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Reinventar la docencia

Mientras limpiaba el trastero, encontré un cuaderno de mis tiempos de bachillerato. Era un cuaderno rojo, desgastado por el paso de los años, y con apuntes de Filosofía. Apuntes sobre el dualismo antropológico de Platón y su Mito de la Caverna, Aristóteles y su Ética a Nicómaco, y Descartes y su Discurso del Método; entre otros. Sus hojas olían a tinta vieja, un olor que me transportaba a los pupitres del Gabriel Miró, el instituto que determinó mi pasión por los estudios. Tras cuatro años sin pegar un palo al agua, a los dieciocho años volví a las aulas. Necesitaba desintoxicarme de la calle, de las malas compañías y ser "alguien de provecho – como decía mi madre – el día de mañana". En aquellos años, Internet no existía. La enciclopedia del salón y la biblioteca del pueblo eran las fuentes que teníamos para realizar los trabajos. Trabajos maquetados con portadas llenas de florituras y fotografías recortadas. Y trabajos encuadernados con cartulinas y grapas de toda la vida.

En aquellos años, a los profesores se les llamaba de "don". "Don Antonio" y "doña Manolita" se convertían en gente respetada. Lo que decía "el profe" o "la profe" (seamos inclusivos) iba a Pekín y volvía. La profesión gozaba de respeto por parte de la comunidad educativa. Un respeto que se forjaba por la admiración que provocaba la sabiduría. El profesor era una pieza clave para la construcción de la sociedad del conocimiento. Se convertía, como les digo, en una correa de transmisión para el funcionamiento del ascensor social. La mayoría de los jóvenes eran hijos de familias analfabetas. Familias que, por circunstancias económicas, emigraron a países más adelantados para sobrevivir ante las penurias del franquismo. Los padres confiaban en la función de los docentes. Y confiaban porque de ellos dependía, en buena parte, que sus hijos fueran algo el día de mañana. Los profesores de la "democracia incipiente" tenían el poder del conocimiento, el mismo que ostentaron las sotanas durante los tiempos del caudillo.

Hoy, las tornas han cambiado. El profesor ha perdido el "don" de los años ochenta. Ha sido defenestrado por "papá Google" y humillado por una sociedad que cuestiona el argumento de autoridad. La función docente ha perdido su valor. Y lo ha perdido, queridísimos lectores, porque estamos ante una prostitución informativa. El ciudadano ya no necesita asistir a las aulas para saber de biología. Ni siquiera necesita desplazarse a una biblioteca para ilustrar sus neuronas con manuales de geografía. Hoy, el conocimiento está a un golpe de clic. El profesor debe reinventar su función sino quiere que su figura muera en las décadas venideras. Los profesores se deben convertir en los nuevos líderes del mañana. Deben aportar, más allá de la transmisión de conocimientos, sabiduría para la vida. Deben despertar conciencias, vehicular el espíritu crítico y acompañar a sus alumnos en sus proyectos vitales. Los profesores deben – debemos – "estar ahí". Y ese "estar ahí" implica compromiso, tolerancia y empatía. Tres principios que van más allá de los intramuros educativos.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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