Tras varios años sin saber de él, ayer recibí un wasap de Platón. Desde la Atenas de Trasíbulo, me comentaba que necesita volar al siglo XXI. Le dije que podíamos quedar en El Capri y cambiar impresiones sobre su época y la mía. Entre cafés y alguna que otra tónica, hablamos de educación, amor y política. Antes de nada, le di el pésame por la muerte de Sócrates. En la cueva, le dije, muchos adolescentes viven delante de imágenes, que recuerdan al mito de su caverna. Hoy, querido Aristocles, la vida es distinta a la de hace dos mil quinientos años. Las proclamas de su República no se han ejecutado. No gobiernan los mejores sino los adecuados. Ni siquiera se exige ninguna credencial para ejercer la política. Hoy cualquiera puede ser alcalde. Y cualquier voto vale lo mismo en el seno de las urnas. Da igual que el voto provenga de Manolo, el banquero. O que derive de Alejandro, el chatarrero. O de Gabriel, el loco de la colina. No existe el ascenso dialéctico sino que todo es relativo. Se ha perdido la búsqueda de las esencias. En el capitalismo ganan los objetos frente las ideas. Estamos ante una sociedad de "tanto tienes, tanto vales". Una sociedad de fachadas, del "yo más que tú" y "si no es para mí, tampco es para ti".
No existe el filósofo gobernante. La filosofía ya no es la madre de la ciencia. Sus hijos se han independizado con el paso de los siglos. Tanto que durante el siglo XVII y la Revolución Científica, la filosofía se convirtió en un saber reflexivo. El Humanismo reinventó la disciplina. Ahora, amigo Platón, los filósofos somos espectadores en un patio de butacas. Vemos y analizamos la realidad desde nuestras trincheras de marfil. Somos incómodos para el sistema. Y lo somos porque tenemos espíritu crítico. Hablamos sin vulnerar la verdad moral, que diría Aristóteles. Por eso, porque somos claros en el habla, no gustamos a los elegidos. El conocimiento ha perdido el valor que tenía en los años atenienses. Ahora, el mundo es carrera de galgos. Miles de titulares inundan nuestras vidas. Nuestra mente está colapsada. Nuestra mente se ha convertido en decenas de pantallas bloqueadas en el monitor de un ordenador. No hay calma. La gente no busca ascensos dialécticos. Ni siquiera se plantea como prioridad "salir de la cueva". En la cueva, la gente vive sus vidas. Vidas que transitan entre imágenes en forma de selfies. De selfies en lugares exóticos y arriesgados. Y todo por un reconocimiento efímero, que se manifiesta con los "likes".
Se ha perdido la armonía que dirían los pitagóricos. El alma ha perdido su equilibrio. Ahora, en la sociedad distraída, las emociones han secuestrado a la razón. En la cueva, la gente consume programas de cotilleo que se nutren de las desgracias ajenas. La lágrima acompaña nuestro día. Estamos ante una prensa carroñera que toca las vísceras a los habitantes de la cueva. Perdidas las esencias, la sociedad es como una cáscara de huevo. No hay profundidad en los asuntos. Ni siquiera interesa la verdad en la era del populismo. Han vencido los sofistas. Han ganado los convencionalismos y la subjetividad. Han muerto los principios. Casi nadie hace sacrificios por la defensa de sus ideas. Existe una pirámide social que impide la autenticidad. El de abajo depende del de arriba. Y en esa dependencia fluye la hipocresía frente a la sinceridad. El Bien no se entiende como la causa del mundo. Sin originales en el "más allá", sólo queda el mundo sensible. Un mundo donde impera la "nueva esclavitud". Y esa "nueva esclavitud" se llama "autoexigencia". Una autoexigencia que impide la relajación y la contemplación. Desde la cueva, los mortales ha olvidado el aroma de las amapolas, el canto de las cigarras y la sensación que produce el viento cuando peina las mejillas.