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Volverá el 15-M

Se cumplen diez años del 15-M, un movimiento social que removió las conciencias de nuestra sociedad. Hoy, un periodista me preguntaba si presenciaremos la segunda parte de los indignados o, en términos peyorativos de los "camorristas y pendencieros" de Esperanza Aguirre. Aquel movimiento, que en principio se proclamó apolítico y desideologizado, tuvo su réplica política en Podemos. Un partido astuto que recogió las proclamas de aquellos jóvenes y no tan jóvenes y consiguió, junto a Ciudadanos, romper los cimientos del bipartidismo. El movimiento 15-M dio lugar a las mareas. Mareas que protestaron, durante años, contra los recortes marianistas en materia sanitaria y educativa. Recortes abusivos, y sin escrúpulos, que adelgazaron la clase media, aumentaron la desigualdad social y deterioraron la calidad de los servicios públicos. La llegada de Podemos al Congreso de los Diputados supuso una voz de esperanza para aquellos "descamisados de Dragó", que pocos años antes protestaban en la Plaza Sol.

Durante estos años, las protestas del 15-M se han canalizado a través de las tribunas y despachos. Las fuerzas rojas del hemiciclo han clamado por la subida del Salario Mínimo Interprofesional, la vivienda digna, la conciliación familiar, la igualdad en la protección social, los impuestos a la banca, la reducción de las condiciones para tener acceso a becas, la disminución de las subvenciones a la educación concertada y la defensa de una escuela laica, entre otras. Estas proclamas han servido de anestesia al activismo. Un activismo que en el último año y medio ha estado callado por las restricciones de la pandemia. Hoy, sin Pablo Iglesias al frente de la batalla, habrá cambios en el medio y largo plazo. El resultado electoral de Ayuso, en la Comunidad de Madrid, supone la punta de iceberg. Vuelven, en términos nacionales, los tiempos de derecha, el bipartidismo y los recortes merkelianos. Y vuelven porque la cabra tira al monte, porque la mona por mucho que se vista, mona se queda. Y porque la derecha, aunque diga lo contrario, barre – como la mayoría de partidos –  para los suyos.

Con una derecha férrea en el poder, una derecha apuntalada por las fuerzas de Vox, estamos ante las puertas de una dieta de adelgazamiento del Estado del Bienestar. Vienen tiempos de "apretarse el cinturón", tiempos de congelación del SMI, de las pensiones y del salario a los funcionarios. Estamos ante una clase trabajadora, alienada por el Low Cost, que ha normalizado su condición de "mileurista". Estamos ante un precariado determinado por los tigres asiáticos. Un precariado de verdugos y víctimas del sistema. Verdugos por la exigencia de precios bajos y el veneno de "comprar barato". Víctimas porque el precariado ha caído presa de sus propias exigencias. El mileurismo no se ha percato que consumo y salarios van correlacionados. Y no se ha percatado, y perdoden por la redundancia, que el dinero de las nóminas proviene del consumo. De un consumo que exige factores productivos baratos para que las empresas salven sus márgenes de beneficios y aumenten, por tanto, sus cuotas de mercado. Por ello, volverá. Y volverá con fuerza el 15-M. Volverá porque tiempos de derecha envueltos de recortes, low cost  y precariedad laboral se convierten en una olla a presión que, tarde o temprano, estallará.

De mitos y derechas

Decía Wittgenstein, filósofo austríaco, que "los límites de mi lenguaje son los límites del mundo", una frase que pone en valor la herramienta que nos diferencia del resto de los homos. Ese mismo lenguaje, defendido por Wittgenstein, fue criticado – varios años antes – por Nietzsche. Y lo fue, queridísimos amigos, por su naturaleza analítica. Una naturaleza que sesga la realidad sensible y obstaculiza, de alguna manera, la comprensión del presente. Un presente que nace y muere en un eterno retorno. Y un presente que "no es" sino "deviene". Así las cosas, las palabras se convierten en herramienta de expresión y entendimiento. Palabras que connotan y denotan significados. Y palabras que, en función de su contexto, adquieren diversos sentidos. Tanto sociólogos como filósofos trabajamos con ellas. Los primeros para categorizar y acotar sus investigaciones. Y los segundos para abstraer conclusiones a partir de lo concreto.

Hace años, leí El mito de la derecha, un libro de Gustavo Bueno. Su autor llega a la conclusión de que el concepto de "derecha" no responde a ninguna realidad. Es, por decirlo de alguna manera, un término vacío. Un signo lingüístico huérfano de cosa. Según Gustavo, existen tantos contraejemplos que resulta imposible acotar qué entendemos por "derecha". No podemos establecer el retrato robot porque carece, como diría Aristóteles, de causa formal o, dicho de otra manera, de un elemento intrínseco. En Derecha e izquierda, Norberto Bobbio – a diferencia de Gustavo – establece las líneas que separan tales conceptos. Y el principal eje que los separa no es otro que la igualdad. Mientras la izquierda se preocupa más por aquello que nos hace iguales. La derecha pone el acento en aquello que nos hace desiguales. Dos caras de una misma moneda pero con distinto enfoque en función de la lupa con que se mire. En Izquierda y derecha, diferencias políticas fundamentales, Francesc Xavier Marín Velazquez disecciona, al modo de Bobbio, las líneas que separan tales conceptos.

Entre quienes defienden la inexistencia de la derecha y quienes defienden su existencia, me sitúo en la bancada de los segundos. Y me sitúo ahí, queridísimos lectores, porque sí existen ejes que vertebran y categorizan a la partidocracia entre rojos y azules. Los ejes responden a gradaciones que van de la izquierda a la derecha. Así las cosas, el intervencionismo económico, los valores cristianos, la familia nuclear, la centralización de las Administraciones Públicas, el unionismo territorial, la Monarquía Parlamentaria,  las privatizaciones de los servicios públicos, la política fiscal restrictiva, la religión católica en las aulas y  la tauromaquia, por ejemplo; sirven al politólogo para situar a un partido en un espectro ideológico, u otro. Así las cosas, el PP o el PSOE, por ejemplo, serán – en función de los resultados obtenidos en la suma de los ejes, de derecha, izquierda, centro-derecha o centro-izquierda. Estamos, por tanto, ante conceptos llenos de contenido. Conceptos alejados del vacío, y "mito", defendido por Gustavo.

Militancia, vocación y puertas giratorias

Una cosa es la política y otra, bien distinta, son los aparatos. En España, como en casi todos los países, la militancia adolece de autocrítica. Los militantes, aquellos que votan sí o sí por las siglas de su partido, carecen – en la mayoría de las veces – de sinceridad política. Mucha gente, la verdad sea dicha, entra en política no por vocación de servicio público sino para la satisfacción de un interés particular. Y ese interés se materializa en la conquista del poder como un medio para conseguir un fin. Un fin que no es otro que la prosperidad del concejal de turno y los suyos. Prosperidad en forma de estatus social, contactos con el tejido empresarial y escalada en los tentáculos del partido. Existe un lubricante maquiavélico que infecta las cañerías de los aparatos y desprestigia lo político. Y las infecta porque activa el clientelismo. Un clientelismo que rinde tributo al cuñadismo y pone en marcha, de alguna manera, la mercantilización de los votos.

Quienes entran en política, sin vocación de servicio público, se covierten en diamantes en bruto para el sector privado. Las puertas giratorias, o dicho de otro modo, la consecución de puestos de trabajo – cargos de consejeros delegados en grandes filiales de renombre, por ejemplo – hacen que el paso por un ayuntamiento o diputación, para algunos, merezca la pena. Esta forma de entender la política, de ejercer un cargo público sin un interés cívico, contribuye a que la autocrítica no fluya en el seno de los aparatos. Y no fluye, claro que no, porque la adulación al líder se convierte en recompensas futuras. Promesas en forma de puestos agraciados en las listas electorales. Es por ello, queridísimos amigos, por lo que se debería, de una vez por todas, sustituir las listas cerradas por abiertas. Por listas, como les digo, donde el elector racional – aquel que no milita en ningún partido – vote al individuo y no a un pack cocinado por los aparatos. De esta manera, se pondría barreras al campo y se impediría la servidumbre que caracteriza a la partidocracia española.

La militancia no interesa al politólogo. Y no interesa porque, salvo en raras excepciones, no cambia su voto ni abandona el partido. Los militantes son, valga la palabra, "incondicionales" de la política, gente que vota a quien se presente, sea Manolo o Pepito el de los palotes. Que vota a líderes que, en la mayoría de las ocasiones, no son los mejores sino los adecuados. Líderes con padrinos ideológicos. Líderes que entran en política en busca del caramelo. Cuando, tales líderes, son cortejados por los barones de los aparatos se convierten en títeres de barrio. En títeres que son recompensados – tras el varapalo electoral o la pérdida del cetro – por las puertas giratorias. Puertas que se abren, a veces, hacia ideologías contrarias. Que producen giros de la socialdemocracia al liberalismo y viceversa. Tales títeres deberían dimitir y entregar su carné de militante. Y deberían, claro que sí, por coherencia, ética y dignidad democrática.

Populismo o libertad

Hace años, en los pergaminos de este blog, escribía "De Podemos a pudieron", un artículo muy critico con la formación morada. A una semana de que se cumplan diez años del movimiento 15-M, el último reducto de aquellas manifestaciones sociales – Podemos – agoniza tras la dimisión de su líder. Estamos, como diría S.M. ante un "tiempo nuevo". Un "tiempo nuevo" marcado por los efectos nefastos de la pandemia, el combate entre Comunidades Autónomas y el castigo social al transfuguismo. Un "tiempo nuevo" marcado por nuevas narrativas como el feminismo y el ecologismo. Narrativas que tienen su reflejo en los programas electorales de partidos emergentes como Más Madrid, por ejemplo. Estamos ante una España de llantos y gritos. Llantos de un país que llora la muerte del multipartidismo. Y gritos procedentes de miles de desengañados por las proclamas del 15-M.

El resultado electoral de Madrid muestra la punta del iceberg de los cambios sociopolíticos que se vislumbran en el horizonte. Unos cambios que recobran, en la actualidad, los viejos conceptos que han identificado a la izquierda y la derecha. Y entre esos viejos conceptos resalta la libertad. Una libertad que adquiere fuerza por los efectos nefastos del Estado de Alarma. La gente tiene ansias de libertad. Ansias de que se abran las fronteras autonómicas. Ansias de reunión con los familiares y allegados sin límite de miembros. Ansias de enseñar los dientes tras casi un año de mascarillas. Ansias de besar y abrazar sin miedo al contagio. Ansias de que desaparezca la distancia de seguridad. Y ansias, maldita sea, de volver a la vida que teníamos antes de la cuarentena. Ansias, queridísimos amigos, de libertad. Y esa libertad, impregnada en el ideario colectivo, ha sido clave para entender por qué Ayuso, recién llegada a la política y con pocas medallas en su vitrina, haya conseguido llenar las urnas con papeletas peperas.

Si en el 2008, tuvimos una crisis económica. Si el gobierno del PP, abanderado por Rajoy, hizo políticas thatcheristas y aumentó, como nunca, la desigualdad social. Hoy, en la Hispania de 2021, tenemos una crisis de libertad. Una crisis, enmarcada por el Estado de Alarma, que no ha sido uniforme sino variable en función de las políticas llevadas a cabo por las distintas Comunidades Autónomas. Mientras Ximo Puig apostó por la contención, por la restricción de la libertad. Isabel apostó por la libertad. Mientras unos cerraban bares y cortaban las alas a miles de hosteleros y comerciantes. Otros mantenían abiertas sus barras. Barras repletas de ensaladillas y calamares. Esta política, que podríamos llamar populista, siempre ha tenido su recompensa en las citas electorales. Y las ha tenido, queridísimos lectores, porque las restricciones de derechos – aunque sean por una causa justa – no son bien acogidas por la sociedad del ahora. Dentro de unos años, cuando las aguas vuelvan a su cauce, otro gallo cantará en los paraninfos de la izquierda. Será cuando aquellos que hoy votaron libertad pidan a gritos igualdad.

Carta a Sartre

Querido Sartre. Las cosas por aquí andan mal. Desde hace más de un año, nos azota una pandemia que recuerda a la mal llamada "gripe española". Una pandemia que ha dejado miles de muertos y que nos obliga a guardar distancias de seguridad, lavar las manos con geles hidroalcohólicos y usar mascarillas. El otro día, te mencioné en mis clases de Filosofía con motivo de Simone. En segundo de bachillerato, los alumnos estudian el "Segundo Sexo", un libro, como sabes, impregnado de existencialismo. En él habita la esencia de tu mensaje, "el hombre se hace a sí mismo". Y habita porque, como bien dijo quien fuera tu compañera de viaje, "no se nace mujer, se llega a serlo". Hace unos años, leí "Ensayo sobre los datos inmediatos de la consciencia" de Henri Bergson, el mismo que despertó tu pasión por la Filosofía. La última vez que hablamos, me preguntabas por los intelectuales. Intelectuales como tú no existen en el siglo XXI. No existen porque todo está supeditado a las estructuras económicas. Admiro, y me quito el sombrero, cuando rechazaste el Premio Nobel de Literatura en 1964. Lo rechazaste porque amabas la libertad y considerabas que cualquier distinción implicaría perder tu condición como filósofo.

La libertad y la filosofía van cogidas de la mano. Recuerdo que tu estancia en prisión, como prisionero de guerra, no cortó tus alas de escritor. Tanto que tus apuntes, en aquellas celdas de Tréveris, tienen un valor, igual o superior, al diario de Ana Frank. Desde que comenzó la pandemia, en España las plazas están inundadas de silencio. El 15-M se disolvió como lo hace una pastilla en el vaso del enfermo. Siempre, he elogiado tu espíritu solidario. Fuiste solidario con el Mayo Francés, la Revolución Cubana y la Revolución Cultural China. Me encantó la entrevista, que junto con Simone de Beauvoir, hiciste a Ernesto Che Guevara. No se me olvida tu oposición a la guerra de Vietnam. Tanto que, junto con Bertrand Rusell, organizaste un tribunal para exhibir los crímenes de guerra en los Estados Unidos, algo similar a los Juicios de Nuremberg. De ti aprendí que los intelectuales y los políticos no pueden viajar en el mismo vagón. Por eso, a pesar de ser un hombre de izquierdas, nunca te afiliaste al Partido Comunista Francés. Siempre fuiste un crítico con la colonización. Tanto que defendiste, con uñas y dientes, la liberación de Argelia. Antes de que se me olvide, recuerdos para Arlette Elkaïn, tu hija adoptiva.

Hace unas semanas, recibí un wasap de Heidegger, el que fuera tu maestro. Hablamos de la nada y la “nadea”. Reflexionamos sobre el Dasein, de ese "ser ahí" arrojado al mundo. De ese ser que tú, en El Ser y la nada (1943), defiendes como un "ser para sí", como un proyecto que debe hacerse. Según tú, "la existencia precede a la esencia". A través de la vida, de la experiencia vívida, construimos lo que somos, nuestro rasgo distintivo. Así, no existe la persona sino las personas concretas. Y hay tantas vidas como humanos en el mundo. Vidas con sentido en sí mismas, sin "más allá" ni ultramundos como diría Nietzsche en su crítica a los "filósofos momia", a los platonismos que inventaron mundos imaginarios para no afrontar – con valentía – el mundo que vivimos. Me encanta tu defensa de la libertad. Estamos "condenados a ser libres". Pero esa libertad, como bien defiendes, debe ser ejercida con responsabilidad. Somos el único animal que escribe su destino. El único mamífero que sabe que algún día morirá. Y esa sabiduría nos otorga el poder de la existencia. Somos escultores de nuestra vida. De una vida esculpida con martillos y cinceles, con voluntad. Somos el "no ya hecho", el que "se hace así mismo". Por ello es tan importante, querido Sartre, que en la vida tomemos conciencia de nuestras propias decisiones.

El efecto Monasterio

En el debate de la cadena Ser, dirigido por Àngels Barceló, Rocío Monasterio puso en duda las amenazas de muerte a Pablo Iglesias. Amenazas, mediante cartas y balas, que también recibieron Fernando Grande Marlaska y María Gómez, directora general de la Guardia Civil. En un debate donde no asistió la presidenta Ayuso, la líder de Vox disparó todo su arsenal contra el líder de Podemos. Tanto que le invitó a que se levantara y largara del debate, "si usted es tan valiente, ¡levántese y lárguese!", dijo. Acto seguido, tanto Pablo Iglesias, Ángel Gabilondo y Mónica García, de Más Madrid, abandonaron el debate. Un debate que puso en valor la profesionalidad de Barceló por su intento de democratizar lo indemocratizable. Después de lo sucedido, la cuenta oficial del PP de Madrid tuiteó: "Iglesias, cierra la puerta", un tuit en consonancia con Monasterio que, minutos después, fue borrado de la red social.

Estos hechos, narrados en el párrafo de arriba, suponen un antes y un después en las elecciones madrileñas. Y lo suponen, queridísimos lectores, porque los "astros" ya no están alineados en la estela de Ayuso. Estamos ante una líder – Rocío Monasterio –  que, más allá de las diferencias con sus adversarios, no condena las amenazas recibidas por ciudadanos de carne y hueso como ella. Hoy, con el titular "Frenar el odio", el editorialista de El País apela a la condena, los amenazados "merecen una condena firme, contundente y urgente de todas las fuerzas políticas del espectro parlamentario". Así las cosas, por ética democrática, es de obligada condena – por encima de cualquier ideología e interés partidista – cualquier acto de violencia que atente contra la dignidad ciudadana. Y se debería, faltaría más, porque el silencio, o la banalización de cualquier amenaza, nos sitúa en las antípodas de la España democrática. ¿Qué efectos tendrá la actitud de Monasterio de cara al 4 de mayo? La paralización de todos los debates preelectorales, la alteración de los resultados anunciados por las encuestas y la incertidumbre acerca de los pactos postelectorales.

El debate de la Ser ha supuesto la suspensión de los tres debates pendientes. El bloque de izquierda no debate con quienes banalizan las amenazas. Una actitud, comprensible y admisible, que atenta contra el derecho electoral. Sin debates, sin confrontación de ideas, pierde la soberanía popular. En un país sin mítines, sin lectores de programas electorales y sin debates; las elecciones pierden su sentido. Y lo pierden porque votar es algo más que arrojar una papeleta en una urna. Votar implica el depósito de una credencial en la confianza del otro. Y esa credencial se construye mediante argumentos y emociones que despierta cierto líder o partido en el ideario colectivo. Otro efecto, de la intervención de Monasterio, no es otro que los posibles cambios en el resultado electoral. La victimización de Iglesias, lograda por la líder de Vox, servirá para movilizar a la izquierda. Una izquierda que se mueve ante las percepciones injustas, las infravaloraciones y las supuestas mentiras. La misma izquierda que se movió, en el año 2004, por lo que todos sabemos. Y otro efecto, y no menos importante, será la incertidumbre que genera los posibles pactos postelectorales. Incertidumbres que se materializan, entre otras, en las siguientes cuestiones: ¿Pactará Ayuso con Monasterio? y ¿romperá, el PP, sus alianzas autonómicas con Vox? Atentos.

Évole, Bosé y el periodismo amarillo

Aunque respeto, faltaría más, las opiniones de todo el mundo, discrepo rotundamente con los negacionistas. Ayer, sin ir más lejos, Jordi Évole entrevistaba – en México – a Miguel Bosé. Y lo entrevistaba, entre otras cosas, por sus polémicas declaraciones en torno al Covid-19. Al parecer, el cantante niega la existencia del virus. Y lo hace desde su convicción y de conformidad con sus "fuentes de información". Fuentes, al parecer, afines a la "teoría de la conspiración". Más allá de sus declaraciones, que carecen de valor científico, existe un periodismo amarillo que hace leña del árbol caído. Y lo hace, queridísimos lectores, otorgando voz a ciertos personajes. Personajes – como Miguel y Victoria Abril, por ejemplo – que reman contra la marea. Y personajes, con toda mi admiración a sus carreras profesionales, que influyen, de alguna manera, en sus seguidores. Existe, por tanto, un supuesto interés periodístico en crear corrientes de opinión contrarias a la mayoría.

Este periodismo, que podríamos calificar como tóxico, se convierte en una bola de nieve que derriba los pilares de la ética informativa. Y los derriba porque su éxito – en forma de altos índices de audiencia – abre la senda para futuros programas similares. Programas basados en entrevistas a terraplanistas, médiums y videntes, entre otros. Programas, como les digo, que generan repercusiones negativas en la convivencia social. Sin ir más lejos, es posible que – tras la entrevista a Bosé – algunas personas decidan no inocularse la vacuna, no desinfectarse las manos con geles hidroalcohólicos y no respetar la distancia de seguridad, por ejemplo. Y todo ello porque, según ellas,  lo ha dicho su ídolo, lo ha dicho Bosé. Y su ídolo – por el efecto de la idealización – ostenta el poder de la verdad. Un poder emocional que algunos confunden con el poder del experto. Tanto es así que cientos de americanos bebieron lejía para combatir el coronavirus. Y lo hicieron de conformidad a la fe de verdad que otorgaron a las recomendaciones de Trump.

Estamos ante una falta, cada vez mayor, de ética informativa. Estamos ante un periodismo maquiavélico donde todo vale por un puñado de euros en los bolsillos. Estamos ante un ring de boxeo donde el gozo se basa en la sangre, el sufrimiento y lo frívolo. Un ring, y disculpen por la metáfora, donde el aplauso del espectador sirve de estímulo para seguir en la pelea. Es necesario que cambiemos el ring. Los españoles merecemos que se pase la página del "pan y circo". Y lo merecemos porque ya no somos la España de analfabetos que habitó en los barrios del franquismo. Ahora, los españoles sabemos leer y escribir. Tenemos formación y por ello no podemos consentir ningún tipo de manipulación. Ni debemos contribuir a alimentar una industria de la cultura que ningunea nuestra inteligencia y nos sitúa en la Hispania del ayer. Se necesita un periodismo que base su negocio en nuevas narrativas. Hacen falta entrevistas a quienes, desde la legitimidad que les proporciona sus credenciales académicas y laborales, hablen desde la humildad.

Hablemos de Madrid

El otro día, Cristina Pardo entrevistaba a Toni Canto. Lo entrevistaba con ocasión de su expulsión de la lista electoral. Al parecer, el actor no cumplía con los requisitos exigidos para figurar en el catálogo del Pepé. En su comparencia, Toni justificó, de alguna manera, su mudanza política. Se proclamó como fiel defensor de la señora Ayuso y lanzó un dardo contra Pedro.  Dijo que Sánchez había sido, y es, "el peor gestor del mundo", en referencia a la pandemia. Y lo dijo, queridísimos lectores, sin alusión a ninguna fuente que lo avalara. No habló de los intereses de los madrileños sino de la cruzada abierta entre Yolanda Díaz Ayuso y Pedro Sánchez. Una cruzada que enmascara los problemas de Madrid. Y una cruzada que nos recuerda a la popularidad exacerbada de la señora Aguirre frente a Rajoy. Existe, desde hace décadas, una inquietud ingenua por Madrid. Parece como si los resultados de la capital fueran la antesala de las próximas generales.

Una técnica de investigación política es la política comparada. Se toman dos acontecimientos históricos, dos líderes o dos espacios geográficos y se establecen similitudes y diferencias. Tales paralelismos sirven al politólogo para predecir escenarios futuros. Esta técnica, como todas las que se emplean en ciencias sociales, tiene sus riesgos. Y sus riesgos no son otros que la pericia del investigador y las circunstancias de fondo. Por mucho que comparemos la Revolución Rusa con la francesa hay líneas infranqueables. Entre ellas, la distancia temporal de los acontecimientos, los actores sociales del momento y los cambios culturales. Tras el informe que resulte de tal comparación, el investigador deberá anotar, en distintos pies de páginas, los sesgos de su estudio. Algo parecido pasa cuando comparamos las elecciones autonómicas con las generales. Los intereses de una comunidad no siempre coinciden con los nacionales. Dentro de cada región coexisten problemas locales con nacionales. Y esa interacción explica las oscilaciones electorales entre una cita electoral y otra.

Por ello, Madrid es Madrid. Y lo que se decide el 4 de mayo no es otra cosa que un gobierno que gestione los intereses de los madrileños. Por ello, que Sánchez sea, o no, "el peor gestor del mundo", en palabras de Cantó, no debería ser un condicionante para los intereses de una Comunidad Autónoma. Y no debería, queridísimos señores, porque Sánchez no gestiona – de forma directa – los recursos madrileños. Por ello, Ayuso, Gabilondo y los demás líderes autonómicos deberían hablar de Madrid. Hablar de cómo gestionarán, en los próximos cuatro años, las competencias transferidas. No tiene sentido que RTVE emita un debate electoral entre los candidatos madrileños. RTVE sirve al interés general. Es un ente supraautonómico cuya agenda setting no se debería salir del interés nacional. Y este no es otro que los temas transversales e interautonómicos. Hablar de Madrid en RTVE sitúa el debate autonómico en clave nacional. Una clave que maquilla los intereses regionales, suscita agravios comparativos con otras CCAA y sirve de medidor interno para la toma de decisiones dentro de los aparatos.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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