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Riñas vecinales

"Hay actos que tienen consecuencias y se tienen que asumir", dijo Karima Benyaich, embajadora de Marruecos en Madrid. Y lo dijo porque España acogió, como saben, al líder del Polisario, Brahim Ghali, para recibir tratamiento contra el Covid-19 y no informar de ello a Marruecos. Un gesto – el acto – que tuvo como "consecuencia" el envío, en 36 horas, de 8.000 migrantes a Ceuta, una ciudad de 85.000 habitantes. Una acción-reacción, como diría Newton si viviera, que ha tambaleado las relaciones diplomáticas entre España y el vecino del sur. Unas relaciones que, más allá de las grietas del multipartidismo, nos afectan como Estado. El cruce de acusaciones, el pasado miércoles en el Congreso, entre Sánchez y Casado acerca de esta crisis, nos sitúa ante una clase política que no distingue entre el interés general y el particular. Una clase política, como les digo, que conduce con luces cortas. Y una clase política que no ve más allá que los costes y oportunidades que supone, en ocasiones, remar a contracorriente.

Con motivo de esta crisis geopolítica, escribí el siguiente tuit: "De entre todos los vecinos de una comunidad, hay que llevarse bien, especialmente, con el de abajo". ¿Por qué?,  porque su techo es tu suelo y su suelo es tu techo. Siempre se corre el riesgo que nuestro vecino de abajo, ante los efectos del enfado, golpee el techo con un palo de escoba y el de arriba – rebotado por el ruido – arrastre sus mesas por el suelo. Estaríamos, sí o sí, ante un conflicto vecinal difícil de solucionar sin la intervención de la comunidad. Sin la intervención de una comunidad que solo podría arbitrar y proponer soluciones, siempre y cuando gozara de paz y tranquilidad. Si la comunidad estuviera agrietada. Si existieran malos rollos entre sus vecinos, apaga y vámonos. Y ese apaga y vámonos es lo que ocurre – con una complejidad llevada al extremo – entre España y Marruecos. Estamos ante una comunidad de vecinos – España – donde el de arriba – Ceuta – y el de abajo – Marruecos – están enfrentados por su situación geopolítica. Y esa comunidad a su vez está crispada porque dos de sus vecinos – Pablo y Pedro – no se llevan bien. Y no se llevan bien porque uno es el presidente de la misma y el otro un aspirante al cetro.

La solución pasaría porque un árbitro, o pacto vecinal, arrojara algo de paz a ese conflicto vecinal. España necesita la intervención urgente de un árbitro nacional o internacional. Nacional podría ser S.M. – Felipe VI – e internacional, algún personaje o institución transversal. Podría ser, por qué no, el presidente de cualquier Organización Internacional que velase por los Derechos Humanos. O la intervención, al unísono, de la Unión Europea. Por otro lado, el país necesita un paco migratorio. Un pacto que vaya más allá del horizonte de los cuatro años, que reúna en su seno la integración de las diferentes miradas autonómicas, que teorice un plan de emergencia ante situaciones similares a la vivida durante estos días y, lo más importante, que sea planteado como algo patriótico y, por tanto, superior al sistema de partidos. Desde la Transición Democrática, en España se han firmado varios pactos de Estado. Se han firmado los Pactos de la Moncloa, contra el terrorismo, sobre las pensiones, la Justicia y, no hace mucho, sobre la Violencia de Género. Ahora toca el Pacto Migratorio, un pacto necesario para que las riñas vecinales no deriven en tragedias mayores.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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