• LIBROS

  • open_southeners_logo

    Diseño y desarrollo web a medida

Wittgenstein, tauromaquia y el bono cultural

Decía Ludwig Wittgenstein, filósofo británico que "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente". Su pensamiento guarda conexión con el criticismo kantiano. Immanuel puso paz a dos siglos de enfrentamiento entre empiristas y racionalistas. Consideró que no podemos conocer "la cosa en sí" sino una subjetivación de la misma. Disponemos de unas estructuras mentales universales que nos sirven para conocer lo "a posteriori"; aquello que reside fuera de nosotros. No existen, por tanto, mundos objetivos sino  tantos mundos como personas hay en el mundo. Wittgenstein defendió que la realidad no es más que un constructo del lenguaje. Sin lenguaje no existiría "la mesa", "la silla", "el perro" o "el ratón", por ejemplo. Ese lenguaje necesita de cierta universalidad para que existan verdades desprovistas de cultura. Reto difícil, queridísimos amigos, si existen matices idiomáticos que afectan a la polisemia y connotación de las palabras.

Los pitagóricos afirmaban que el Arché, el elemento último que explicaba el origen del mundo, residía en los números. Los números son las cosas. Tanto es así que el alma de una puerta sería un rectángulo y el de un lago, un círculo. Ese fundamento numérico del universo guarda relación con la filosofía del lenguaje, de Wittgenstein. Y lo guarda porque la esencia de una "puerta" no es otra que su estructura lingüística. De tal forma que si decidiéramos llamarla "mesa", nadie nos entendería. Si todo reside en el concepto. Si nuestro mundo no es más que un amasijo de vocablos, ¿a qué responde su orden? El orden del mundo responde a un consenso lingüístico. Un consenso que delimita los significados y establece las esencias de los términos. De igual modo que Platón inventó un "más allá" para explicar el "más acá". Nosotros hemos inventado las palabras. Unas palabras que nos han hecho evolucionar como especie. Y unas palabras que han perjudicado, de alguna manera, a la transparencia de la humanidad y suscitado la miseria moral.

Gracias al lenguaje, podemos construir contradicciones comunicativas. Podemos, como les digo, traicionar nuestra honestidad interior y mentir. La mentira se nutre de la palabra. Tanto que si visionamos una película de "cine mudo", descubrimos que sin voz, sin un lenguaje traidor, es muy complicado ser actor. Asistimos a una crisis de conceptos. Existen debates incompletos por la baja calidad de ciertos signos lingüísticos. Un ejemplo sería el concepto de "bien cultural", un concepto que presenta conflictos por su imprecisión. Conflicots entre quienes defienden que la tauromaquia es cultura y quienes defienden lo contrario. Si los toros son cultura, se preguntarán algunos: ¿por qué el Gobierno no los ha incluido dentro del "bono cultural"? ¿Desde cuándo la muerte de un animal se considera cultura?, se preguntarán otros. Este debate no se soluciona sin una correcta objetivación del término. Necesitaríamos un diálogo socrático para que los interlocutores, mediante la ironía y la mayéutica, llegasen al término universal. Un universal necesario para saber, a ciencia cierta, si la tauromaquia debe ostentar, o no, el calificativo de cultura.

Sobre jóvenes y precariedad

Ayer, en CaxiaForum Madrid, fui entrevistado por Carmen Pérez-Lanzac (periodista de El País). Y lo fui, queridísimos amigos, gracias a un ciclo de conferencias y debates dirigido por Esteban Sánchez Moreno, director del Instituto de Cooperación y Desarrollo de la Universidad Complutense. A lo largo de la actividad, de una hora y media de duración, reflexioné – junto a Esteban y Carmen – sobre "las generaciones en crisis". La reflexión estuvo acompañada de los testimonios de Diana, Álvaro y Said, tres jóvenes que aportaron sus experiencias en el mundo laboral. Un mundo marcado por la temporalidad, los salarios bajos y la parcialidad. Y un mundo, y disculpen por la redundancia, inundado de incertidumbre. Incertidumbre ante un futuro que se presenta incierto y negativo. Los jóvenes viven en una angustia permanente que se resume en "querer y no poder". Querer vivir de forma independiente, y no poder. Querer cobrar más, y no poder. Y querer trabajar a tiempo completo y no poder.

El entorno ha cambiado. Hemos pasado de un entorno calmado a otro turbulento. Antes, la generación de nuestros padres, permanecía toda la vida entre las paredes de una misma empresa. Las empresas traspasaban, sin dificultad, el cambio generacional. Eran "empresas centenarias". Los puestos de trabajo se heredaban de padres a hijos. Ese entorno tranquilo permitía una emancipación temprana, salarios dignos y jornadas a tiempo completo. Y esa emancipación permitía, a su vez, una maternidad en la veintena. Hoy, por desgracia, las tornas han cambiado. El sistema capitalista se ha "canibalizado". Vivimos en un mundo híperconectado donde lo que ocurre en una extremo del globo tiene consecuencias en el otro, y viceversa. Las compras se hacen en un solo click. Todo se realiza bajo un sistema económico basado en el "low cost" o superproducciones a bajo coste. Estamos ante una guerra de precios donde la fuerza de trabajo se ha convertido en un coste a minimizar en lugar de un recurso a optimizar.

Estamos ante un mercado de trabajo que reproduce una estructura social desigual. Por un lado, trabajadores fijos. Por otro, temporales. Los primeros gozan de estabilidad – contratos indefinidos, salarios "dignos" y jornadas a tiempo completo -. Son independientes, tienen hijos a edades tempranas y gozan de mejor salud mental. Además cuentan con vivienda y vehículo en propiedad. Los segundos – los temporales – viven en la inestabilidad – tienen contratos temporales, salarios bajos y parcialidad-. Viven con sus padres, o en pisos compartidos y, por supuesto, no tienen coche en propiedad. También padecen  ansiedad y depresión; dos males provocados por la angustia que supone vivir en la eterna incertidumbre. Ante esta desigualdad  no queda otra solución que "más Estado y menos mercado". Es necesario más políticas keynesianas. Y para ello es preciso que los jóvenes tomen "conciencia de clase". Una conciencia que despierte el asociacionismo juvenil. Un asociacionismo necesario para reivindicar sus proclamas.

España tiene una tasa de asociacionismo juvenil muy baja con respecto a las registradas por los países del norte de Europa. Es necesario que los jóvenes salgan en la prensa y hagan visible su condición de mano de obra híperpercualificada y barata. Y es necesario que se abra un debate ético empresarial entre "producciones low cost" y derechos laborales. Si optamos por lo primero, seremos – en el medio plazo – la nueva China de Europa. Acabaremos en un callejón sin salida donde la única luz se vislumbrará en la emigración – el éxodo de talento – y las oposiciones. Estamos ante una generación que más que vive, sobrevive. Una generación que necesita interiorizar la incomodidad. Necesita que la incomodidad sea un motor para el avance. Una incomodidad que ponga en valor los fundamentos de Nietzsche y los aciertos del "suprahumano". Una incomodidad que evite el retroceso a la "generación atemperada" de los tiempos de Galván.

De riesgos y catástrofes

Decía un viejo un conocido de El Capri que "la vida es un volcán". Tras periodos de calma, vienen momentos de tempestad. Existen, escribía el otro día en una red social, tramos históricos que pasan invisibles para los historiadores y otros convulsos como un mar tempestuoso. Así las cosas, el siglo XX, por ejemplo, fue un siglo de guerras y totalitarismos. Hitler, Stalin y Mussolini protagonizaron los episodios más sanguinarios de aquel "Siglo Horribilis".Hoy, vivimos en un escenario de riesgos incesantes. En menos de cinco años, hemos vivido danas, terremotos, pandemias y volcanes. Hay dos modos de entender la historia. Uno, como algo progresivo y lineal. Y otro, como algo cíclico. Los defensores del primero argumentan que cualquier tiempo pasado fue peor. Reflejan, por decirlo de alguna manera, la máxima de Heráclito: "No te bañarás en las aguas de un mismo río". Todo cambia, todo deviene, nada permanece.

Los segundos, por su parte, defienden el carácter cíclico de las crisis económicas, la repetición de las catástrofes naturales en lugares similares y la lucha de contrarios. Una lucha que comenzó con la Guerra del Peloponeso y que continuó a lo largo de la historia. Así hemos asistido a un duelo de titanes entre monárquicos y republicanos, demócratas y tiranos, reformistas y radicales, ateos y creyentes, conservadores y progresistas; entre otros. Y en ese eterno retorno, en esa eterna lucha, todo se resuelve en el abismo de los contrarios. Esta visión cíclica de la historia es necesaria para instaurar la prevención histórica. Hace años – os contaré una anécdota – conocí a Alejandro, un señor de ochenta años que frecuentaba el garito los viernes después de comer. Accionista de pura cepa se arruinó varias veces en su vida. En el año 2008, me contaba que compró muchas acciones de una entidad en bancarrota. En el 2010, vendió esas mismas acciones por el triple de su valor. Le pregunté, ¿y usted, por qué sabe tanto de acciones? No, yo no sé de acciones. Lo que tengo son muchos años y he visto, a lo largo de mi vida, varias crisis similares; me contestó.

El hombre, como la mayoría de animales, tropieza dos veces en la misma piedra. Y ello está pasando con la sociedad actual. Seguimos tropezando en la mala gestión de los riesgos. De riesgos con efectos repetidos. Nos endeudamos por encima de nuestras posibilidades, recibimos multas por infracciones idénticas y visualizamos imágenes escalofriantes sobre tragedias paralelas. Es necesario, que se instauré una cultura de la prevención en el sentido amplio del término. Cultura preventiva en materia de riesgos laborales, sanitarios y naturales. Para ello se necesitan mapas de riesgo, con la calificación de los mismos, y sus medidas preventivas. Y se necesitan acciones formativas. Acciones o planes de actuación ante posibles terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas y pandemias, entre otros. Se debe instaurar una memoria de riesgos que recoja sus variables espaciales y temporales. Una memoria que ponga en valor los aciertos y errores en la gestión de las catástrofes. Si no lo hacemos, si dejamos que el temporal amaine, y que la tragedia escampe, volverán los llantos y lamentos ante escenarios futuros.

Figuras de barro

Tras dos semanas apartado del campo de batalla, ayer recibí un correo de Jacinto, un periodista de las tripas valencianas. Me comentaba que vive angustiado por la incertidumbre laboral. Después de leer su texto, le pedí autorización para publicar su situación. Jacinto cuenta con veinticinco años. Hace dos años que finalizó la carrera y desde entonces se ha convertido en un nómada laboral. Ha firmado más de cinco contratos temporales, salarios bajos y jornadas “a tiempo parcial”. Con estos mimbres tiene dificultades para la emancipación, comprar un coche y crear una familia. Tanto es así que vive con sus padres, se desplaza en patinete y carece de pareja. El periodismo está muy mal pagado. Él trabaja como redactor. Su función no es otra que transcribir notas de prensa. Estamos ante una generación de jóvenes que más que vivir, sobrevive por culpa del "Low Cost". Por culpa de las producción a bajo coste. El trabajador no es un recurso a optimizar sino un coste a minimizar. Tanto es así que estamos ante una mano de obra híper cualificada y barata. Una mano de obra que involuciona hacia las postrimerías del siglo XIX.

Después de leer a Jacinto, visité a Nietzsche. Estaba sin saber de él desde antes de la pandemia. Le pregunté por su salud y la de los suyos. Lo encontré muy desmejorado. Me dijo que padecía insomnio desde hace más de un año. Un insomnio que lo desconcentraba y mantenía irritable el resto del día. Le dije que Marx tenía razón. Vamos para atrás como los cangrejos. De nada ha servido el movimiento obrero, la Internacional y todas las manifestaciones juntas. El capitalismo cada día es más salvaje, menos sostenible y respetuoso con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Revolución Francesa – me comentaba Friedrich – fue una falsedad en toda regla. Los valores de paz, amor y fraternidad no se corresponden con la praxis del ahora. Ahora abunda la guerra, el odio y el egoísmo. ¿De qué nos ha servido tanto progreso técnico si no hemos avanzado nada en la moral? Estamos ante rebaños envenenados por los celos y la envidia. Estamos ante la conjura de los esclavos contra los amos. En pleno siglo XXI, Dios no ha muerto. Ni siquiera el niño ha dado lugar a los valores del Superhombre. Seguimos siendo el mismo grupo de ovejas miedicas que deambula por las sendas de su amo.

Antes de llegar a casa, hice una parada en El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, un buen vaso de cerveza que refrescara mi estómago y matara a mis neuronas. Allí, solo en la oscuridad del garito, cogí el móvil y aproveché para depurar el listado de wasap. Borré a contactos de momentos enterrados. Gente que fueron algo en mi vida pero que desaparecieron de la noche a la mañana. Leí una conversación que mantuve hace cinco años con María, una compañera de trabajo que falleció por la enfermedad de moda. Admiradora secreta de Sartre, me comentaba que un día fue arrojada al mundo. A un mundo de cromañones similares a ella pero distintos como los lunares de su vientre. En ese mundo, nacemos sin conductas programadas. A diferencia del gusano que, desde su nacimiento, sabe hacer el capullo de seda, nosotros necesitamos aprenderlo todo para la vida. Y en ese aprendizaje tropezamos con piedras y caemos por cientos de zancadillas. Entre las frases de la conversación, leo que "se necesita inteligencia para la vida". Una inteligencia para gestionar el devenir sin recurrir a los platonismos. Los platonismos han hecho de nosotros seres acomplejados. Seres inferiores y recelosos. Recelosos con Demiurgo, aquel alfarero que construyó figuras de barro con moldes de gigantes.

La brecha feminista

Más allá de la pandemia, el ecologismo y el feminismo se presentan como los principales retos del siglo XXI. El primero por la frecuencia de las inundaciones, invasión de especies exóticas y calentamiento global, entre otras problemáticas. El segundo, por la injusticia que supone la desigualdad de género. Ante tales retos, existen dos actitudes antagónicas. Por un lado, la actitud utópica. Los utópicos creen que los avances tecnológicos solucionarán los problemas derivados del cambio climático. Y piensan que la educación vencerá al patriarcado. Por otro lado, la actitud distópica. Los distrópicos auguran un futuro desolador. Tanto es así que prácticas como las del rover Perseverance de la NASA, en Marte, son un síntoma que pone en evidencia la gravedad del planeta. Piensan que la desigualdad de género seguirá perenne en muchas sociedades. Estas actitudes resucitan a los clásicos. Ponen en valor las tesis de Simone de Beauvoir y miran de cerca los pronósticos de Greta Thunberg.

El otro día, Irene Montero aseguró que las mujeres afganas y españolas "están sometidas al mismo patriarcado". Según la ministra de Igualdad "el machismo es la base de las vulneraciones graves que están sufriendo las mujeres de Afganistán". Estas declaraciones fueron criticadas desde las trincheras de la derecha. Y lo fueron porque, a diferencia de España, las mujeres afganas tienen que cubrirse la cara en público, no pueden trabajar y deben salir de casa acompañadas por un varón. Más allá de la polémica suscitada por las palabras de Montero, lo cierto y verdad, es que existe un sustrato común entre ambos extremos. Y el sustrato no es otro que la desigualdad de género. Una desigualdad que, como bien dice la ministra, tiene sus raíces en el patriarcado. Un patriarcado que arranca con el reparto de roles en las sociedades primitivas. Un reparto que minusvalora las capacidades de la mujer y elogia, por desgracia, la fuerza del "macho".  Ese reparto desigual nos sitúa ante un hombre "cazador", y garantista de comida, frente a una mujer recluida en las paredes de la cueva.

Hoy, en pleno siglo XXI, existe una brecha feminista. No se debe hablar de feminismo en términos absolutos sino mediante logros geopolíticos e históricos concretos. Hay una dicotomía entre el feminismo blanco y negro. Y una brecha, por qué no decirlo, entre el feminismo franquista y el democrático, por ejemplo. En España existe una desigualdad de género que afecta con más agudeza al mercado laboral. Hay desigualdad salarial y disparidad en los asientos del poder. Y hay, y disculpen por la redundancia, problemas de compatibilidad familiar y laboral. Problemas que afectan, en mayor profundidad, a las mujeres. Y problemas que necesitan la intervención del Estado. Se debería, entre otros puntos, universalizar la educación infantil de 0 a 3 años y flexibilizar, aún más, la jornada laboral. En otros países, la desigualdad afecta a ejes distintos a los nuestros. Es necesario que se construya un relato global del feminismo. Un relato que ponga en valor las debilidades, fortalezas, oportunidades y amenazas de cada cultura particular en materia de igualdad. Y ese relato pasa por la convocatoria urgente de una Convención Internacional Feminista.

Juguetes de hojalata

Septiembre es un mes nostálgico y enérgico al mismo tiempo. Nostálgico porque echamos de menos los amaneceres de agosto, los paseos por la playa y las noches toledanas. Noches de insomnio y vueltas en la cama. Noches que invitan a beber agua, salir al balcón y oír al camión de la basura. Enérgico porque el paréntesis vacacional nos ha recargado las pilas. Nos ha hecho reflexionar sobre el trabajo, la familia y el sentido de la vida. En septiembre, amanece distinto en los pueblos. El día comienza oscuro y las cigarras ya no cantan como antes. También anochece antes. Tanto que hay menos niños en los parques jugando a la pelota. Ahora toca estudiar, emprender un nuevo curso. Volver a la oficina y lidiar cada mañana con nuestros compañeros de batalla. Recuerdo cuando era niño que septiembre era trágico. Trágico porque volvía a la escuela. A la misma que odiaba desde la puerta hasta a la esquina. Una escuela que no recuerdo con alegría sino con rebeldía. Hoy, miro por el cristal de mis gafas y veo aquel niño, con los pelos a lo afro, que se inventaba dolores de cabeza para evitar aterrizar en las aulas del tormento.

Aunque la lluvia haya limpiado las impurezas del asfalto siempre existirá la huella del pasado. Una huella que nos sirve para recordar lo que fuimos y construir lo que somos. Somos, como diría Sartre, el producto de nuestras propias decisiones. Somos "seres para sí". Seres conscientes, como les digo, arrojados al mundo. A un mundo de animales similares pero únicos y distintos a nosotros. En ese mundo construimos nuestra identidad. Una identidad condicionada por la tierra que nos sostiene, la familia que nos cobija y las creencias transmitidas. Luego somos semilibres. Semi, claro que sí, porque estamos determinados, en palabras de Ortega y Gasset, por las circunstancias. "Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvaré yo". Y esas circunstancias hacen que seamos agradecidos con aquellas condiciones que facilitan nuestra capacidad de elegir. Desde mi interior miro hacia el Primer Mundo y sufro en silencio. Sufro porque aquellos seres son humanos como nosotros. Y sufro porque sus circunstancias impiden que jueguen como los niños de Occidente. En esa angustia interior observo la vanidad de algunos ricos cuando brindan con caviar.

Son las estructuras geopolíticas quienes otorgan identidad a ese ser único e irrepetible que diría Sartre. Nuestra identidad cobra sentido cuando la contextualizamos. Aquí, en la Tierra, somos seres adjetivados. En Marte, por ejemplo, seríamos animales desposeídos de identidad. Y lo seríamos porque allí no hay una organización social que nos sitúe en ese puzzle que algunos llaman modernidad. Miro por el retrovisor de los tiempos y observo como los cambios de régimen han desposeído a millones de seres de identidad. Escucho testimonios de octogenarios. Testimonios como el de Jacinto, que durante años malvivió en el campo de Mauthausen. Allí se convirtió en un "cero a la izquierda". De nada sirvió su reputación como abogado en las calles de su pueblo. Allí, con el uniforme de batalla, Jacinto no era más que un nombre inscrito en las listas negras del régimen. Hoy, en un banco del parque, Jacinto llora el despojo de su ser. Allí aprendió que la vida es un largo caminar. Un largo caminar cargado de mochila. De una mochila que a veces llenamos con pepitas de oro y otras con juguetes de hojalata.

Tertulias al fresco

Amanece nublado en mi pueblo. Desde mi balcón, veo a lo lejos los días de septiembre. Días cortos y apagados que contrastan con las tardes largas y soleadas de julio. Tardes de veraneo, de calor asfixiante y cigarras que cantan desde la copa de los árboles. Se nos va el verano, se nos va. Se nos va un verano insólito. Insólito porque Messi dijo adiós al F.C. Barcelona. Porque han fallecido cientos de personas por coronaviruos. Insólito porque miles de afganos han huido, y huyen, de su país por el regreso de los talibanes. Miro septiembre y vislumbro la vuelta a las aulas. Aulas más apretadas, con menos distancia entre mesas, y con la mayoría de los alumnos vacunados. Aulas temerosas ante las nuevas cepas del virus. Cepas más contagiosas y persistentes. Y cepas que ponen en vilo a negacionistas y vacunados. Llega septiembre, y con él las precipitaciones y las tormentas políticas.

En El Capri, inundo mis penas con la espuma de la cerveza. Allí, solo en el taburete, leo noticias en las páginas del vertedero. Noticias sobre Sánchez y las repatriaciones de Ceuta. Noticias sobre tintoreras en aguas equivocadas. Y noticias sobre una España dividida. Sobre una España que sigue atascada en los prejuicios de la contienda. Y sobre una España que no gestiona bien la diversidad de pensamiento. A dos taburetes del mío, Jacinto discute con Manolo sobre la cuestión territorial. Discuten sobre Cataluña. Sobre el indulto a los presos del procés. Y discuten sin mencionar a Pujol, el mismo que gobernaba con socialistas y populares en provecho de su tierra. Peter ya no es aquel roquero de los ochenta. Ya no cuenta con ese tupé y esa chupa de cuero que cautivaba a las rubias del garito. A los sesenta, la vida se percibe diferente. Se percibe con las gafas de la angustia y las piedras del fracaso. A los sesenta, llegan los lamentos. Y llegan los dolores por las espinas clavadas durante los tiempos de guerrilla.

A las cinco de la tarde no hay ni un alma en El Capri. La gente está en las playas. En playas parceladas por eso de la Covid. Playas con cuerpos envueltos de crema, de niños jugando a la pelota y de gente caminando por los relieves de la arena. Playas con miles de diálogos al unísono. Y playas con familias que distraen sus penas con dimes y diretes. Playas repletas de misterios y leyendas. De niños ahogados y colchonetas perdidas. Playas, unas más grandes que otras, que relajan el espíritu e invitan al descanso. Peter, a eso de las ocho, enciende la televisión. Una televisión antigua. De esas que pesaban toneladas y que casi nunca se rompían. En el telediario, miles de peces muertos inundan la pantalla. Peces amontonados al filo de la arena. Peces muertos. Muertos por la pandemia. Por una pandemia que sacude el Mar Menor. Una pandemia que no discrimina entre jóvenes y ancianos. Una pandemia que nos recuerda a las coplas de Manrique. El ventilador mueve el aire del garito. La ola de calor hace sus estragos en las vísceras de mi pueblo. En la calle, los abanicos bañan de color las tertulias al fresco y el sonido de las pipas.

Olimpiadas, ansiedad y la clase mileurista

Las olimpiadas – decía el otro día en una red social – representan los valores del capitalismo. Valores como la autoexigencia, la competitividad y el éxito forman parte de las reglas del juego. Aunque la comparación sea atrevida. Aunque las olimpiadas de la antigua Grecia se celebraran en contextos históricos distintos a los actuales, lo cierto y verdad, es que ambos fenómenos – olimpiadas y capitalismo – guardan paralelismos. En otro orden, la puesta del cuerpo al límite, la soledad del atleta y la responsabilidad por llegar el primero a meta; no están pagados con medallas. Y no lo están, como les digo, porque detrás de ese éxito efímero se encuentra un vacío existencial. Un vacío marcado por las renuncias. Renuncias a los amigos, a la familia, al ocio y renuncias a todo aquello que ponga en riesgo la concentración del momento. Esas renuncias, tarde o temprano, pasan factura a los atletas. Facturas en forma de ansiedad, de intolerancia al fracaso, soledad y frustración. Soledad en los confinamientos. Y frustración cuando el esfuerzo no se corresponde con la recompensa deseada. 

En los últimos días, los medios de contaminación – de "comunicación" – han hablado, y mucho, sobre el estado de salud de los olímpicos. Un estado lastimado, como decíamos atrás, por la presión social a la que están sometidos. El mismo estado que, al parecer, sufren ciertos futbolistas cuando, por hache o por be, no meten los goles estimados. Futbolistas, y otros deportistas, que cobran cifras millonarias. Tanto que, gracias a las mismas, viven en casoplones, conducen coches de lujo, comen gambas rojas y mantienen negocios paralelos. Viven, como diría Jacinto, como marqueses. Como marqueses alejados de la plebe o, como diríamos aquí, de la clase mileurista. De una clase que más que vivir, malvive para llegar a final de meses. Dentro de esta clase hay padres de familia que destinan más del treinta por ciento de su salario a pagar la hipoteca. Padres que hacen malabarismos para estar al corriente en la factura de la luz, el agua, los libros de los niños, el carro de la compra y decenas de imprevistos que surgen a diario. Tales padres, y no padres, también son dignos de un medalla al mérito y el esfuerzo.

Los mileuristas, que también sufren de ansiedad, son invisibles para la parrilla mediática de este país. Y lo son, queridísimos lectores, porque el éxito es la mercancía más valorada en el sistema capitalista. Un éxito que se manifiesta en el número de goles, saltos con pértiga, canastas y todo lo que suponga ganar al adversario. Aquellos que no son agraciados. Aquellos que no meten goles ni encanastan balones no son noticia en los sumarios de la mañana. Y no lo son a pesar de sufrir en silencio el riesgo del despido, el corte de la luz o el desahucio por no pagar la hipoteca.  Simone Biles y cientos de futbolistas guardan similitudes con la clase mileurista. Ambos sufren de ansiedad por la autoexigencia que supone la rutina de sus vidas. Ambos pelean para evitar el fracaso en su tarea. Y a ambos se les presiona, y se les exprime, para que sean más productivos. Sin embargo, cada uno vive su ansiedad desde contextos distintos. Unos lo hacen desde sus mansiones y coches caros. Otros, desde sus pisos de alquiler y coches descatalogados.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

  • Categorías

  • Bitakoras
  • Comentarios recientes

  • Archivos