda para futuros programas similares. Programas basados en entrevistas a terraplanistas, médiums y videntes, entre otros. Programas, como les digo, que generan repercusiones negativas en la convivencia social. Sin ir más lejos, es posible que – tras la entrevista a Bosé – algunas personas decidan no inocularse la vacuna, no desinfectarse las manos con geles hidroalcohólicos y no respetar la distancia de seguridad, por ejemplo. Y todo ello porque, según ellas,  lo ha dicho su ídolo, lo ha dicho Bosé. Y su ídolo – por el efecto de la idealización – ostenta el poder de la verdad. Un poder emocional que algunos confunden con el poder del experto. Tanto es así que cientos de americanos bebieron lejía para combatir el coronavirus. Y lo hicieron de conformidad a la fe de verdad que otorgaron a las recomendaciones de Trump.

Estamos ante una falta, cada vez mayor, de ética informativa. Estamos ante un periodismo maquiavélico donde todo vale por un puñado de euros en los bolsillos. Estamos ante un ring de boxeo donde el gozo se basa en la sangre, el sufrimiento y lo frívolo. Un ring, y disculpen por la metáfora, donde el aplauso del espectador sirve de estímulo para seguir en la pelea. Es necesario que cambiemos el ring. Los españoles merecemos que se pase la página del "pan y circo". Y lo merecemos porque ya no somos la España de analfabetos que habitó en los barrios del franquismo. Ahora, los españoles sabemos leer y escribir. Tenemos formación y por ello no podemos consentir ningún tipo de manipulación. Ni debemos contribuir a alimentar una industria de la cultura que ningunea nuestra inteligencia y nos sitúa en la Hispania del ayer. Se necesita un periodismo que base su negocio en nuevas narrativas. Hacen falta entrevistas a quienes, desde la legitimidad que les proporciona sus credenciales académicas y laborales, hablen desde la humildad.

Hablemos de Madrid

El otro día, Cristina Pardo entrevistaba a Toni Canto. Lo entrevistaba con ocasión de su expulsión de la lista electoral. Al parecer, el actor no cumplía con los requisitos exigidos para figurar en el catálogo del Pepé. En su comparencia, Toni justificó, de alguna manera, su mudanza política. Se proclamó como fiel defensor de la señora Ayuso y lanzó un dardo contra Pedro.  Dijo que Sánchez había sido, y es, "el peor gestor del mundo", en referencia a la pandemia. Y lo dijo, queridísimos lectores, sin alusión a ninguna fuente que lo avalara. No habló de los intereses de los madrileños sino de la cruzada abierta entre Yolanda Díaz Ayuso y Pedro Sánchez. Una cruzada que enmascara los problemas de Madrid. Y una cruzada que nos recuerda a la popularidad exacerbada de la señora Aguirre frente a Rajoy. Existe, desde hace décadas, una inquietud ingenua por Madrid. Parece como si los resultados de la capital fueran la antesala de las próximas generales.

Una técnica de investigación política es la política comparada. Se toman dos acontecimientos históricos, dos líderes o dos espacios geográficos y se establecen similitudes y diferencias. Tales paralelismos sirven al politólogo para predecir escenarios futuros. Esta técnica, como todas las que se emplean en ciencias sociales, tiene sus riesgos. Y sus riesgos no son otros que la pericia del investigador y las circunstancias de fondo. Por mucho que comparemos la Revolución Rusa con la francesa hay líneas infranqueables. Entre ellas, la distancia temporal de los acontecimientos, los actores sociales del momento y los cambios culturales. Tras el informe que resulte de tal comparación, el investigador deberá anotar, en distintos pies de páginas, los sesgos de su estudio. Algo parecido pasa cuando comparamos las elecciones autonómicas con las generales. Los intereses de una comunidad no siempre coinciden con los nacionales. Dentro de cada región coexisten problemas locales con nacionales. Y esa interacción explica las oscilaciones electorales entre una cita electoral y otra.

Por ello, Madrid es Madrid. Y lo que se decide el 4 de mayo no es otra cosa que un gobierno que gestione los intereses de los madrileños. Por ello, que Sánchez sea, o no, "el peor gestor del mundo", en palabras de Cantó, no debería ser un condicionante para los intereses de una Comunidad Autónoma. Y no debería, queridísimos señores, porque Sánchez no gestiona – de forma directa – los recursos madrileños. Por ello, Ayuso, Gabilondo y los demás líderes autonómicos deberían hablar de Madrid. Hablar de cómo gestionarán, en los próximos cuatro años, las competencias transferidas. No tiene sentido que RTVE emita un debate electoral entre los candidatos madrileños. RTVE sirve al interés general. Es un ente supraautonómico cuya agenda setting no se debería salir del interés nacional. Y este no es otro que los temas transversales e interautonómicos. Hablar de Madrid en RTVE sitúa el debate autonómico en clave nacional. Una clave que maquilla los intereses regionales, suscita agravios comparativos con otras CCAA y sirve de medidor interno para la toma de decisiones dentro de los aparatos.

AstraZeneca y el mareo de la perdiz

Leo, en las páginas del vertedero, que en Madrid, por ejemplo, un 60% de los ciudadanos convocados para la inyección de AstraZeneca han decidido "quedarse en casa" y no correr los riesgos que, al parecer, entraña la vacuna. Una vacuna que desde sus inicios no ha tenido buena prensa. Y no la ha tenido, como saben, por "el mareo de la perdiz" que hay en torno a ella. Un mareo que alerta a la población, desacredita a la comunidad farmacéutica y pone patas arriba a la Unión Europea. El miedo ante los posibles efectos adversos, entre ellos la supuesta probabilidad de trombos, sitúa a los ciudadanos ante un dilema moral. Dilema entre si hacen bien, o mal, con la inyección – o no – de la vacuna. Y sentimientos de culpa por si, por azares de la vida, contraen el coronavirus por dejar pasar el tren de AstraZeneca. Estas dudas agravan la nosofobia social al Covid-19 y ralentizan, de alguna manera, la llegada a la inmunidad de rebaño.

El rifirrafe en torno a los criterios de vacunación ha sacado los colores a la Unión Europea. Una Unión que, desde la crisis del 2008, demostró que no era tan eficaz como parecía. Y no lo era porque en su interior conviven países de primera con países de segunda. Existe, como todos sabemos, una Europa rica – que se corresponde con la franja norte – y una Europa pobre – que se relaciona con los países del sur, entre ellos Portugal, Grecia y España -. Esta dicotomía deja en paños menores a esa idea de cohesión que todos teníamos en torno a la UE. Hoy, la UE ha demostrado que lo que impera en su interior es el "sálvese quien pueda" o el "cada uno a la suya". En tiempos de pandemia, se echa en falta una Directiva europea que unifique los criterios en torno a la aplicación de AstraZeneca. No es ético, porque atenta contra el sentir de Europa, que la vacuna sea vetada por unos países y aplicada por otros. Y no lo es porque las contradicciones intracomunitarias derivan en descontento político y social. Un descontento que suscita corrientes euroescépticas y oportunidades populistas.

Otra grieta abierta, en torno a esta vacuna, es qué pasará con los colectivos pendientes de la segunda dosis. Colectivos como docentes que dentro de un par de meses no saben, a ciencia cierta, si le inyectarán AstraZeneca, Jansen, Sputnik, por ejemplo. Así las cosas, existe una percepción social de que desde las élites políticas y sanitarias se está dando palos de ciego. Y estos "palos de ciego", y disculpen por mi enfado, supone jugar con riesgos graves e inminentes que afectan a la salud de las personas. Por ello, aunque no lo comparto, resulta comprensible que existan altos porcentajes de personas que prefieran correr el riesgo a contraer el coronavirus y no el  riesgo de padecer trombos tras el pinchazo de la vacuna. Esta preferencia en la medición de los peligros, nos sitúa ante un terreno pantanoso. Y ese terreno no es otro que la ventaja de la inmovilidad. Dicho de otra manera, dejar que unos edifiquen la muralla mientras otros aguardan encerrados en los intramuros del castillo. Esta actitud pasiva sería muy perjudicial para el avance en la batalla. Y lo sería porque si todos hiciéramos lo mismo – si todos decidiéramos no correr los riesgos de la vacuna – es muy probable que el enemigo nos haga "jaque mate".

Repensar la televisión

Recuerdo cuando era niño que todas las tardes veía Barrio Sésamo. Y lo veía, acompañado del bocata de queso con chorizo que me preparaba mi abuela. Me encantaba, la verdad sea dicha, la rana Gustavo, Espinete y don Pimpón, entre otros. Con ellos aprendí que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, que existen tres tipos de triángulos y que el área del rectángulo es base por altura. Aprendí el valor de la amistad, la fraternidad y la tolerancia. Corrían los años ochenta, años donde la tecnología era sinónimo de máquina de escribir. Años analógicos; sin móviles, sin tablets y sin ordenadores personales. Años donde los niños montaban en bicicleta, jugaban al ahorcado y comían lentejas. Casi toda mi infancia transcurrió en casa de mis abuelos maternos. Allí hacía los deberes, jugaba con mis primos y soñaba con ser policía el día de mañana. En aquellos tiempos no existía Sálvame, ni Supervivientes, ni siquiera la Isla de las Tentaciones  y, muchísimo menos, Gran Hermano.

El viernes era mi día preferido. Y lo era porque, en la primera cadena, ponían el "Un, dos, tres". Recuerdo que mis padres, y yo, nos convertíamos en concursantes. A ver, palabras que empiecen por "pan", por ejemplo: "pantera". Un, dos, tres, responda otra vez: "pantalón", "panceta", "pancarta"…. "¡Tiempoooo!". Después venía la eliminatoria. Y tras ella, la subasta. A mi padre le encantaba el Dúo Sacapuntas, Antonio Ozores y todos los personajes que deambulaban por la mesa de Mayra Gómez Kemp. Normalmente, mis párpados caían rendidos en el sofá. Al otro día, mi madre me contaba como había sido el final del programa. A veces el premio era un apartamento en Torrevieja, otras un Seat Málaga y otras cien latas de anchoas y un abrelatas. Años más tarde, a principios de los noventa, me enganché a la doctora Ochoa. "Hablemos de sexo" y "Luz roja" se convirtieron en mis programas preferidos. A través de ellos, conocí grandes temas que, por vergüenza o tabú, no se hablaban en casa. Aprendí sobre orgasmos, coitos y preservativos.

En aquellos años, la televisión cumplía, entre otras, una clara función formativa. Tanto que mis padres sabían muchísimo de leopardos, tigres y leones. Con la serie "Érase una vez el cuerpo humano" aprendí que las defensas del cuerpo son como un ejército con sus soldados, escudos y escopetas. A mi abuelo le encantaba "La Clave", un programa de debate. Recuerdo que los señores hablaban culto, citaban a filósofos e incluso leían fragmentos de libros de bolsillo. Hoy, cuando veo a Rocío, echo de menos aquellos años pasados.  La televisión se convertía, junto a la familia, los amigos y la escuela en un agente más de inculturación. No existían, de la manera que hoy se conocen, los programas de cotilleo. Ni existía la prostitución de la privacidad. La gente no iba, de plató en plató, exhibiendo sus vergüenzas. En aquellos años, la televisión velaba por la dignidad de los platós. Salir en televisión estaba al alcance de unos pocos. Y esos pocos eran, o al menos eso parecía, referentes sociales. Referentes por su templanza, cultura y saber estar. Hoy, los referentes han cambiado. La televisión ya no paga modales, ni siquiera voces cultas que hablen de Cervantes.

El periodismo espejo

Uno de los motivos por los que no abandono este blog no es otro que mi carácter. Mi personalidad no encaja en casi ninguna cabecera. Aunque en los medios que escribo – que son muy pocos – tengo libertad de expresión, faltaría más, existe – no nos engañemos – una línea editorial que determina, de alguna manera, el sentido de las plumas. Los periódicos, y esto no es nada nuevo, barren para su clientela. Aunque su producto sea la información, que lo es, su objetivo radica en vender ejemplares. Detrás de los medios de comunicación hay redactores, jefes de sección, repartidores y administrativos, entre otros. Trabajadores que pagan sus hipotecas, compran en el supermercado y luchan, como todos, para mantener su empleo. En la prensa, como diría un viejo conocido: "o pasas por el aro, o tienes los días contados". Tanto es así que los periodistas trabajan a sueldo de los lectores. Los lectores son quienes marcan, y que nadie se lleve a engaño, la rúbrica de las plumas. Son ellos quienes deciden si compran ABC, El País o La Vanguardia, por ejemplo.

Se han escrito ríos de tinta sobre periodismo. Se ha dicho que el buen periodista es "aquel que le saca los colores al poder". Aquel que "publica lo que los demás no quieren que se publique". Y aquel que "no calla los secretos". Estas afirmaciones no son más que leyendas del oficio. Y lo son, queridísimos amigos, porque habrá periódicos que no publiquen aquello que los otros – patrocinadores, mecenas e inversores – no quieren que publique. Porque habrá cabeceras que evitarán sacarle los colores al poder. Y porque habrá periodistas que callarán secretos con tal de no escupir en la olla que les da de comer. Estamos, por tanto, ante un periodismo sesgado por los intereses del capital y la ideología de los lectores. Dos obstáculos que tiran por la borda el eslogan de una "prensa libre, plural e independiente". Y esos obstáculos suponen, a su vez, una piedra en el camino para que aflore la intelectualidad con mayúsculas. El modelo periodístico, encorsetado en líneas editoriales deterministas, impide la contradicción como rasgo común del tejido intelectual. Esa contradicción que poseía Unamuno, por ejemplo, no tiene cabida en el dogmatismo periodístico actual. Y no la tiene porque la ideología lectora no paga "traiciones".

El periodismo español nació muerto desde el minuto número uno en que se imprimió el primer ejemplar. Muerto porque desde los tiempos republicanos sirvió a los intereses de la partidocracia. Y muerto porque siempre hubo una identidad ideológica en los interlineados de las noticias. Una identidad que dividió las cabeceras en izquierdas y derechas. Y una identidad que catalogó a los lectores en conservadores y progresistas. Tanto que "dime qué periódico lees y te diré a qué partido votas". Estas dos Españas mediáticas se ven reflejadas en los debates televisivos y en las tertulias radiofónicas. El periódico ha sido, y será, el espejo de Narciso. Un espejo que refleja, en sus pergaminos, la idiosincrasia de los lectores. El  periodismo espejo se convierte en algo dogmático, previsible y aburrido. Se convierte en ese lago que vela por su reflejo. En ese espejo, colgado en la pared, que nos retrata y reafirma a lo largo de la vida. El periodismo se ha convertido en una fábrica de escribas al servicio del reflejo. En una industria de plumillas alienados que escriben a sueldo de Narciso.

Ever Given y la España del chapapote

Mientras veía las imágenes del "Ever Given", el megabuque encallado en el Canal de Suez, me vinieron a la mente las imágenes del Prestige y las manchas de chapapote. Manchas de una España sin Ciudadanos ni Podemos. Y manchas de una Hispania inmersa en el sistema bipartidista. La imagen del buque atravesado en el canal, me recordaba a las dos Españas de la contienda. A un país dividido entre quienes creían en la democracia y quienes soñaban con la dictadura, las derechas republicanas. Dos Españas divididas por un barco cargado de contenedores de odio, despecho y mucho chapapote. Un megabuque cargado de sables empuñados por terratenientes, curas y campesinos. Y cargado de toneladas de rencores entre nostálgicos monárquicos y republicanos. Ese "Ever Given", a la española, estuvo encallado durante cuarenta años que duró la dictadura.

Durante cuarenta años, la dictadura separó a España entre los exiliados del régimen y los afines al franquismo; la Iglesia, el ejército y los terratenientes. Hispania estuvo dividida por los valores eclesiásticos, valores escritos en los santos mandamientos, y la moral de los ateos. Durante cuatro décadas, nuestro "Ever Given" dividía al país entre una minoría de familias acomodadas que estudiaban en centros religiosos, y una mayoría de familias analfabetas. Familias que no sabían ni leer ni escribir. Y familias que lo único que aprendían, en los colegios del régimen, era a cantar, coser y rezar. Las dos Españas, a su vez, miraban hacia dos orillas contrapuestas. Una miraba hacia los totalitarismos europeos y la otra hacia la democracia americana. Dos miradas encalladas por una autarquía implantada por, el ordeno y mando de, un tal Francisco Franco. Esa Hispania encallada, frente a una Francia adelantada, no tuvo ninguna grúa que la remolcara.

Aquel "Ever Given" fue desencallado por el "tamayazo" de don Don Juan Carlos, el poder constituyente y la abstención del ejército. Estos remolcadores fueron claves para que las aguas fluyeran, tras casi medio siglo estancadas, por el canal democrático. Eran aguas contaminadas por manchas de chapapote. Por manchas malolientes por los sesgos ideológicos de los afines al generalísimo, por el temor de la Iglesia a perder sus sermones y por quienes entendieron la Transición como un triunfo de los rojos. Esas manchas de chapapote nunca desaparecieron de las aguas actuales. Hoy, cuarenta y tantos años después, España huele a chapapote. Huele a pasado rancio, a rifirrafe entre nobles y burgueses. A malos rollos entre clérigos y seculares. A crispación entre el centro y la periferia. El "Ever Given" que encalló a finales de la República, todavía sigue encallado en las mentes presentes. Mentes envenenadas por odios, recelos y despechos. Mentes manchadas de chapapote.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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