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Recordando a Jacinto

Después de una larga enfermedad, el otro día falleció Jacinto. Lo conocí hace años en El Capri. Solía frecuentar el garito los domingos a deshora. Facha de los pies a la cabeza, se ponía nervioso cada vez que oía hablar de Podemos. De carácter visceral y nostálgico con el franquismo, sus elogios al caudillo eran una constante entre copas y carajillos. El día que falleció Fraga, cogió su Seat Toledo y se plantó en las tierras gallegas. Me contaba que don Manuel fue un ministro ejemplar. Fue, y recojo sus palabras "un señor del orden, defensor de los rombos y tricornios". Jacinto criticaba todo lo que oliese a progreso. Odiaba Internet, los móviles y los cajeros automáticos. Decía que el progreso traería la ruina a la humnidad. "Con Franco – decía – vivíamos mejor". Y vivíamos mejor porque, según él,  se podía dormir con la puerta abierta; sin miedo a los okupas y esas cosas del ahora. En el maletero del coche guardaba una bandera con el aguila. Una bandera de la "verdadera España". De esa España unida, sin autonomías y sin historias.

Gran apasionado por las corridas de toros, cuando alguien se equivocaba, decía aquello de "Manolete, si no sabes torear para que te metes". Un día, lo recordaré toda mi vida, hablamos de política. Decía que don Juan Carlos tenía la culpa de que en España hubiese democracia. "Si don Francisco levanta la cabeza otro gallo cantaría". España, según él, se había convertido en una jaula de grillos. La derecha era distinta a la derecha fraguista de finales de los setenta. ¿Dónde están esos señores de barrigas abultadas, cabezas despobladas y bigotes finos y perfilados como los del caudillo? Jacinto no soportaba a los socialistas. Decía que ellos eran los culpables de la desintegración de la derecha. De los socialistas solo aplaudía su capacidad para frenar a "la Pasionaria" y evitar una España leninista. Franco nunca quiso a los comunistas. Los "rojos ni en pintura". Jacinto era muy crítico con los "nuevos inventos familiares". No entendía que, más allá de la familiar nuclear, podían existir otras formas de convivencia. Amante de las palabras de Ana Botella, siempre repetía aquello de "las peras y las manzanas".

Aficionado a la caza, todos los domingos solía acudir al coto de Aurelio, un conocido del pueblo. Allí, entre disparo y disparo, bebían chatos de vino y celebraban sus cacerías. Jacinto siempre quiso que lo enterraran en el panteón de "los García". Decía que en el suelo, bajo cruces de bambú, solo enterraban a los rojos. El día de su entierro, llegaron curas de los pueblos limítrofes. En su casa era raro el día que no comía un párroco, un sacristán o algún que otro monaguillo. Su señora, doña Josefa, era muy respetuosa con las cosas de la Iglesia. Todos los domingos iba a misa, rezaba por las noches, hacía promesas a la virgen y ponía velones a las almas del cielo. De luto, de los pies a la cabeza, con gafas de pasta y un rosario entre las manos; lloraba desencajada junto al ataúd de Jacinto. Sus hijos – Alberto y Manuela – estudiaron en colegios de monjas. Alberto trabaja como abogado y Manuela como enfermera en una clínica de pago. Peter y yo fuimos al tanatorio, dimos el pésame a la famila y nos volvimos a casa. D.E.P.

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1 COMENTARIO

  1. Ramón

     /  7 agosto, 2022

    «auténticos» Jacintos cada vez quedan menos, ahora hay que conformarse con los «reconvertidos» que són los que piensan igual que Jacinto pero, han actualizado su lenguaje y su imagen.

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  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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