En los últimos cinco años se ha incrementado en un 33% los alumnos de Filosofía. Dicho porcentaje – publicado recientemente en las páginas de El País – no sería noticia sino se tratara de la "madre de las ciencias". La filosofía significó el paso del mito al logos. Surgió en la antigua Grecia por la confluencia de condiciones geográficas, económicas y culturales. Gracias a la ubicación geopolítica de Atenas, los griegos tuvieron la oportunidad de viajar hacia nuevas tierras, conseguir prosperidad económica y liberar tiempo para adquirir conocimiento. Se preguntaron por el Arjé o el fundamento último del universo. Siglos más tarde, los sofistas enseñaron “el arte de la oratoria” para triunfar en la esfera política. Sócrates y su discípulo Platón buscaron las esencias de las cosas, o dicho de otra manera, ciertas verdades absolutas como el bien, la belleza o la justicia, entre otras. Tras la muerte de Alejandro Magno (en el 323 a.C.) y la desintegración de la polis, la filosofía helenística puso su acento en la ética. Tanto epicúreos, estoicos y escépticos se preguntaron sobre la felicidad; una felicidad que se hallaba en la ataraxia o tranquilidad del espíritu. El Cristianismo adquirió buena parte de las enseñanzas de Plotino. San Agustín de Hipona y santo Tomás de Aquino pusieron en valor el debate entre razón y fe. Un debate que siguió perenne hasta el siglo XVII con la llegada de la Nueva Ciencia.
La Nueva Ciencia supuso una mirada a las matemáticas como fuente exacta del saber. El filósofo de moda ya no sería Aristóteles sino Arquímedes. Todo el conocimiento que no estuviera basado en los números no estaría bien considerado en un siglo, que tuvo enfrentados a racionalistas – pensadores de la Europa continental – y empiristas – pensadores británicos -. Para los segundos, con Hume y Locke a la cabeza, la ciencia no podía basarse en certezas sino en probabilidades. La fuente básica del conocimiento eran los sentidos. A través de la inducción se realizaban generalizaciones que nunca gozarían de poder absoluto. Siempre estaría la duda si tras cientos de cisnes blancos habría alguno, en algún que otro lugar recóndito del mundo, que fuera negro. Fue un filósofo de Könisgberg, Immanuel Kant, quien puso paz entre racionalistas y empiristas. Padre del Criticismo hizo una síntesis entre sendas corrientes. El conocimiento, diría el autor de la Crítica a la Razón Pura, es fruto de una subjetivación. El individuo solo conoce el fenómeno, aquello que percibe gracias a unas categorías universales que comparte con el resto de mortales. La cosa en sí, el noúmeno, nunca se llega a conocer.
El siglo XVIII, o “siglo de las luces”, trajo consigo la supremacía de la razón. Una supremacía que culminará con el Idealismo absoluto de Hegel. La historia se mueve mediante la dialéctica, un movimiento constante de tesis, antítesis y síntesis. La razón es el fundamento último del mundo. Una razón que será cuestionada, en el siglo XIX, por la corriente vitalista. Fue precisamente Paul Ricoeur quien acuñó el término "filósofos de la sospecha". Filósofos, tales como Nietzsche, Marx y Freud, que justificarán el progreso social mediante elementos ajenos a la razón. Friedrich Nietzsche en El Crepúsculo de los Ídolos criticará a esa razón. A través de la genealogía tirará del "árbol genealógico" y descubrirá que el principal error está en el paso del mito al logos. Aquel paso no fue otro que un paso de un mito hacia otro mito. Culpó al cristianismo y a la moral cristiana de los fracasos de la razón. Y decretó la muerte de Dios y el advenimiento del superhombre. Ya metidos en el siglo XX, la filosofía no se pregunto tanto por las esencias sino por la existencia. Pensadores como Sartre abanderaron el ateísmo como actitud ante una vida donde el ser humano se convierte en un "para sí", en un proyecto de sí mismo. Estamos ante una siglo marcado por una amalgama de corrientes filosóficas que reflexionan sobre la lógica del mundo.
El siglo XXI implica nuevos retos para la filosofía. Retos tecnocientíficos, ambientales y sociopolíticos suponen la necesidad de una reflexión transversal. El filósofo debe reflexionar sobre el uso de los móviles en la sociedad actual. Se debe detener en la tecnodependencia, en esa “nueva esclavitud” que suponen las pantallas. También debe repensar el ecologismo y la finitud del planeta. Debe poner el acento en las líneas que separan la utopía de la distopía. Estamos ante uno de los mayores retos de la humanidad. Un reto que pasa por los riesgos geopolíticos que implica el espacio. También, el filósofo debe examinar, con lupa, la realidad sociopolítica. Debe reflexionar sobre los Derechos Humanos, las actitudes que atentan contra los mismos – xenofobia, homofobia, aporofobia y explotación infantil, entre otros – y abrir nuevos interrogantes al respecto. Es importante que se reflexione sobre la globalización y las Organizaciones Internacionales en tiempos de crisis. Estos retos solo se pueden afrontar mediante un reciclaje continúo y actualizado de la profesión. Hoy, más que nuca, se necesitan pensadores. Se necesitan mentes que se pregunten por el por qué de las cosas. Mentes que cuestionen lo establecido y vehiculen nuevos horizontes. Es el momento de una regeneración filosófica que ponga en valor la mirada individual como complemento de la general.