Una cosa es la política y otra, bien distinta, son los aparatos. En España, como en casi todos los países, la militancia adolece de autocrítica. Los militantes, aquellos que votan sí o sí por las siglas de su partido, carecen – en la mayoría de las veces – de sinceridad política. Mucha gente, la verdad sea dicha, entra en política no por vocación de servicio público sino para la satisfacción de un interés particular. Y ese interés se materializa en la conquista del poder como un medio para conseguir un fin. Un fin que no es otro que la prosperidad del concejal de turno y los suyos. Prosperidad en forma de estatus social, contactos con el tejido empresarial y escalada en los tentáculos del partido. Existe un lubricante maquiavélico que infecta las cañerías de los aparatos y desprestigia lo político. Y las infecta porque activa el clientelismo. Un clientelismo que rinde tributo al cuñadismo y pone en marcha, de alguna manera, la mercantilización de los votos.
Quienes entran en política, sin vocación de servicio público, se covierten en diamantes en bruto para el sector privado. Las puertas giratorias, o dicho de otro modo, la consecución de puestos de trabajo – cargos de consejeros delegados en grandes filiales de renombre, por ejemplo – hacen que el paso por un ayuntamiento o diputación, para algunos, merezca la pena. Esta forma de entender la política, de ejercer un cargo público sin un interés cívico, contribuye a que la autocrítica no fluya en el seno de los aparatos. Y no fluye, claro que no, porque la adulación al líder se convierte en recompensas futuras. Promesas en forma de puestos agraciados en las listas electorales. Es por ello, queridísimos amigos, por lo que se debería, de una vez por todas, sustituir las listas cerradas por abiertas. Por listas, como les digo, donde el elector racional – aquel que no milita en ningún partido – vote al individuo y no a un pack cocinado por los aparatos. De esta manera, se pondría barreras al campo y se impediría la servidumbre que caracteriza a la partidocracia española.
La militancia no interesa al politólogo. Y no interesa porque, salvo en raras excepciones, no cambia su voto ni abandona el partido. Los militantes son, valga la palabra, "incondicionales" de la política, gente que vota a quien se presente, sea Manolo o Pepito el de los palotes. Que vota a líderes que, en la mayoría de las ocasiones, no son los mejores sino los adecuados. Líderes con padrinos ideológicos. Líderes que entran en política en busca del caramelo. Cuando, tales líderes, son cortejados por los barones de los aparatos se convierten en títeres de barrio. En títeres que son recompensados – tras el varapalo electoral o la pérdida del cetro – por las puertas giratorias. Puertas que se abren, a veces, hacia ideologías contrarias. Que producen giros de la socialdemocracia al liberalismo y viceversa. Tales títeres deberían dimitir y entregar su carné de militante. Y deberían, claro que sí, por coherencia, ética y dignidad democrática.