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La derecha moderada

El 15-M, y la creación de Podemos, recordaba a la España efervescente de 1982. Una España, como les digo, que clamaba libertad tras cuarenta años de Nodos, rombos y tricornios. Aunque la muerte de Franco supusiera el fin a cuatro décadas de dictadura; los valores del franquismo no se podían borrar de la noche a la mañana. El "conservadurismo" social continuó hasta bien entrado los ochenta. De tal modo que la gente no hablaba abiertamente de sexo. El patriarcado y la familia nuclear vertebraban la estructura social de aquel entonces. Existía un miedo latente ante un regreso a los fantasmas del pasado. Y ese miedo era sentido por la clase trabajadora, la misma que se identificaba con la izquierda en los tiempos de la República. Una clase que regresaba del exilio. Unos de Francia y otros de México, Argentina o Venezuela. Así las cosas, la sociedad española postfranquista se dibujaba como moderada. Una moderación condiciona por el temor a futuras represalias o caída del nuevo régimen. No olvidemos que en febrero de 1981, el golpe de Estado fallido activó todas las alarmas y refrescó el recuerdo del golpe de Estado republicano.

En octubre se cumplen cuarenta años de las elecciones de 1982, aquellas que fueron ganadas por Felipe González, un joven con vestimenta parisina, carisma y visión europeísta. Felipe se proclamaba como la bisagra entre el comunismo – de corte soviético y representado por la Pasionaria – y la derecha retrógrada, representada por hombres corpulentos. Hombres, al estilo de Fraga, con frentes despobladas y barrigas prominentes. Felipe ponía en valor el discurso socialdemócrata. Un discurso que ya calaba en Alemania con al advenimiento de los Estados del Bienestar. Con el eslogan "Cambio", González insufló a la España postfranquista una idea de Estado que anhelaba el borrado paulatino de los residuos franquistas. Con él, llegó el "progresismo" frente al "conservadurismo". Un progresismo que anhelaba por una secularización de la sociedad, una libertad de expresión y otras formas de convivencia. Así, desde 1982 hasta 1996, el PSOE se convirtió en un partido que representaba a una clase media próspera e ilusionada. A la izquierda del partido socialista, Izquierda Unida – con Julio Anguita a la cabeza – reclamaba más derechos para la clase obrera, A la derecha del PSOE, Alianza Popular y después el PP intentaban, de algún modo, pescar en los caladeros de la moderación.

Hoy, a dieciocho meses, de las elecciones generales, el PP sigue con la misma batalla de hace cuarenta años. Estamos ante un partido descosido por la crisis reciente de liderazgo, por los casos de corrupción y por la escisión que ha sufrido en los últimos cinco años. Si antes eran la Falange y el CDS, los partidos que vertebraban la derecha. Ahora son VOX y el agonizante Ciudadanos quienes agrietan al partido de Feijóo. Estamos ante una derecha rota, como lo estaba hace cuarenta años, que anhela los mismos motivos de conquista. La derecha desunida – como en los tiempos de Hernández Mancha – no le queda otra que la moderación. Una moderación necesaria para ensanchar su cuota electoral a costa del centro izquierda. Por ello, Feijóo necesita ganarse la percepción social de "hombre de Estado". Necesita, aprovechando el desgaste de Sánchez, pescar en los caladeros del PSOE y en el lago moribundo de Ciudadanos. Solo así, la derecha conseguiría desbancar al sanchismo de la Moncloa. Para conseguirlo, Feijóo debe demostrar que es moderado. Y esa demostración solo se consigue con las credenciales de su pasado y sus hechos actuales.

Las credenciales de su pasado no son otras que las de un presidente autonómico que gobernó con el confort de la mayoría absoluta. Una mayoría que no necesita el poder de la negociación, y la moderación, para sacar los proyectos adelante. Entre lo fácil y lo difícil, lo fácil – para cualquier gobernante – es gobernar con una mayoría holgada. Una mayoría, como les digo, que pone a prueba el talante estadista de cualquier mandatario. Y que sirve, por tanto, para saber si lo que de verdad interesa es el interés general o el particular (partidista). Los hechos actuales, los que prueban la supuesta moderación de Feijóo, son el histórico de leyes aprobadas gracias al beneplácito de su partido. Y de entre ellas, Feijóo no ha dado su brazo a torcer con la norma sobre el ahorro energético. Un gesto que mira más hacia el interés partidista que el general. No olvidemos que Díaz Ayuso y Sánchez están en las antípodas ideológicas. Y cualquier "no" de la presidenta madrileña, que sea respaldado por lo Feijóo está lejos, muy lejos, del espíritu "moderado" que proclama.

Tributo a Toledo

Todos los años, por la segunda quincena de agosto, suelo hacer un viaje familiar por España. Tras tres años, desde que comenzó la pandemia, no había salido de casa. Torrevieja y sus playas han sido, la verdad sea dicha, mis únicas escapadas. Hace una semana, estuve en Toledo, la tierra de las tres culturas. Perdido por sus callejuelas, he viajado al pasado. He estado en Zocodover, la mítica plaza de la ciudad. Una plaza repleta de guías turísticos, gente tomando el fresco y restaurantes de comida rápida. En ese rincón, de la capital de Castilla, la Inquisición hizo de las suyas. Por ahí trasladaban a los herejes hasta la cuesta del Alcázar. Enfrente de esa plaza, entre un arco y una escalera, poso junto a una estatua del Quijote. Estoy envuelto de murallas, puentes y catedrales. Agradezco el calor seco. Un calor distinto a la humedad de mi pueblo. El aroma a las carcamusas y a perdiz estofada contrasta con el olor a paella de las tierras valencianas.

Mientras camino, fotografío las callejuelas del casco antiguo. Calles, estrechas y alargadas, con alguna que otra moto antigua aparcada. Y con algún que otro gato maullando desde las rejas de las ventanas. Hay paz, mucha paz escondida entre estos rincones y recovecos toledanos. Rincones por los que en su día pasearon reyes, duques y doncellas. Y recovecos donde se cruzaron cristianos, judíos y musulmanes. El interior de la catedral sorprende por su tamaño colosal y su estilo recargado. Un interior alejado del ideal de Iglesia propuesto por Bergoglio. Una Iglesia, según él, para los pobres al más puro estilo de San Francisco de Asís. Entre capilla y capilla, un niño pregunta a un guía turístico: "¿por qué ya no se construyen catedrales?". Por qué – en palabras técnicas – la Iglesia ha perdido su poder arquitectónico. Entre la plaza de San Justo y la calle del Lócum está el callejón más estrecho de Toledo. Se llama el callejón del Toro. Dice la leyenda que un toro se escapó de unos corrales cercanos y quedó atrapado en este callejón de menos de un metro de anchura. Un callejón oscuro, de muros altos y acorazados. Muros que invitan a conquistar lo desconocido.

Anochece en Toledo. Mientras camino por el casco antiguo, observo como los vecinos dejan las bolsas de basura encima del asfalto. Cajas de cartón, apiladas en las persianas de las tiendas, ensombrecen la magia del hechizo toledano. La luz de las farolas ilumina el río de turistas que transita por sus puentes. Puentes amarillos que miran con nostalgia a las aguas del río Tajo. Aguas que recuerdan a las antiguas "playas de Toledo". Desde la Judería deambulo, con el GPS del móvil, en busca de la plaza Zocodover. Tras pasar por el museo del Greco, me viene a la mente "el entierro del conde de Orgaz", lienzo que, horas antes, he contemplado en la Iglesia de Santo Tomé. Entre calle y calle siento el paso de los siglos. Imagino cómo pudo ser la convivencia entre culturas tan diferentes. Atrapado, entre recovecos e intersecciones, no quiero salir de este laberinto de aromas y silencios. Respiro tranquilidad y seguridad entre los turistas toledanos. Una tranquilidad que contrasta con el griterío y jolgorio de las costas españolas. La luna ilumina los muros del Alcázar. A lo lejos se oye el llanto de los ciervos. Brujería.

Regeneración filosófica

En los últimos cinco años se ha incrementado en un 33% los alumnos de Filosofía. Dicho porcentaje – publicado recientemente en las páginas de El País – no sería noticia sino se tratara de la "madre de las ciencias". La filosofía significó el paso del mito al logos. Surgió en la antigua Grecia por la confluencia de condiciones geográficas, económicas y culturales. Gracias a la ubicación geopolítica de Atenas, los griegos tuvieron la oportunidad de viajar hacia nuevas tierras, conseguir prosperidad económica y liberar tiempo para adquirir conocimiento. Se preguntaron por el Arjé o el fundamento último del universo. Siglos más tarde, los sofistas enseñaron “el arte de la oratoria” para triunfar en la esfera política. Sócrates y su discípulo Platón buscaron las esencias de las cosas, o dicho de otra manera, ciertas verdades absolutas como el bien, la belleza o la justicia, entre otras. Tras la muerte de Alejandro Magno (en el 323 a.C.) y la desintegración de la polis, la filosofía helenística puso su acento en la ética. Tanto epicúreos, estoicos y escépticos se preguntaron sobre la felicidad;  una felicidad que se hallaba en la ataraxia o tranquilidad del espíritu. El Cristianismo adquirió buena parte de las enseñanzas de Plotino. San Agustín de Hipona y santo Tomás de Aquino pusieron en valor el debate entre razón y fe. Un debate que siguió perenne hasta el siglo XVII con la llegada de la Nueva Ciencia.

La Nueva Ciencia supuso una mirada a las matemáticas como fuente exacta del saber. El filósofo de moda ya no sería Aristóteles sino Arquímedes. Todo el conocimiento que no estuviera basado en los números no estaría bien considerado en un siglo, que tuvo enfrentados a racionalistas – pensadores de la Europa continental – y empiristas – pensadores británicos -. Para los segundos, con Hume y Locke a la cabeza, la ciencia no podía basarse en certezas sino en probabilidades. La fuente básica del conocimiento eran los sentidos. A través de la inducción se realizaban generalizaciones que nunca gozarían de poder absoluto. Siempre estaría la duda si tras cientos de cisnes blancos habría alguno, en algún que otro lugar recóndito del mundo, que fuera negro. Fue un filósofo de Könisgberg, Immanuel Kant, quien puso paz entre racionalistas y empiristas. Padre del Criticismo hizo una síntesis entre sendas corrientes. El conocimiento, diría el autor de la Crítica a la Razón Pura, es fruto de una subjetivación. El individuo solo conoce el fenómeno, aquello que percibe gracias a unas categorías universales que comparte con el resto de mortales. La cosa en sí, el noúmeno, nunca se llega a conocer.

El siglo XVIII, o “siglo de las luces”, trajo consigo la supremacía de la razón. Una supremacía que culminará con el Idealismo absoluto de Hegel. La historia se mueve mediante la dialéctica, un movimiento constante de tesis, antítesis y síntesis. La razón es el fundamento último del mundo. Una razón que será cuestionada, en el siglo XIX, por la corriente vitalista. Fue precisamente Paul Ricoeur quien acuñó el término "filósofos de la sospecha". Filósofos, tales como Nietzsche, Marx y Freud, que justificarán el progreso social mediante elementos ajenos a la razón. Friedrich Nietzsche en El Crepúsculo de los Ídolos criticará a esa razón. A través de la genealogía tirará del "árbol genealógico" y descubrirá que el principal error está en el paso del mito al logos. Aquel paso no fue otro que un paso de un mito hacia otro mito. Culpó al cristianismo y a la moral cristiana de los fracasos de la razón. Y decretó la muerte de Dios y el advenimiento del superhombre. Ya metidos en el siglo XX, la filosofía  no se pregunto tanto por las esencias sino por la existencia. Pensadores como Sartre abanderaron el ateísmo como actitud ante una vida donde el ser humano se convierte en un "para sí", en un proyecto de sí mismo. Estamos ante una siglo marcado por una amalgama de corrientes filosóficas que reflexionan sobre la lógica del mundo.

El siglo XXI implica nuevos retos para la filosofía. Retos tecnocientíficos, ambientales y sociopolíticos suponen la necesidad de una reflexión transversal. El filósofo debe reflexionar sobre el uso de los móviles en la sociedad actual. Se debe detener en la tecnodependencia, en esa “nueva esclavitud” que suponen las pantallas. También debe repensar el ecologismo y la finitud del planeta. Debe poner el acento en las líneas que separan la utopía de la distopía. Estamos ante uno de los mayores retos de la humanidad. Un reto que pasa por los riesgos geopolíticos que implica el espacio. También, el filósofo debe examinar, con lupa, la realidad sociopolítica. Debe reflexionar sobre los Derechos Humanos, las actitudes que atentan contra los mismos – xenofobia, homofobia, aporofobia y explotación infantil, entre otros – y abrir nuevos interrogantes al respecto. Es importante que se reflexione sobre la globalización y las Organizaciones Internacionales en tiempos de crisis. Estos retos solo se pueden afrontar mediante un reciclaje continúo y actualizado de la profesión. Hoy, más que nuca, se necesitan pensadores. Se necesitan mentes que se pregunten por el por qué de las cosas. Mentes que cuestionen lo establecido y vehiculen nuevos horizontes. Es el momento de una regeneración filosófica que ponga en valor la mirada individual como complemento de la general.

Playas, qué lugares

El otro día, mientras limpiaba el trastero, llegó a mis manos una foto de mi infancia. La foto estaba tomada en "el cura", una mítica playa de Torrevieja. Mientras contemplaba la imagen, me venían a la mente decenas de recuerdos con mis primos jugando a la pelota. Recuerdos como aquellas neveras con refrescos, agua y bocadillos de mortadela. Al calor de la sombrilla, mis padres y mis tíos hablaban de sus cosas. Corrían los años ochenta. Eran años del Naranjito, de la España de Felipe y del "Un, dos, tres… responda otra vez" los viernes por la noche. Pasábamos largas horas en la playa. Tantas que salíamos con los dedos arrugados y la espalda roja como si fuéramos salmonetes. Las avionetas arrojaban artículos publicitarios a los bañitas de la orilla. Una orilla repleta de castillos de arena y de niños jugando con sus palas y rastrillos. Recuerdo que encima de las toallas había libros de bolsillo. Libros abiertos que aguardaban a sus lectores mientros estos se bañaban.

Artículo completo en Levante-EMV

Pedagogía energética

La cruzada de Isabel Díaz Ayuso contra el gobierno de Sánchez se ha convertido en algo predecible y aburrido. En España, la gente sabe leer. No estamos ante el país de la época franquista donde la inmensa mayoría de la población era analfabeta. Un país, como les digo, donde el fútbol y los toros servían de cortinas de humo para esconder las miserias del régimen. Hoy, gracias al progreso democrático, existe una cierta alfabetización política que sirve  para desenmascarar a los políticos. Existe una lucha por La Moncloa que pone sobre la mesa las teorías de Maquiavelo. Todo vale, como les digo, en tal de desbancar al otro y dejarlo en la cuneta. Y en ese "todo vale" entra en juego el interés partidista por encima del interés general. Si antes fue, el enfrentamiento de Ayuso – en tiempos de pandemia – contra el cierre de los bares decretado por el Gobierno. Ahora es la "pataleta" contra las medidas, para el fomento del ahorro energético, decretadas por Sánchez.

Ayuso recuerda, por su afán de protagonismo, a los tiempos de Esperanza Aguirre. Tiempos, como saben, donde la expresidenta madrileña salía en más fotos que el propio Mariano Rajoy. El plantón contra el cierre de bares sirvió para conseguir el beneplácito de miles de hosteleros madrileños y ganar las elecciones. Si miramos por el retrovisor de los tiempos, el populismo ha sido la tecla infalible para conseguir victorias electorales. Cualquier dictadura mantiene a raya a sus súbditos mediante la estrategia, archiconocida, del "pan y circo". Ahora bien, en política hay decisiones que son impopulares. Decisiones como la subida de impuestos, la bajada del salario a funcionarios, la congelación de las pensiones y los recortes en educación y sanidad, entre otras. Son medidas que afectan directamente al bolsillo de la gente, hieren sensibilidades y traen consigo futuros castigos electorales. Hoy, las medidas decretadas por Pedro Sánchez son impopulares. Y lo son, queridísimos lectores, porque atentan contra el tejido turístico y comercial del país.

El apagón de los escaparates inunda de tristeza a las calles de Madrid. Resta glamour a los viandantes de la capital y suscita cualquier tipo de miedos y temores asociados con la oscuridad. Cualquier crítica contra estos apagones será aplaudida y bienvenida por los nostálgicos de la luz. Nostálgicos, con nombre y apellidos, como son los miles de vecinos, turistas y familias que regentan tiendas en cualquier calle de la ciudad. La privación de la luz y sus efectos estéticos son sensibles ante los ojos de la gente. Tanto que los argumentos abstractos – ahorro macroeconómico, distopía lumínica y demás – no son comprendidos por muchos ciudadanos. En esa incomprensión – basada en las luces cortas – es donde tiene cabida y acierto la postura de Ayuso. Su defensa del encendido, aunque vaya en contra de las recomendaciones de los expertos, es bien acogida por el mercado. Un mercado salvaje que destruye, de forma silenciosa, el planeta y amenaza con el agotamiento de los recursos energéticos.

Ante estas medidas impopulares, los políticos deben realizar pedagogía energética. Se necesita una labor pedagógica que tenga como objetivo la concienciación ciudadana sobre los riesgos ecológicos. En días como hoy, donde el cambio climático se ha tomado por una gran parte de la población a cachondeo, es complicado dar la vuelta a la tortilla. Es complicado que la toma de conciencia sea adquirida de la noche a la mañana. Para que esa pedagogía afecte a la población hace falta que se traspasen ciertas líneas rojas. Hace falta – y lo digo con ironía – "que la pobreza energética estrangule a la clase media y que los huracanes, y las danas, sean más frecuentes y dañinos. Hace falta que los golpes de calor se cobren más vidas que de costumbre. Y hace falta, maldita sea, que se produzca una hecatombe para que, de una vez por todas, se sancione el despilfarro energético y se interiorice el ahorro responsable". Si no lo hacemos, pronto echaremos de menos la luz de las farolas. Pronto prestaremos más atención a los mensajes de Greta Thunberg y otros líderes que luchan contra el cambio climático. Y pronto exigiremos responsabilidades a quienes, en pro del populismo, critican y entorpecen las medidas ecológicas.

Réquiem por la comunidad

Mientras viajo a Madrid, recibo un correo electrónico de Alejandro, un periodista de un diario americano. Dedicado a escribir sobre Derechos Humanos, me pregunta si son respetados en Europa. Los DDHH – le respondo – se han convertido en un catálogo de buenas intenciones. A pesar de que su constitucionalización es un hecho, lo cierto y verdad es que existen muchos ejemplos de atentado contra los mismos. En pleno siglo XXI, hay discriminación por razón de sexo, explotación infantil, homofobia, xenofobia y aporofobia. Estas actitudes, que vulneran la dignidad humana, ponen en evidencia el fracaso del contrato social. El capitalismo salvaje se convierte en la última fase del derrumbe de la comunidad. La lucha por la supervivencia de las empresas, en la selva del mercado, ha suscitado la creación de miles de bienes y servicios distintos. En las baldas de los supermercados, por ejemplo, hallamos una gran variedad de productos dentro de una misma gama. Esta atención a lo individual, desde lo diverso, rompe la estructura de la comunidad. Rota la comunidad, el individuo se convierte en un ave rapaz en el cementerio de la postmodernidad.

La ciudad se ha transformado en un mosaico de millones de versos sueltos que cabalgan, de forma apresurada, de aquí para allá. El otro día, en Italia, un vendedor nigeriano era asesinado en plena calle sin que nadie interviniera. Más allá de la grabación de la agresión, nadie se paró a auxiliar a la víctima. Vivimos en un entorno egoísta del "sálvese quien pueda". Un entorno de peces grandes y chicos donde la fortaleza se mide en función del "tanto tienes, tanto vales". El interés privado prevalece sobre el general. Esta prevalencia destruye la esencia de los partidos políticos. Hace décadas, existía una clara identidad con la comunidad que servía al sociólogo para predecir los resultados electorales. Tanto es así que existía algo de verdad en que no hay nada más inverosímil como "un obrero de derechas" o "un empresario de izquierdas". Hoy, la situación es bien distinta. El individualismo extremo impide a los politólogos elaborar un "pack electoral" acorde con un público objetivo. Es muy complicado que el pack individual coincide con el ofertado. De tal modo que el voto racional siempre se ejercita pagando el precio que supone el coste de oportunidad.

Las Redes Sociales contribuyen a resaltar lo individual. Los perfiles y cuentas son, en su mayoría, de personas concretas con nombres y apellidos. En sus descripciones aparecen, normalmente, sus estudios o profesiones. Casi nadie hace mención a sus preferencias políticas, ni siquiera al pueblo donde reside. Hay pocos signos de identificación patriótica o partidista. La gente critica desde su trinchera particular. Estamos ante un escenario marcado por el imperio de los sables. Sables ruidosos que impiden la reflexión y el pensamiento colectivo. No hay sinergias de grupo sino división, crispación y confrontación. España y su estructura territorial se refleja en las RRSS. El Estado de las Autonomías nació con una desigualdad entre comunidades. Esa desigualdad suscita actitudes etnocéntricas dentro del país. Y esas actitudes, a su vez, son fuente de prejuicios y estereotipos entre "hermanos autonómicos". Sin líderes, capaces de reconstruir la comunidad de antaño, resulta imposible dibujar un interés general que destruya los muros de la individualidad. Estamos ante una batalla campal difícil de parar.

Recordando a Jacinto

Después de una larga enfermedad, el otro día falleció Jacinto. Lo conocí hace años en El Capri. Solía frecuentar el garito los domingos a deshora. Facha de los pies a la cabeza, se ponía nervioso cada vez que oía hablar de Podemos. De carácter visceral y nostálgico con el franquismo, sus elogios al caudillo eran una constante entre copas y carajillos. El día que falleció Fraga, cogió su Seat Toledo y se plantó en las tierras gallegas. Me contaba que don Manuel fue un ministro ejemplar. Fue, y recojo sus palabras "un señor del orden, defensor de los rombos y tricornios". Jacinto criticaba todo lo que oliese a progreso. Odiaba Internet, los móviles y los cajeros automáticos. Decía que el progreso traería la ruina a la humnidad. "Con Franco – decía – vivíamos mejor". Y vivíamos mejor porque, según él,  se podía dormir con la puerta abierta; sin miedo a los okupas y esas cosas del ahora. En el maletero del coche guardaba una bandera con el aguila. Una bandera de la "verdadera España". De esa España unida, sin autonomías y sin historias.

Gran apasionado por las corridas de toros, cuando alguien se equivocaba, decía aquello de "Manolete, si no sabes torear para que te metes". Un día, lo recordaré toda mi vida, hablamos de política. Decía que don Juan Carlos tenía la culpa de que en España hubiese democracia. "Si don Francisco levanta la cabeza otro gallo cantaría". España, según él, se había convertido en una jaula de grillos. La derecha era distinta a la derecha fraguista de finales de los setenta. ¿Dónde están esos señores de barrigas abultadas, cabezas despobladas y bigotes finos y perfilados como los del caudillo? Jacinto no soportaba a los socialistas. Decía que ellos eran los culpables de la desintegración de la derecha. De los socialistas solo aplaudía su capacidad para frenar a "la Pasionaria" y evitar una España leninista. Franco nunca quiso a los comunistas. Los "rojos ni en pintura". Jacinto era muy crítico con los "nuevos inventos familiares". No entendía que, más allá de la familiar nuclear, podían existir otras formas de convivencia. Amante de las palabras de Ana Botella, siempre repetía aquello de "las peras y las manzanas".

Aficionado a la caza, todos los domingos solía acudir al coto de Aurelio, un conocido del pueblo. Allí, entre disparo y disparo, bebían chatos de vino y celebraban sus cacerías. Jacinto siempre quiso que lo enterraran en el panteón de "los García". Decía que en el suelo, bajo cruces de bambú, solo enterraban a los rojos. El día de su entierro, llegaron curas de los pueblos limítrofes. En su casa era raro el día que no comía un párroco, un sacristán o algún que otro monaguillo. Su señora, doña Josefa, era muy respetuosa con las cosas de la Iglesia. Todos los domingos iba a misa, rezaba por las noches, hacía promesas a la virgen y ponía velones a las almas del cielo. De luto, de los pies a la cabeza, con gafas de pasta y un rosario entre las manos; lloraba desencajada junto al ataúd de Jacinto. Sus hijos – Alberto y Manuela – estudiaron en colegios de monjas. Alberto trabaja como abogado y Manuela como enfermera en una clínica de pago. Peter y yo fuimos al tanatorio, dimos el pésame a la famila y nos volvimos a casa. D.E.P.

De verdades y corbatas

Una de las asignaturas que más me costó sacar en el  grado de sociología fue, si duda alguna, Ecología Humana. Hoy, varios años después, reconozco el valor de aquellos conocimientos. En aquellos tiempos – hace más de una década – ya se hablaba, entre otros temas, del calentamiento global, de especies invasoras, del deshielo y la Ley de Costas. Se abría el debate entre los utópicos – aquellos que creen que los avances tecnológicos mantendrán el planeta a salvo – y los antiutópicos o, dicho de otra manera, los pesimistas con el futuro de la Tierra. En aquellos años, las políticas medioambientales eran algo complementario que no iba va más allá de campañas de conciliación ciudadana y reciclaje de residuos. Hoy, las tornas han cambiado, los efectos del cambio climático acechan nuestras vidas. Y lo hacen con gotas frías, olas de calor, desertización, deforestación, salinización, huracanes y todo tipo de fenómenos atmosféricos. Fenómenos que alteran las características climáticas y ponen en vilo el sino de nuestras vidas. Vidas que transcurren entre miles de contaminantes físicos, químicos y biológicos que, en la mayoría de las ocasiones, causan enfermedades y bajas laborales.

Los efectos del cambio climático ponen en evidencia la desigualdad social de los países. Existen, como saben, colectivos que quieren y no pueden – en contraste con los pudientes – encender el aire acondicionado o la calefacción de sus hogares. En una sociedad de corte mileurista, como la nuestra, la climatización artificial supone un encarecimiento insostenible de la factura de la luz. Tanto es así, que cientos de ancianos han fallecido, en lo que llevamos de verano, por golpes de calor en el interior de sus casas. La ocurrencia de las corbatas – que ya en su día, la tuvo Miguel Sebastián – no deja de ser un brindis al sol. Aunque aflojar el nudo de la corbata suponga liberar calor del cuerpo y conseguir algo de confort térmico. Lo cierto y verdad es que – grado arriba, grado abajo – no es condición suficiente para prescindir del aparato de aire acondicionado. El recurso de la corbata oculta una estrategia política de calado. Gracias a la iniciativa, el discurso ecologista queda enmarcado dentro de las siglas socialistas. En tiempos de cabreo social con el aumento de la temperatura, y la encarecimiento de la luz, cualquier gesto político sirve para construir argumentos de voto. No olvidemos que, junto con el feminismo, el ecologismo es el principal reto que las sociedades deben afrontar de cara a los próximos años.

El discurso ecologista siempre ha sido un asunto relevante de la izquierda. La derecha, afín a los intereses del mercado y su defensa del Estado mínimo, ha sido reacia – en multitud de ocasiones – a que la factura medioambiental sea pagada por las grandes corporaciones. Se ha considerado "lo verde" como algo de “progres utópicos” más que un problema de interés general. El sanchismo, por su parte, han entrado en el campo de batalla. El impuesto a las grandes eléctricas supone un paso al frente para frenar la pobreza energética y el retroceso de la clase media. Un tributo que será eficaz siempre y cuando no repercuta, por la puerta de atrás, en las facturas de los contribuyentes. La carencia, en este país, de un partido verde – al más puro estilo alemán – invita a que la socialdemocracia abarque las inquietudes ecológicas y las introduzca en su catálogo. Esta misma estrategia ya la hizo Más Madrid en las elecciones madrileñas. Y también lo hizo Izquierda Unida con su polémica sobre la carne. Aún así, la lucha por la sostenibilidad del planeta es una cuestión a largo plazo. Una lucha, y esta es la cruz de la moneda, que atenta contra los selfies y la inmediatez del ahora.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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