Corría el año 1690 cuando salió publicado el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, un manuscrito sobre la división de poderes, escrito por John Locke. Frente al Absolutismo Regio, el poder quedaba fraccionado en legislativo, ejecutivo y federativo. Años más tarde, en 1748, Montesquieu escribía El Espíritu de las Leyes, un tratado político donde separaba el poder en ejecutivo, legislativo y judicial. Esa separación tripartita del poder supuso un punto de inflexión entre lo antiguo – la concentración de poderes en una misma figura, defendido por Luis XIV – y lo moderno, la fragmentación del cetro entre parlamentos, togas y ministros. Y también, por qué no, la división entre coronas y sotanas. Hoy, en pleno siglo XXI, todavía existen autocracias que tiran por la borda los postulados contractualistas. Frente a ellas, la separación de poderes ocupa los pergaminos constitucionales de las democracias occidentales.
La separación de poderes, tal y como la plantearon Montesquieu, Rousseau, James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, entre otros, siempre tuvo intromisiones. En EEUU, por ejemplo, el presidente tiene la facultad de veto. Biden, en este caso, puede vetar las leyes que cocina la Asamblea Legislativa. En España, el Fiscal General del Estado es nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno. La Constitución establece que el CGPJ está formado por veinte vocales, de los cuales, ocho juristas de reconocida competencia son elegidos por el Parlamento. El Gobierno, en situaciones de extraordinaria y urgente necesidad, puede dictar normas con rango de ley a través de "decretazos". Su Majestad el Rey, previa tramitación por el Ministerio de Justicia, puede ejercer la gracia del indulto y, así, extinguir la responsabilidad penal atribuida al reo. Así las cosas, estamos ante una separación de poderes de corte blando. Una separación donde tienen cabida las injerencias de unos en los asuntos de los otros. Intrusismos que restan valor a la independencia judicial, ejecutiva y legislativa.
Estas intromisiones, permitidas por ley, ocasionan dilemas morales en la opinión pública. Y uno de ellos es el probable indulto a los "políticos presos" del procés. Un indulto que cumple con los requisitos legales – condenados por sentencia firme – pero que divide al hemiciclo entre quienes están a favor y en contra. Más allá de que la derecha esté en contra y el Gobierno a favor; lo que deberíamos analizar es si procede, o no, este instrumento político en nuestro ordenamiento jurídico. Y puestos a opinar, el indulto debería ser reprobado. Y lo debería, queridísimos amigos, porque supone una clara intromisión del poder ejecutivo en el judicial, genera agravios comparativos y atenta contra la seguridad jurídica. No es bueno para un Estado de Derecho que existan prerrogativas penales. No está bien, en términos éticos, que los cetros interrumpan la ejecución de los fallos judiciales. La politización de la justicia deslegitima a los jueces, fomenta el clientelismo y rompe la paz social. No procede, por tanto, el indulto salvo circunstancias muy excepcionales y tasadas ex lege. Y no procede porque el perdón judicial no implica arrepentimiento ni futuras infracciones. Ni siquiera siembra jurisprudencia ante hechos similares.