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Lecciones platónicas

Desde el siglo XXI, leo con atención el legado que dejaron los filósofos de la Antigüedad Clásica. Intento recrearme en la crisis ateniense y entender, de alguna manera, a Platón. Entender al pensador que sufrió la muerte de su profesor. Sufrió, como les digo, la muerte de Sócrates, condenado a beber cicuta por corromper las mentes de los jóvenes. Y falleció a manos de la democracia de Trasíbulo, la misma que puso fin al Gobierno de los Treinta Tiranos. Aristocles, apodado como Platón, no simpatizaba con la democracia. Y no lo hacía por tres razones. La primera porque cualquiera – salvo los grupos sociales vetados – podía ejercer cargos públicos sin ninguna credencial educativa. La segunda porque esa minoría, que ostentaba el poder, no atendía a principios universales y necesarios sino al relativismo moral, el convencionalismo y el empirismo político de la sofística. La tercera porque la democracia de Trasíbulo asesinó a Sócrates, el hombre más justo de todos los hombres. Hoy, las razones que esgrimía Platón siguen vivas entre nosotros.  Y siguen porque no se necesita ninguna formación mínima para ser concejal, diputado autonómico o ministro. Y continúan porque, una vez en el poder, algunos políticos se comportan de forma maquiavélica, gobiernan atendiendo al interés particular, pierden la humildad y hacen cualquier cosa por la ostentación de sus cetros.

Platón, harto de la política de su tiempo, escribió La República, un texto que hoy, más de dos mil seiscientos años después, sigue vivo entre nosotros. En ese libro, Aristocles trazó su Estado ideal. Y ese estado no era otra que una comunidad orientada al bien. Era un Estado alejado del neoliberalismo actual. Alejado del individualismo que supone el "credo americano". Un Estado en consonancia con la estructura tripartita del alma. De esa alma que preexistió en el mundo inteligible y que quedó atrapada en el cuerpo de los humanos imperfectos del mundo sensible. Esa alma, nos diría Platón en el mito de la caída, guarda relación con un carro dirigido por un auriga – que representa la parte racional – tirado por dos caballos. Uno dócil y blanco – parte irascible – y otro indomable y negro – parte apetitosa del alma -. El auriga debe mantener el equilibrio y garantizar la seguridad del trayecto. De esa manera se consigue que el alma sea justa. Y lo será cuando la cabeza – la razón – dirija al corazón – las pasiones – y el bajo vientre – los caprichos y placeres -. Es necesario que hagamos una racionalización de las emociones para evitar que estas rompan el equilibrio interior.

Ese equilibrio también tiene su paralelismo en la estructura de la sociedad. Una sociedad, nos diría Platón, está en armonía, o sea es justa, cuando la clase gobernante gobierna a los productores y guerreros. Y ese equilibrio social, queridísimos amigos, se ha roto en las sociedades actuales. Estamos ante una ruptura del Estado ideal platónico. Estamos, y disculpen por la redundancia, ante sociedades gobernados por el apetito en detrimento de la razón y las pasiones. Y este desequilibrio, nos sitúa ante un capitalismo que no es otra cosa que la subordinación de la cabeza a la inmediatez de los caprichos por las cosas materiales. Estamos ante la sospecha de la razón, en palabras de Paul Ricoeur. ¿De qué ha servido la razón capitalista, si nos ha traído más desigualdad y miseria moral? Es necesario que el auriga coja las riendas de la biga. Es necesario que paremos los pies al caballo indomable y negro. Y para ello, es urgente que se rompa el culto a la emoción. Una emoción tóxica que secuestra a la razón y nos sitúa desnudos ante el vicio y la tentación.

Filosofía, Celaá y el mito de la caverna

Parece mentira que la nueva ley de educación – cocinada en los fogones de la izquierda – elimine, de un plumazo, a la filosofía de la Educación Secundaria Obligatoria. A partir de ahora, la "madre de las ciencias" desaparecerá del currículo. Y no solo desaparecen las semillas del árbol del conocimiento sino que se le corta las alas, y disculpen por la expresión, al sentido crítico de los jóvenes. La Ley Celaá empeora lo dictaminado en la LOMCE, una norma aprobada por la mayoría absoluta del Partido Popular y que situaba a la Filosofía a la altura del betún. Tanto que dejó de ser obligatoria en segundo de bachillerato y perdió, a su vez, fuelle en el examen de selectividad. Hoy, a pesar de la lucha que hemos librado los profesores de filosofía, hemos perdido la batalla. Estamos ante una sociedad del conocimiento similar a la que presenciaron los ciudadanos del siglo XVII, un siglo marcado por la Revolución Científica donde las letras – y todo aquello que no siguiera un "método científico" – no tenía cabida en las esferas académicas. Fue Renè Descartes quien peleó para salvar a la filosofía de la quema. Fue el pensador francés quien quiso hacer de ella una "Mathesis Universalis".

Hoy, como todos sabemos, existe un agravio comparativo entre ciencias y letras. Parece como si las primeras – las matemáticas y los saberes experimentales – estuvieran por encima de las ciencias sociales y humanidades. Tanto es así que a mis alumnos de bachillerato, sean de un "bando" o de "otro", siempre les repito lo mismo: "los bachilleratos sean de números o de letras no son ni mejores ni peores; simplemente diferentes". Es hora de que los humanistas levantemos la cabeza y defendamos, de una vez por todas, nuestra valía dentro de la sociedad tecnológica. Una sociedad – y ahí es donde radica mi indignación – que necesita hoy, más que nunca – el "saber inútil". La izquierda – con todos mis respetos – nos ha arrebatado la filosofía cuando más la necesitamos. Y la necesitamos, queridísimos amigos, porque Internet – ese mundo global de la información – y las redes sociales – esa dimensión que une a millones de personas – urgen que se haga un buen uso de la racionalidad. Se necesita la razón para discernir entre informaciones de buena y mala calidad. Para establecer prioridades en la búsqueda de la información. Y para analizar y sintetizar lo seleccionado a golpe de click.

Sin filosofía en secundaria, los alumnos pierden un espíritu necesario para la vida. Pierden parte del sentido crítico. Un sentido imprescindible para evitar caer en las redes de la manipulación. Para saber dónde existe riesgo de alienación y para cuestionar  el argumento de autoridad. Sentido crítico, y razón para la vida, para entender la lógica que esconde el populismo. Para evitar caer prisioneros de la publicidad. Y para leer la prensa desde una lejanía que evite caer en los sesgos editoriales. Sin la filosofía, nuestros alumnos pasarán de preguntar por el porqué de las cosas – tal y como hicieron los filósofos de la naturaleza en el siglo VI a.C. – a decir "bee, bee, bee.” como si de un rebaño de ovejas se tratara. Por ello estoy tan cabreado. Cabreado porque me preocupa que los jóvenes sean privados de un saber crítico, radical, autónomo y racional como es la filosofía. Un saber que desmanteló la mitología griega y consiguió que el logos se impusiera a la hora de reflexionar sobre el ser humano y su realidad. Sin filosofía, nuestros jóvenes cabalgan hacia el mito. Cabalgan hacia la caverna de Platón. Hacia el mismo sitio oscuro y tenebroso donde lo único que valía eran las creencias y la imaginación.

De política y Epicuro

Ayer estuve en Grecia. Necesitaba, la verdad sea dicha, una bocanada de aire fresco que desintoxicara mis neuronas de los contaminantes del vertedero. Allí, en el siglo IV a.C., envié un wasap a Epicuro. Le dije que estaba de paso por la Stoá Poikílé – en el "Pórtico de las Pinturas" -, la escuela de los estoicos. Tras saludar a Séneca y Epicteto, viajé a Samos. Allí, tomé café con Epicuro. Me dijo que estaba escribiendo una Carta a Meneceo. Una carta donde criticaba a Aristóteles, su "animal social" y su concepto idílico de la polis. Hablamos de física, lógica, felicidad e independencia. La ética no es amiga de las razones – como diría Sócrates y Platón – sino de las sensaciones. Son los sentidos, las presunciones y las pasiones; los auténticos criterios de verdad. Criterios que estuvieron en conexión, en la Edad Moderna, con la ética empirista de Hume. Me preguntó por el neoaristotelismo. Le dije que las proclamas comunitaristas no han casado bien con el credo americano. El asociacionismo y el espíritu cívico han enfermado ante la victoria del neoliberalismo.

En los albores del siglo XXI, las personas confunden la felicidad con lo material. Cuando la gente goza de trabajo, casa y automóvil, entonces desea mejor trabajo, mejor casa y mejor automóvil. Estamos ante una espiral del "tanto tienes, tanto vales". El placer ya no es sinónimo de apathéia o serenidad del ánimo, como diría Epicuro. Estamos ante una sociedad nerviosa. Nerviosa porque siente nostalgia por un pasado que se percibe como mejor. Y nerviosa porque sufre ante la incertidumbre que provoca el misterio de la vida. Y esa intranquilidad suscita insomnio, úlceras gástricas y autodestrucción. Falta quietud, reflexión y contemplación; tres ingredientes necesarios para mantener el equilibrio entre las tres almas que diría Platón. Y para ello, para mantener la calma interior, se necesita la independencia respecto a los deseos y los demás. Esta cultura del "vive tu vida" y "deja vivir" se proclama como reclamo para acariciar la felicidad. Una felicidad que se muestra como aquella mariposa que vuelva y no se deja atrapar. Solo quienes riegan su jardín consiguen que la mariposa vuele hacia él. Así las cosas, me comentaba Epicuro, la política se convierte en un estorbo para la felicidad. Lo es porque la política se basa en la ambición y la utopía.

La política no ofrece quietud al espíritu. La política prostituye la humildad y la convierte en vanidad. Pone a prueba la honestidad con el licor de la tentación. La política se presenta como un viaje hacia la erótica del poder. Un viaje que, en la mayoría de las ocasiones, finaliza en las puertas giratorias de un hotel. La política, me decía Epicuro, es sinónimo de utopía. Y lo es porque solo los ilusos creen en la transformación objetiva del mundo. Un mundo que cambia, a cada instante, conforme los humanos cambian su actitud ante el mismo. Es necesario que cada uno "viva en lo oculto". Que cada persona busque el placer en la tranquilidad porque no hay nada más gratificante para la salud que un sueño profundo y reparador. Mientras paseaba por el jardín, Epicuro reflexionaba sobre la igualdad. Criticaba a Aristóteles por su rechazo a que las mujeres, los esclavos y los trabajadores agrícolas participasen en los asuntos de la polis. Tanto es así que Epicuro creía en la amistad transversal. En una amistad basada en la  confianza y seguridad ante la adversidad. En una amistad alejada del utilitarismo maquiavélico del "usar y tirar".

Patriarcado literario

Más allá de la desigualdad de género laboral. Más allá de que las mujeres tengan más temporalidad, salarios bajos y parcialidad, existe otra batalla por librar. Y esa batalla no es otra que el patriarcado literario. En mis clases de filosofía, sin ir más lejos, me indigna cada vez que leo, en la prosa aristotélica, el término "hombre". En casi todos los manuales aparece el silogismo formulado con tinta masculina: "Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Luego Sócrates es mortal". No olvidemos que en la Atenas de Pericles, las mujeres tenían vetado votar. Y lo tenían, según reza un viejo mito de la antigüedad porque "en una elección para decidir el nombre de Atenas, ganó Atenea a Poseidón por un solo voto. Poseidón – tras la derrota – inundó la región. Para calmar su cólera  desde entonces las mujeres dejaron de tener derecho al voto". En esta época, las mujeres eran invisibles en la sociedad. Invisibles por un convencionalismo político que las ninguneaba con respeto al varón.

A lo largo de la historia, las mujeres no han sido bien acogidas por la literatura. Sí que ha habido alguna que otra pluma femenina pero, en comparación con los nombres masculinos, están en minoría. Y lo están, queridísimos amigos, no porque su talento brille menos que los hombres. Lo están porque el sistema político y cultural no ha apostado por la igualdad literaria. Hoy, las tornas han cambiado. Actualmente hay brillantes literatas pero, sin embargo, echo en falta más textos en la sección de feminismo cuando deambulo por la biblioteca. Falta una poesía que clame por el equilibrio de la balanza. Una poesía, como les digo, que ponga en valor la rebeldía femenina. Es necesaria una rima desgarrada que se lea en las instituciones educativas. Fata una nueva estirpe que coja el testigo de Gloria Fuertes, Gabriela Mistral, Carmen Conde, Concha Méndez y Alfonsina Storni, entre otras. Hace falta que surjan más ensayistas sin desprestigiar las actuales. Más ensayistas que reflexionen al modo de Emilia Pardo Bazán, María Zambrano y Esther Tusquets, entre otras. Es importante que surja otro Cervantes que escriba el Quijote en femenino. Que cuente la historia desde un discurso inclusivo. Un discurso que evite la discriminación literaria.

La literatura, decía un viejo conocido, es la otra historia de los pueblos. El historiador estudia los fenómenos históricos desde la razón y la frialdad de los datos. El novelista abre una ventana a la Toma de la Bastilla, a las callejuelas de Madrid y al Londres de finales del siglo XVIII. Y esa mirada necesita los ojos de una mujer. Los ojos que sustituyan a Galdós y Dickens, por ejemplo. Una mirada que hable de desigualdades y ponga en valor la lucha contra el patriarcado. Un patriarcado que hoy, en pleno siglo XXI, sigue vigente entre nosotros. Y sigue en el reparto injusto de los roles domésticos. Y sigue en los entierros de los pueblos donde solo los hombres pasan por delante de los féretros. Y sigue en algunas profesiones donde solo habitan corbatas y pantalones. Y sigue, y disculpen por la redundancia, en ciertos deportes donde la fuerza femenina está ausente. Y sigue en aquellos periódicos donde por cada diez columnistas, una pluma tiene nombre de mujer. Y sigue en la violencia de género donde la mayoría de las lápidas son esculpidas con nombres femeninos. Es necesario que se despierte el egoísmo democrático para que se destruya, de una vez por todas, el patriarcado literario.

Wittgenstein, tauromaquia y el bono cultural

Decía Ludwig Wittgenstein, filósofo británico que "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente". Su pensamiento guarda conexión con el criticismo kantiano. Immanuel puso paz a dos siglos de enfrentamiento entre empiristas y racionalistas. Consideró que no podemos conocer "la cosa en sí" sino una subjetivación de la misma. Disponemos de unas estructuras mentales universales que nos sirven para conocer lo "a posteriori"; aquello que reside fuera de nosotros. No existen, por tanto, mundos objetivos sino  tantos mundos como personas hay en el mundo. Wittgenstein defendió que la realidad no es más que un constructo del lenguaje. Sin lenguaje no existiría "la mesa", "la silla", "el perro" o "el ratón", por ejemplo. Ese lenguaje necesita de cierta universalidad para que existan verdades desprovistas de cultura. Reto difícil, queridísimos amigos, si existen matices idiomáticos que afectan a la polisemia y connotación de las palabras.

Los pitagóricos afirmaban que el Arché, el elemento último que explicaba el origen del mundo, residía en los números. Los números son las cosas. Tanto es así que el alma de una puerta sería un rectángulo y el de un lago, un círculo. Ese fundamento numérico del universo guarda relación con la filosofía del lenguaje, de Wittgenstein. Y lo guarda porque la esencia de una "puerta" no es otra que su estructura lingüística. De tal forma que si decidiéramos llamarla "mesa", nadie nos entendería. Si todo reside en el concepto. Si nuestro mundo no es más que un amasijo de vocablos, ¿a qué responde su orden? El orden del mundo responde a un consenso lingüístico. Un consenso que delimita los significados y establece las esencias de los términos. De igual modo que Platón inventó un "más allá" para explicar el "más acá". Nosotros hemos inventado las palabras. Unas palabras que nos han hecho evolucionar como especie. Y unas palabras que han perjudicado, de alguna manera, a la transparencia de la humanidad y suscitado la miseria moral.

Gracias al lenguaje, podemos construir contradicciones comunicativas. Podemos, como les digo, traicionar nuestra honestidad interior y mentir. La mentira se nutre de la palabra. Tanto que si visionamos una película de "cine mudo", descubrimos que sin voz, sin un lenguaje traidor, es muy complicado ser actor. Asistimos a una crisis de conceptos. Existen debates incompletos por la baja calidad de ciertos signos lingüísticos. Un ejemplo sería el concepto de "bien cultural", un concepto que presenta conflictos por su imprecisión. Conflicots entre quienes defienden que la tauromaquia es cultura y quienes defienden lo contrario. Si los toros son cultura, se preguntarán algunos: ¿por qué el Gobierno no los ha incluido dentro del "bono cultural"? ¿Desde cuándo la muerte de un animal se considera cultura?, se preguntarán otros. Este debate no se soluciona sin una correcta objetivación del término. Necesitaríamos un diálogo socrático para que los interlocutores, mediante la ironía y la mayéutica, llegasen al término universal. Un universal necesario para saber, a ciencia cierta, si la tauromaquia debe ostentar, o no, el calificativo de cultura.

Sobre jóvenes y precariedad

Ayer, en CaxiaForum Madrid, fui entrevistado por Carmen Pérez-Lanzac (periodista de El País). Y lo fui, queridísimos amigos, gracias a un ciclo de conferencias y debates dirigido por Esteban Sánchez Moreno, director del Instituto de Cooperación y Desarrollo de la Universidad Complutense. A lo largo de la actividad, de una hora y media de duración, reflexioné – junto a Esteban y Carmen – sobre "las generaciones en crisis". La reflexión estuvo acompañada de los testimonios de Diana, Álvaro y Said, tres jóvenes que aportaron sus experiencias en el mundo laboral. Un mundo marcado por la temporalidad, los salarios bajos y la parcialidad. Y un mundo, y disculpen por la redundancia, inundado de incertidumbre. Incertidumbre ante un futuro que se presenta incierto y negativo. Los jóvenes viven en una angustia permanente que se resume en "querer y no poder". Querer vivir de forma independiente, y no poder. Querer cobrar más, y no poder. Y querer trabajar a tiempo completo y no poder.

El entorno ha cambiado. Hemos pasado de un entorno calmado a otro turbulento. Antes, la generación de nuestros padres, permanecía toda la vida entre las paredes de una misma empresa. Las empresas traspasaban, sin dificultad, el cambio generacional. Eran "empresas centenarias". Los puestos de trabajo se heredaban de padres a hijos. Ese entorno tranquilo permitía una emancipación temprana, salarios dignos y jornadas a tiempo completo. Y esa emancipación permitía, a su vez, una maternidad en la veintena. Hoy, por desgracia, las tornas han cambiado. El sistema capitalista se ha "canibalizado". Vivimos en un mundo híperconectado donde lo que ocurre en una extremo del globo tiene consecuencias en el otro, y viceversa. Las compras se hacen en un solo click. Todo se realiza bajo un sistema económico basado en el "low cost" o superproducciones a bajo coste. Estamos ante una guerra de precios donde la fuerza de trabajo se ha convertido en un coste a minimizar en lugar de un recurso a optimizar.

Estamos ante un mercado de trabajo que reproduce una estructura social desigual. Por un lado, trabajadores fijos. Por otro, temporales. Los primeros gozan de estabilidad – contratos indefinidos, salarios "dignos" y jornadas a tiempo completo -. Son independientes, tienen hijos a edades tempranas y gozan de mejor salud mental. Además cuentan con vivienda y vehículo en propiedad. Los segundos – los temporales – viven en la inestabilidad – tienen contratos temporales, salarios bajos y parcialidad-. Viven con sus padres, o en pisos compartidos y, por supuesto, no tienen coche en propiedad. También padecen  ansiedad y depresión; dos males provocados por la angustia que supone vivir en la eterna incertidumbre. Ante esta desigualdad  no queda otra solución que "más Estado y menos mercado". Es necesario más políticas keynesianas. Y para ello es preciso que los jóvenes tomen "conciencia de clase". Una conciencia que despierte el asociacionismo juvenil. Un asociacionismo necesario para reivindicar sus proclamas.

España tiene una tasa de asociacionismo juvenil muy baja con respecto a las registradas por los países del norte de Europa. Es necesario que los jóvenes salgan en la prensa y hagan visible su condición de mano de obra híperpercualificada y barata. Y es necesario que se abra un debate ético empresarial entre "producciones low cost" y derechos laborales. Si optamos por lo primero, seremos – en el medio plazo – la nueva China de Europa. Acabaremos en un callejón sin salida donde la única luz se vislumbrará en la emigración – el éxodo de talento – y las oposiciones. Estamos ante una generación que más que vive, sobrevive. Una generación que necesita interiorizar la incomodidad. Necesita que la incomodidad sea un motor para el avance. Una incomodidad que ponga en valor los fundamentos de Nietzsche y los aciertos del "suprahumano". Una incomodidad que evite el retroceso a la "generación atemperada" de los tiempos de Galván.

De riesgos y catástrofes

Decía un viejo un conocido de El Capri que "la vida es un volcán". Tras periodos de calma, vienen momentos de tempestad. Existen, escribía el otro día en una red social, tramos históricos que pasan invisibles para los historiadores y otros convulsos como un mar tempestuoso. Así las cosas, el siglo XX, por ejemplo, fue un siglo de guerras y totalitarismos. Hitler, Stalin y Mussolini protagonizaron los episodios más sanguinarios de aquel "Siglo Horribilis".Hoy, vivimos en un escenario de riesgos incesantes. En menos de cinco años, hemos vivido danas, terremotos, pandemias y volcanes. Hay dos modos de entender la historia. Uno, como algo progresivo y lineal. Y otro, como algo cíclico. Los defensores del primero argumentan que cualquier tiempo pasado fue peor. Reflejan, por decirlo de alguna manera, la máxima de Heráclito: "No te bañarás en las aguas de un mismo río". Todo cambia, todo deviene, nada permanece.

Los segundos, por su parte, defienden el carácter cíclico de las crisis económicas, la repetición de las catástrofes naturales en lugares similares y la lucha de contrarios. Una lucha que comenzó con la Guerra del Peloponeso y que continuó a lo largo de la historia. Así hemos asistido a un duelo de titanes entre monárquicos y republicanos, demócratas y tiranos, reformistas y radicales, ateos y creyentes, conservadores y progresistas; entre otros. Y en ese eterno retorno, en esa eterna lucha, todo se resuelve en el abismo de los contrarios. Esta visión cíclica de la historia es necesaria para instaurar la prevención histórica. Hace años – os contaré una anécdota – conocí a Alejandro, un señor de ochenta años que frecuentaba el garito los viernes después de comer. Accionista de pura cepa se arruinó varias veces en su vida. En el año 2008, me contaba que compró muchas acciones de una entidad en bancarrota. En el 2010, vendió esas mismas acciones por el triple de su valor. Le pregunté, ¿y usted, por qué sabe tanto de acciones? No, yo no sé de acciones. Lo que tengo son muchos años y he visto, a lo largo de mi vida, varias crisis similares; me contestó.

El hombre, como la mayoría de animales, tropieza dos veces en la misma piedra. Y ello está pasando con la sociedad actual. Seguimos tropezando en la mala gestión de los riesgos. De riesgos con efectos repetidos. Nos endeudamos por encima de nuestras posibilidades, recibimos multas por infracciones idénticas y visualizamos imágenes escalofriantes sobre tragedias paralelas. Es necesario, que se instauré una cultura de la prevención en el sentido amplio del término. Cultura preventiva en materia de riesgos laborales, sanitarios y naturales. Para ello se necesitan mapas de riesgo, con la calificación de los mismos, y sus medidas preventivas. Y se necesitan acciones formativas. Acciones o planes de actuación ante posibles terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas y pandemias, entre otros. Se debe instaurar una memoria de riesgos que recoja sus variables espaciales y temporales. Una memoria que ponga en valor los aciertos y errores en la gestión de las catástrofes. Si no lo hacemos, si dejamos que el temporal amaine, y que la tragedia escampe, volverán los llantos y lamentos ante escenarios futuros.

Figuras de barro

Tras dos semanas apartado del campo de batalla, ayer recibí un correo de Jacinto, un periodista de las tripas valencianas. Me comentaba que vive angustiado por la incertidumbre laboral. Después de leer su texto, le pedí autorización para publicar su situación. Jacinto cuenta con veinticinco años. Hace dos años que finalizó la carrera y desde entonces se ha convertido en un nómada laboral. Ha firmado más de cinco contratos temporales, salarios bajos y jornadas “a tiempo parcial”. Con estos mimbres tiene dificultades para la emancipación, comprar un coche y crear una familia. Tanto es así que vive con sus padres, se desplaza en patinete y carece de pareja. El periodismo está muy mal pagado. Él trabaja como redactor. Su función no es otra que transcribir notas de prensa. Estamos ante una generación de jóvenes que más que vivir, sobrevive por culpa del "Low Cost". Por culpa de las producción a bajo coste. El trabajador no es un recurso a optimizar sino un coste a minimizar. Tanto es así que estamos ante una mano de obra híper cualificada y barata. Una mano de obra que involuciona hacia las postrimerías del siglo XIX.

Después de leer a Jacinto, visité a Nietzsche. Estaba sin saber de él desde antes de la pandemia. Le pregunté por su salud y la de los suyos. Lo encontré muy desmejorado. Me dijo que padecía insomnio desde hace más de un año. Un insomnio que lo desconcentraba y mantenía irritable el resto del día. Le dije que Marx tenía razón. Vamos para atrás como los cangrejos. De nada ha servido el movimiento obrero, la Internacional y todas las manifestaciones juntas. El capitalismo cada día es más salvaje, menos sostenible y respetuoso con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Revolución Francesa – me comentaba Friedrich – fue una falsedad en toda regla. Los valores de paz, amor y fraternidad no se corresponden con la praxis del ahora. Ahora abunda la guerra, el odio y el egoísmo. ¿De qué nos ha servido tanto progreso técnico si no hemos avanzado nada en la moral? Estamos ante rebaños envenenados por los celos y la envidia. Estamos ante la conjura de los esclavos contra los amos. En pleno siglo XXI, Dios no ha muerto. Ni siquiera el niño ha dado lugar a los valores del Superhombre. Seguimos siendo el mismo grupo de ovejas miedicas que deambula por las sendas de su amo.

Antes de llegar a casa, hice una parada en El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, un buen vaso de cerveza que refrescara mi estómago y matara a mis neuronas. Allí, solo en la oscuridad del garito, cogí el móvil y aproveché para depurar el listado de wasap. Borré a contactos de momentos enterrados. Gente que fueron algo en mi vida pero que desaparecieron de la noche a la mañana. Leí una conversación que mantuve hace cinco años con María, una compañera de trabajo que falleció por la enfermedad de moda. Admiradora secreta de Sartre, me comentaba que un día fue arrojada al mundo. A un mundo de cromañones similares a ella pero distintos como los lunares de su vientre. En ese mundo, nacemos sin conductas programadas. A diferencia del gusano que, desde su nacimiento, sabe hacer el capullo de seda, nosotros necesitamos aprenderlo todo para la vida. Y en ese aprendizaje tropezamos con piedras y caemos por cientos de zancadillas. Entre las frases de la conversación, leo que "se necesita inteligencia para la vida". Una inteligencia para gestionar el devenir sin recurrir a los platonismos. Los platonismos han hecho de nosotros seres acomplejados. Seres inferiores y recelosos. Recelosos con Demiurgo, aquel alfarero que construyó figuras de barro con moldes de gigantes.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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