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De Sócrates y Puigdemont

El gobierno de Trasíbulo acusó a Sócrates de pervertir las mentes de los jóvenes. Lo acusó, como les digo, de adoctrinar y despertar el espíritu crítico a los discípulos de la polis. El maestro de Platón fue obligado a beber cicuta en la plaza pública de Atenas. Allí, delante de cientos de demócratas, murió por incumplir las leyes de su tiempo. Cuenta Aristocles que su maestro pudo escapar de la ciudad pero no quiso. Y no quiso por su compromiso con sus principios. Decía que las leyes se podían criticar pero no se debían incumplir. Así, fuera o no justa la sentencia, este hombre sabio, de la Antigüedad Clásica,  prefirió morir que huir al exilio. La llegada de Puigdemont a España, recuerda – salvando las distancias – al relato de Sócrates. Y recuerda, como les digo, porque tanto él como el clásico ateniense fueron sentenciados por la justicia. Por una justicia enmarcada, en sendos casos, dentro de la democracia. Ambos son criticados por tambalear el establishment de sus pueblos.

Carles consiguió liderar un movimiento de emancipación catalana. Un movimiento – a través de brazos políticos – que culminó con la declaración ilegal de la República Independiente de Cataluña. Una declaración que supuso el encarcelamiento de sus ejecutores y la huida de su líder a Waterloo. Aún así, y tras siete años en el exilio, el líder catalán volvió a España, dio un mitin y desapareció. Recuerdo que dos días antes de su anuncio, en X – la antigua Twitter – escribí un post que apelaba a Sócrates. Decía que Puigdemont volvía a su tierra a sabiendas de su detención. Volvía en pro de sus principios políticos. Renunciaba a su libertad de fugitivo a cambio de su detención y encarcelamiento. Estamos – decía en la red social – ante una “rara avis”. Estamos ante alguien que pone sus convicciones por encima del confort vital. Hoy, como saben, las cosas no han sido así. El líder de Junts, vino a Barcelona, dio un discurso y se fue. Y se fue, queridísimos amigos, de rositas. Se fue “para Barranquilla" como diría aquella vieja canción de José María  Peñaranda.

Puigdemont, a diferencia de Sócrates, huyó al exilio y burló a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Huyó el líder del partido que mantiene acuerdos de gobierno con Sánchez. Y huyó quien, desde la lejanía, representa el cargo de diputado europeo. Desde la crítica, nos debemos preguntar sobre los efectos de este desaguisado. A día de hoy, no se han producido dimisiones por la huida del fugitivo. Ni siquiera se ha abierto una comisión de investigación sobre lo sucedido. ¿Por qué no se detuvo cuando estaba en la tribuna como si de un sofista se tratara? Esta situación, surrealista donde las haya, pone en la diana mediática a nuestra marca España. Y la pone porque nos sitúa ante un sistema legal pero que huele a chamusquina. Aún así, salvo que se demuestre encubrimiento u otras sinrazones, siempre existen cúmulos de factores que dificultan la tarea. Complicaciones, en términos médicos, que hacen que la operación no obtenga el resultado deseado. Lo cierto y verdad es que la presencia de Puidemont no impidió la investidura de Illa. Como dicen en mi pueblo "mucho ruido y pocas nueces".

Sobre prados y cortinas

Esta semana, he leído en varios rotatorios que la economía española, según Pedro Sánchez, "va como un tiro". Parece que tenemos un escenario similar a los años aznarianos. "La tasa de paro – según reza un titular de la Ser – cae un 11,2% en el segundo semestre del año, la más baja desde 2008". "Estamos – en palabras de Gregorio, el panadero de mi pueblo – ante los nuevos años veinte". Años que dejan atrás las penurias vividas durante la Gran Recesión y la Covid-19. Y esta alegría se nota en la ocupación hotelera, en las cervezas de las terrazas, en nuevos coches por carretera y en el repunte de la venta de viviendas, tras doce meses de caída. Aún así, no todo es oro lo que reluce. La deuda pública, por ejemplo, creció más del doble que antes de la pandemia. "El precio del alquiler de viviendas – en información de eleconomista.es – supera los máximos de la burbuja inmobiliaria en 15 CCAA". A estos datos – y esta es la cara de la moneda – hay que añadir las promesas de Sánchez sobre la construcción de 43.000 viviendas de alquiler asequible y una Oferta Pública con más de 40.000 empleos.

Pese a estas evidencias, muchas voces díscolas con el Gobierno, tratan de relativizar los datos y sacar, de ellos, su leyenda negativa. Hay descenso del paro, sí pero sin olvidar el sesgo de la precariedad. "El número de funcionarios – según reza el titular de El Correo – se dispara en más de medio millón desde que Sánchez llegó a La Moncla", "sí pero con el precio de una deuda pública altísima". Disminuye la inflación, "sí pero no lo suficiente". Baja la factura de la luz, "sí pero por causas ajenas a decisiones internas". Y así, suma y sigue. La Economía es una ciencia social con sus márgenes de error y por tanto de interpretación. Lo cierto y verdad, y es complicado negar la mayor, es que el auge de la ocupación y el consumo pesado (de viviendas y automóviles) son dos indicadores claves para el optimismo. El bolsillo de los ciudadanos decide buena parte del voto racional. Cuando Manolo, Juan o Jacinta disponen de trabajo, pagan sus facturas y reciben ayudas del Estado; por mucho que otro les diga "España va mal", su realidad microeconómica manifiesta lo contrario. Así las cosas, el discurso catastrofista no cala en la Hispania del ahora. De tal manera que se recurren a otras teclas para que el humo empañe el paisaje.

Existe un cierto paralelismo entre los tiempos de Zapatero y los de Sánchez. La derecha, de los tiempos zapateristas, aprovechó la Gran Recesión para arrojar todo su arsenal de dinamita contra el ejecutivo de Rodríguez Zapatero. Con el eslogan "la culpa es de ZP", se redujo el comportamiento de las macromagnitudes económicas a la figura del presidente. Un mensaje que caló en el ideario de la gente y que supuso la llegada del marianismo. Un marianismo marcado por recortes y más recortes. Tantos que vimos el adelgazamiento de la clase media y el crecimiento imparable de la desigualdad. Se recortaron las partidas en educación y sanidad. Se redujo la Oferta Pública de Empleo y se siguió la línea marcada por Merkel. Una línea donde los de abajo pagaron los desaguisados de los de arriba. Hoy las cosas han cambiado. Aunque tengamos de fondo "el caso Begoña", "el pacto fiscal en Cataluña", los viajes de ZP a Venezuela y otros conatos de incendio; la verdad es que España recupera fuelle desde la pandemia. Y si va bien la economía, va bien – claro que sí – las vidas de millones de personas. Otra cosa es que las cortinas impidan ver los prados.

Desde la cueva

Tras varios años sin saber de él, ayer recibí un wasap de Platón. Desde la Atenas de Trasíbulo, me comentaba que necesita volar al siglo XXI. Le dije que podíamos quedar en El Capri y cambiar impresiones sobre su época y la mía. Entre cafés y alguna que otra tónica, hablamos de educación, amor y política. Antes de nada, le di el pésame por la muerte de Sócrates. En la cueva, le dije, muchos adolescentes viven delante de imágenes, que recuerdan al mito de su caverna. Hoy, querido Aristocles, la vida es distinta a la de hace dos mil quinientos años. Las proclamas de su República no se han ejecutado. No gobiernan los mejores sino los adecuados. Ni siquiera se exige ninguna credencial para ejercer la política. Hoy cualquiera puede ser alcalde. Y cualquier voto vale lo mismo en el seno de las urnas. Da igual que el voto provenga de Manolo, el banquero. O que derive de Alejandro, el chatarrero. O de Gabriel, el loco de la colina. No existe el ascenso dialéctico sino que todo es relativo. Se ha perdido la búsqueda de las esencias. En el capitalismo ganan los objetos frente las ideas. Estamos ante una sociedad de "tanto tienes, tanto vales". Una sociedad de fachadas, del "yo más que tú" y "si no es para mí, tampco es para ti".

No existe el filósofo gobernante. La filosofía ya no es la madre de la ciencia. Sus hijos se han independizado con el paso de los siglos. Tanto que durante el siglo XVII y la Revolución Científica, la filosofía se convirtió en un saber reflexivo. El Humanismo reinventó la disciplina. Ahora, amigo Platón, los filósofos somos espectadores en un patio de butacas. Vemos y analizamos la realidad desde nuestras trincheras de marfil. Somos incómodos para el sistema. Y lo somos porque tenemos espíritu crítico. Hablamos sin vulnerar la verdad moral, que diría Aristóteles. Por eso, porque somos claros en el habla, no gustamos a los elegidos. El conocimiento ha perdido el valor que tenía en los años atenienses. Ahora, el mundo es carrera de galgos. Miles de titulares inundan nuestras vidas. Nuestra mente está colapsada. Nuestra mente se ha convertido en decenas de pantallas bloqueadas en el monitor de un ordenador. No hay calma. La gente no busca ascensos dialécticos. Ni siquiera se plantea como prioridad "salir de la cueva". En la cueva, la gente vive sus vidas. Vidas que transitan entre imágenes en forma de selfies. De selfies en lugares exóticos y arriesgados. Y todo por un reconocimiento efímero, que se manifiesta con los "likes".

Se ha perdido la armonía que dirían los pitagóricos. El alma ha perdido su equilibrio. Ahora, en la sociedad distraída, las emociones han secuestrado a la razón. En la cueva, la gente consume programas de cotilleo que se nutren de las desgracias ajenas. La lágrima acompaña nuestro día. Estamos ante una prensa carroñera que toca las vísceras a los habitantes de la cueva. Perdidas las esencias, la sociedad es como una cáscara de huevo. No hay profundidad en los asuntos. Ni siquiera interesa la verdad en la era del populismo. Han vencido los sofistas. Han ganado los convencionalismos y la subjetividad. Han muerto los principios. Casi nadie hace sacrificios por la defensa de sus ideas. Existe una pirámide social que impide la autenticidad. El de abajo depende del de arriba. Y en esa dependencia fluye la hipocresía frente a la sinceridad. El Bien no se entiende como la causa del mundo. Sin originales en el "más allá", sólo queda el mundo sensible. Un mundo donde impera la "nueva esclavitud". Y esa "nueva esclavitud" se llama "autoexigencia". Una autoexigencia que impide la relajación y la contemplación. Desde la cueva, los mortales ha olvidado el aroma de las amapolas, el canto de las cigarras y la sensación que produce el viento cuando peina las mejillas.

Sombras de piedra

De ruta por Valladolid, camino – junto con la familia – por el paseo de Zorrilla en dirección a la plaza Mayor. El calor seco contrasta con la humedad que desprenden las tripas de Alicante. A mi derecha, el parque Campo Grande, un espacio verde que insufla una bocanada de aire fresco a la selva de lo urbano. La gente camina despacio en comparación con los pasos de gigante que deambulan por Madrid. Los comercios y la hostelería abundan en Valladolid. Nos sorprende la presencia de quioscos de prensa. Quioscos que han desaparecido en las calles de Alicante. Y quioscos que nos recuerdan al que existía en el casco antiguo de nuestro pueblo. En los quioscos, cuelga un toldo rojo con "El Norte de Castilla", un periódico centenario que resiste a la crisis del papel. Leo en sus páginas que unos famosos han comprado el Castillo de Pedraza. Los castillos son mi pasión. Tanta pasión siento por ellos que, desde hace años, visito los castillos más emblemáticos de España.

Desde Valladolid, visitamos el castillo de la Mota en Medina del Campo. Construido con ladrillo rojizo, la fortaleza se convirtió en prisión. El duque Fernando de Calabria, César Borgia o el conde Aranda, entre otros, estuvieron presos allí. De ruta por los monumentos de Castilla, hacemos parada en el Real Monasterio de Santa Clara. Un palacio – del siglo XIV – construido por Alfonso XI y después reconvertido a monasterio por Pedro I. El olor a piedra y los motivos mudéjares, nos trasladan a los tiempos olvidados. Desde su interior abandera el silencio que caracteriza a la vida de clausura. En las paredes cuelgan pinturas anónimas. Pinturas de temática religiosa, que decoran las distintas dependencias. Los baños sorprenden al visitante. Se conserva, en el subsuelo, la obra de ingeniería que permitía la disposición del agua caliente. La paz y el sosiego permite distinguir el canto de los pájaros. El sol, nos permite ver el color primitivo que aguardan las piedras de sus muros. Un color insólito que acompañó a Juana "la Loca" durante sus años de cautiverio. Mientras paseamos por sus intramuros, intentamos comprender la vida hace quinientos años. Intentamos vislumbrar cómo vivían en aquellos tiempos. Tiempos de casamientos y relaciones internacionales basadas en nudos de sangre.

De viaje por Castilla y León, paseamos por la plaza Mayor de Salamanca. La magia del recinto, nos recuerda a la plaza Mayor de San Marcos. Echamos en falta palomas volando por su interior y violines sonando a la luz de la luna. Con el GPS en la mano, caminamos hacia la catedral. Una catedral que asoma desde lo lejos cuando llegas a la ciudad. Fascinados por su belleza, buscamos la Casa Museo de Miguel de Unamuno. Gran admirador de su obra, camino por la sombra que desprenden los muros de la Casa de las Conchas. Entre mesas de terraza, encuentro la estatua del que fuera rector de la Universidad de Salamanca. Siento, la verdad sea dicha, indignación por el lugar elegido. La terraza impide una contemplación íntima. Mientras observo su figura, por mi mente suenan con eco las palabras del maestro. Palabras valientes de alguien que vivió con contradicción y determinación. Desde lo lejos, vemos el perfil de un quiosco de prensa. Un quiosco con señores mayores, que hablan con su ejemplar bajo el brazo. En el hotel, vemos las fotos del viaje. Observamos la imagen en la plaza Mayor, el selfie en la puerta de la Catedral y mi rostro junto al busto de Miguel. Sublime.

La neofelicidad

La niebla eclipsaba el rótulo de El Capri. Era una niebla espesa. Espesa como la que aparece en la novela de Stephen King. Y espesa como las cataratas del Niágara. Esa noche, salí de casa. Era un sábado a deshora. La escarcha envolvía las ventanas de los coches. De coches con cenicero, radiocasete y ventanillas manuales. En aquellos años, yo era alguien muy distinto al que soy ahora. Fracasado en los estudios y sin ningún gato que me maullara, leía a escondidas libros de filosofía. Me llamaba la atención el tiempo y el sentido de la vida. Percibía la vida como una gran montaña. Una montaña de caminos pedregosos, serpientes y escorpiones. Tenía miedo a los avatares de la aventura. Y ese miedo encontraba sosiego en pensadores como Sartre. En El Capri, sentado en el taburete, pasaban – como ovejas – las horas de mi vida. De una vida desordenada como las piezas de un puzzle, cuando se saca de la caja.

Aquella noche, conocí a Rodrigo, un señor culto y sabio de la vida. Entre gintonic y gintonic, hablamos de la felicidad. Me dijo que hiciéramos un diálogo socrático. Me explicó en qué consistía. Y así comenzamos, reconociendo nuestra ignorancia, hasta llegar a una definición universal de la felicidad. ¿Serías feliz – me preguntó – si te tocara la lotería? No, los ricos también lloran. Hay ricos que conducen coches caros y, sin embargo, son pobres en conocimiento. Y ricos que son pobres porque les cuesta distinguir entre intereses particulares y amistades verdaderas. Y, si fueras una persona con dos carreras universitarias y sin trabajo, ¿serías feliz? No, le contesté. No, porque no podría cubrir bien mis necesidades. No podría comprar una casa y, ni siquiera, un coche que me desplazara de un sitio a otro. Lo pasaría mal y, por tanto, tampoco sería feliz. ¿Y si miraras atrás y vieses que tus sueños se han cumplido? Ahí sería feliz. Tendría confort espiritual ante lo conseguido. Estaría orgulloso por haber construido mi destino.

Parece que la felicidad tiene que ver con sueños y realidades. Parece que cumplir con lo propuesto reconforta el espíritu y otorga un placer superior al dinero. Gregorio, como si de Sócrates se tratara, prosiguió con el diálogo. Y si reinterpretaras tu pasado: ¿serías feliz? Por unos minutos, quedé en blanco. Ahora mi cuerpo es distinto al que tenía hace treinta años. Ahora veo a ese niño desde el prisma del adulto. Y ahora vislumbro llanuras donde antes había montañas. Luego, la percepción de la realidad entra en juego en la felicidad. Sería correcto, reinterpretar mi pasado. Y si lo hago desde vertientes más positivas y relativas, la tragedia mutaría hacia aspectos de comedia. La realidad es dulce o amarga en función del ojo con que se mira. De ahí que la actitud ante la vida es crucial para la felicidad. El relato ante los hechos determina nuestro bienestar interior. Aquella noche, el diálogo sirvió para llegar a descubrir los mimbres de la felicidad. La felicidad es un estado de confort, que encontramos cuando conseguimos nuestros retos y reescribimos la crónica de nuestro pasado. Con el pasado reescrito y la tenacidad ante los retos, sólo queda clamar por la salud. Sin salud, el cuerpo se convierte en ese coche averiado, que aguarda en el taller para ser reparado.

Biden – 1, Trump – 0

Casi toda la prensa internacional, está de acuerdo en que el presidente de los EEUU debe abandonar el barco. Con el titular "Joe Biden es un buen hombre y un buen presidente. Debe retirarse de la carrera", Thomas L. Friedman defiende – en el The New York Times – que "si – Biden – abandona, los ciudadanos le aclamarán por hacer lo que Donald Trump nunca haría: anteponer el país a sí mismo". Estas críticas no tendrían lugar si Joe Biden no se hubiese quedado en blanco durante el debate contra su rival. Durante diez segundos, al presidente de los EEUU se quedó, como diría un empirista, con la tabula rasa. Tanto es así que Jake Tapper, moderador de la CNN, le retiró el micrófono ante 51 millones de telespectadores. Aunque un lapsus lo pueda tener cualquiera, muchos politólogos  han reducido la gestión de cuatro años de legislatura a una mala pasada de la memoria. Tanto es así que solicitan otro candidato socialdemócrata. Entre los posibles sucesores señalan, entre otros, a Gavin Newson, Kamala Harris, Gretohen Whitmer, JB Pritzker, Josh Shapiro y Michelle Obama.

Decía Platón que el gobernante de la polis debía ser un filósofo. Sólo aquellos que hubiesen desarrollado el alma racional y culminado el ascenso dialéctico, serían buenos gobernantes. Y dicho ascenso, dicho cultivo de la sabiduría necesitaba tiempo. De ahí que los gobernantes debían ser señores mayores. Mahatir Mohamad fue primer ministro de Malasia con 92 años. Robert Mugabe se retiró de la política con más de 90 años. Girma Wolde-Giorgis gobernó su país con más de 88 años. Joaquín Balaguer dejó la presidencia de la República Dominicana con 89 años. Benedicto XVI fue papa a los 78 años. Herman Wouk publicó a los 97 años. Y sin ir más lejos, el otro día, Mariano Sanz – con 91 años – se licenció en Economía y Empresariales con 91 años. Luis Francisco Ponce de León – con 90 años – tiene 10 carreras y estudia Relaciones Internacionales en la Autónoma de Madrid. Estos, entre muchos, son ejemplos de que el saber no ocupa lugar. El tiempo lineal ha sido una construcción social, que sirve para correlacionar la edad con las fases vitales. De ahí que cualquiera, desde su fuero interno, puede empreder una revolución contra el "tiempo artificial".

El tiempo, según Nietzsche, no es lineal sino cíclico. Todo nace y muere en el instante. No hay tiempo sino cuerpo. Un cuerpo que – según sea pensado – puede ser un "muerto joven" por su vida descendente o, por el contrario, un "vivo viejo" por su vida ascendente. Es injusto que se mida la gestión de Biden por un lapsus de 10 segundos. El voto racional debe mirar por el retrovisor. Por un retrovisor que nos sitúa en los EEUU de Trump. Y esos EEUU no son otros que la defensa del mercado en detrimento del Estado. De la política a base de tuits. De la política proteccionista y del mal saber peder. Años del asalto al Capitolio y años que deconstruyeron el "Yes we can" de Obama. Biden ha sido el presidente que liberó a EEUU de la recesión económica tras la pandemia. Él, y no Trump, creó el mayor número de puestos de trabajo de la historia de su país. Él, y no Trump, aprobó el Plan de Rescate Estadounidense y la Ley Bipartidista de Infraestructura. En su primer año de legislatura, se triplicó la producción de coches eléctricos. Y con él, y no Trump, hay 5 millones más de estadounidenses con seguro médico. En medio de la pandemia, decidió que EEUU volviera a la OMS y al Acuerdo del Clima de París. El 30 de agosto de 2021, Biden retiró sus tropas de Afganistán tras dos décadas de presencia militar.

Trump nunca consiguió "drenar el pantano de Washington". No estuvo a la altura en la gestión de la pandemia. Su mandato culminó con la escalofriante cifra de 230.000 muertos por Covid-19 y 9 millones de contagiados. Contradijo a los expertos y tuvo la osadía de aconsejar a los infectados que se inyectaran lavandina. Sus logros económicos se derrumbaron, como un castillo de naipes, tras el advenimiento de la pandemia. Tanto es así que su país llegó a estar en recesión. Una recesión que destruyó miles y miles de puesto de trabajo. Y una recesión que dificultó el acceso, de miles de estadounidenses, al sistema de salud. Tuvo un estilo caótico en la Casablanca. Insultaba, por Twitter, a periodistas. Su egocentrismo lo situaba como una víctima ante un sistema mediático que iba contra él. Retuiteaba mensajes racistas y homófobos. Trump perdió las elecciones. Y las perdió, entre otras causas, por el castigo de miles de mujeres, hartas de su modales, y de hombres de más de 65 años; que criticaban su gestión ante el coronavirus y el difícil acceso a la salud.

Llegados a este punto, y hecho balance de sendos gobernantes, ahora toca decidir. Sin crisis del coronavirus por delante, "otro gallo hubiese cantado en el corral de Trump". No olvidemos que antes de la pandemia, el presidente republicano saneó la economía, creó puestos de trabajo y ahuyentó el miedo de la América vaciada. La pandemia fue la prueba del algodón de su mandato. Una pandemia, como les digo, que sacó su peor versión. Las heridas abiertas otorgaron la victoria a Biden, un señor tranquilo y moderado frente a un "juguete roto" tras una riña de cumleaños. Ahora, toca que Biden refresque la memoria. Toca que recuerde a las mujeres y a millones de familias, damnificadas por la pandemia, los efectos del trumpismo. Toca que ponga en valor la sabiduría sobre los lapsus de la edad. Una edad que – año arriba, año abajo – comparte con su rival (Trump, 78 años). Y toca que el mensaje del miedo – a la América de Trump – haga su efecto en la movilidad de la izquierda. Una izquierda que defiende la fórmula más Estado y menos mercado. Y una izquierda, que muy probablemente otorgue una segunda oportunidad a Biden, un líder apoyado por Obama. Alea iacta est.

Lepenismo, mileísmo y otros ismos

Mucha gente se pregunta, por qué la ultraderecha asciende en Europa, y en concreto en Francia. No se entiende, por qué existe una reactivación de ciertos discursos del pasado. Lo mismo sucedió con Trump, que ganó las elecciones con un relato de mimbres proteccionistas y etnocéntricos. Recuerdo que se hablaba de un muro entre Estados Unidos y México, como si de los tiempos medievales se tratara. El ser humano es un animal territorial por naturaleza. Lo mismo que el perro o el gato defiende su espacio, Manolo o Jacinto hacen lo mismo con el suyo. Y lo han hecho desde que un sujeto dijo aquello de "este territorio es mío". La propiedad privada – que tanto critcó Rousseau – aparte de sus ventajas, suscita desigualdad, envidia y deseos expansionistas. Contra esta miseria moral, Marx buscó una solución en la sociedad comunista. Una sociedad donde nadie es más que nadie sino todos los seres son cortados por las mismas tijeras. Sin embargo, el liberalismo radical aboga por un mercado que fomenta el individualismo y que culpa o responsabiliza al ser humano de su sino.

Este liberalismo resurge con fuerza en Europa y también en Argentina. Milei, tras su estancia en España, criticó al socialismo de Sánchez. El liberalismo agudo defiende un Estado mínimo, o dicho de otra manera, un Estado cuyas funciones se reducen a velar por la seguridad del país y poco más. El mercado, y de ahí la economía clásica que defendía Adam Smith, debe funcionar con la mano invisible. El Estado produce, según esta doctrina, desequilibrios o desajustes en las decisiones de qué, cómo para quién producir. El ser humano debe, en función de sus capacidades adscritas o adquiridas, luchar para sobrevivir en las estructuras del capitalismo salvaje. De ahí que, como ocurrió en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, los débiles se convertían en juguetes rotos para el capricho de unos pocos. Esta ideología, de corte darwinista, viene decorada por el credo de la felicidad. Se exige ser feliz. Y hoy, ser feliz es algo muy distinto a la ataraxia – o tranquilidad del alma – que defendía el helenismo. Ser feliz – en el siglo XXI – significa la consecución de retos y el reconocimiento por los mismos. Significa, repetir una y otra vez: "lo he conseguido por mis propios medios", "por mi mérito y esfuerzo" o "porque yo lo valgo"; entre otras frases similares.

Como decíamos atrás, en esta jungla, nos convertimos en animales en busca de comida y defensores del espacio. De tal modo que se activa una conciencia del espacio frente a las amenazas del enemigo. Se teme por perder lo conseguido. Y se teme porque el otro ocupe o se adueñe de nuestra zona de confort. Este temor es recogido, en forma de relato, por algunas fuerzas políticas. Si usted no para la amenaza, su vida – su felicidad – se verá, tarde o temprano, cuestionada. De ahí que el Trumpismo tocase esta tecla. Tocase la tecla de la pérdida de confort vital por parte de la clase media americana. Una clase social, que percibía su descenso por culpa de una clase terrateniente, que encontraba en la inmigración una mano de obra abundante y barata. Y por otra parte, percibía – y valga la redundancia – el posible ascenso de la clase trabajadora gracias a la clase alta de la América vaciada. Estas circunstancias, movieron el voto de millones de estadounidenses, de clase media, hacia la parte republicana. En Europa está pasando algo similar. Se ha construido, en la última década, una conciencia de riesgo de desaparición de la clase media. Los chalecos amarillos ya se hicieron eco de ello con sus protestas. "¡Cuidado que cada vez somos más pobres con apariencia de ricos!". Este miedo alimenta el auge de nuevos populismos y el renacimiento de viejos estribillos. Atentos.

De sueños y vagones

Hace un mes, asistí al Senado como finalista de los Premios de Internet 2024. Durante el viaje – en un tren de alta velocidad – terminé de leer Mortal y rosa de Francisco Umbral. Libro dedicado a su hijo Pincho, que murió de leucemia con tan solo 6 años. La carga testimonial de la obra se entremezcla con el uso desgarrado de versos llenos de dinamita. Por la ventana del vagón, asomaban las tierras de Castilla-La Mancha. Tierras por donde don Quijote cabalgaba a lomos de Rocinante. Los molinos, me traían a la mente, los viajes de mi infancia. Todos los años, por el mes de septiembre, mis padres viajaban a la feria del deporte, que se celebraba en la Casa de Campo de Madrid. Durante el viaje, escuchábamos canciones de los años sesenta. Años donde mis padres eran jóvenes. Los Brincos, los Pekenikes, los Bravos y los Relámpagos, entre otros, sonaban en el Sony, que llevaba de serie el Seat Málaga. Era el modelo GLD, gris oscuro y asientos de marfil. Un coche como los que regalaban en el 1, 2,3.

Tras llegar a Chamartín, cogimos – mi mujer y yo – un taxi, que nos llevara al acto. Durante el trayecto, hablé largo y tendido con el conductor. De Perú, y con pocos meses en España, hablamos de alquileres, de clima y del contraste de vida entre allí y aquí. Le dije que tenía un blog, que se llamaba El Rincón de la Crítica. Y le conté el motivo del viaje a Madrid. Mientras hablaba, las grandes avenidas, me traían a la mente la tranquilidad de mi pueblo. La vida en la capital – le dije al taxista – es muy estresante. Estresante por el sonido de las sirenas, la velocidad de los coches y el caminar rápido de cientos de desconocidos por las tripas de la Gran Vía. Hay tanto ruido en el paisaje, que no se oye el sonido de los pájaros. Ni siquiera, las ramas de los árboles tras las ráfagas de viento, ni el canto de los gallos a las seis de la mañana. Hay tanto ruido, que nada es claro y distinto sino turbio y ambiguo. Por la mente, me pasaba el estribillo de la Oda a la vida retirada de Fray Luis de León. Apreciaba, la vida alejada del mundanal ruido. Del ruido de las envidias, de los celos y el critiqueo en el seno de esos edificios repletos de oficinas.

Me despedí del taxista con un fuerte apretón de manos. Antes de que comenzara el evento, mi mujer y yo paseamos por las afueras de la Almudena. A las doce, entramos al Senado. Entramos a un edificio emblemático por la importancia de su significado. Y allí, como si de senadores se tratara, esperamos con entusiasmo el momento de la nominación. En la espera, recordé los primeros meses cuando comencé con el blog. Meses donde nadie leía mis escritos. Meses donde escribir se convertía en una voz en medio del desierto. Nadie daba un duro por un bloguero de provincias que soñaba con la luna. Tras trece años, ahora miro por el retrovisor de los tiempos. Miro y veo como aquellas semillas no eran tan salvajes como parecía. Ahora los frutos se los debo a los lectores. Sin ellos, este proyecto sería un barco a la deriva. Aunque no conseguí el premio, siento el orgullo de haber llegado hasta el Senado. Orgullo de que este humilde blog apareciese en la pantalla grande entre los tres finalistas.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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