Decía Ludwig Wittgenstein, filósofo británico que "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente". Su pensamiento guarda conexión con el criticismo kantiano. Immanuel puso paz a dos siglos de enfrentamiento entre empiristas y racionalistas. Consideró que no podemos conocer "la cosa en sí" sino una subjetivación de la misma. Disponemos de unas estructuras mentales universales que nos sirven para conocer lo "a posteriori"; aquello que reside fuera de nosotros. No existen, por tanto, mundos objetivos sino tantos mundos como personas hay en el mundo. Wittgenstein defendió que la realidad no es más que un constructo del lenguaje. Sin lenguaje no existiría "la mesa", "la silla", "el perro" o "el ratón", por ejemplo. Ese lenguaje necesita de cierta universalidad para que existan verdades desprovistas de cultura. Reto difícil, queridísimos amigos, si existen matices idiomáticos que afectan a la polisemia y connotación de las palabras.
Los pitagóricos afirmaban que el Arché, el elemento último que explicaba el origen del mundo, residía en los números. Los números son las cosas. Tanto es así que el alma de una puerta sería un rectángulo y el de un lago, un círculo. Ese fundamento numérico del universo guarda relación con la filosofía del lenguaje, de Wittgenstein. Y lo guarda porque la esencia de una "puerta" no es otra que su estructura lingüística. De tal forma que si decidiéramos llamarla "mesa", nadie nos entendería. Si todo reside en el concepto. Si nuestro mundo no es más que un amasijo de vocablos, ¿a qué responde su orden? El orden del mundo responde a un consenso lingüístico. Un consenso que delimita los significados y establece las esencias de los términos. De igual modo que Platón inventó un "más allá" para explicar el "más acá". Nosotros hemos inventado las palabras. Unas palabras que nos han hecho evolucionar como especie. Y unas palabras que han perjudicado, de alguna manera, a la transparencia de la humanidad y suscitado la miseria moral.
Gracias al lenguaje, podemos construir contradicciones comunicativas. Podemos, como les digo, traicionar nuestra honestidad interior y mentir. La mentira se nutre de la palabra. Tanto que si visionamos una película de "cine mudo", descubrimos que sin voz, sin un lenguaje traidor, es muy complicado ser actor. Asistimos a una crisis de conceptos. Existen debates incompletos por la baja calidad de ciertos signos lingüísticos. Un ejemplo sería el concepto de "bien cultural", un concepto que presenta conflictos por su imprecisión. Conflicots entre quienes defienden que la tauromaquia es cultura y quienes defienden lo contrario. Si los toros son cultura, se preguntarán algunos: ¿por qué el Gobierno no los ha incluido dentro del "bono cultural"? ¿Desde cuándo la muerte de un animal se considera cultura?, se preguntarán otros. Este debate no se soluciona sin una correcta objetivación del término. Necesitaríamos un diálogo socrático para que los interlocutores, mediante la ironía y la mayéutica, llegasen al término universal. Un universal necesario para saber, a ciencia cierta, si la tauromaquia debe ostentar, o no, el calificativo de cultura.
Juan Antonio
/ 9 octubre, 2021En nuestro mundo, español, del siglo XXI los dialogos si ratitos o cualquier otro desembocan en dialogos de «imbeciles», donde cada uno defiende su idea sin importarle los argumentos del otro y sin, meramente, intentar reflexionar sobre lo que se dice.