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De Hobbes y el contrato digital

El otro día, recibí un correo de Alejandro, un periodista afincado en Madrid. Me invitaba a que escribiera algo sobre filosofía y tecnologías de la comunicación. Le dije que la principal crisis del siglo XXI no es otra que la pérdida de autenticidad. Las Redes Sociales, lejos de fomentar seres únicos e irrepetibles, tejen el comunismo digital. Cuando hablamos de las RRSS, nos dirigimos a ellas en plural: "las redes han dicho", "en las redes se comenta". Esa pseudoinstitución activa espirales del silencio, atenta contra la dignidad y construye líderes de paja. Las redes se han convertido en un coliseo de fieras y gladiadores. Las redes han roto la erótica del valor. Cualquiera puede brillar. No existe una cultura del mérito y esfuerzo, sino una especie de palo y zanahoria donde lo que antes era aplaudido ahora es abucheado y viceversa. La gente se ha convertido en periodistas de su propia vida. Ahora, todos somos directores de contenido. Cada uno diseña la programación para su medio. Tanto es así que la mayoría de los ciudadanos preparan su intervención como si de actores se tratara.

Nos estamos volviendo esclavos de las tecnologías de la comunicación. Existe una autocracia tecnológica que pelea contra la democracia. En ocasiones, el trámite tecnológico se convierte en la única opción. Las TIC ya no son la alternativa sino la condición necesaria para llevar a cabo diversas gestiones administrativas. Estamos ante una sociedad dividida entre nativos digitales, híbridos digitales y analfabetos digitales. Los últimos sufren en silencio su complejo. Se perciben como juguetes analógicos en una sala de tabletas, móviles y videoconsolas. Las TIC son el nuevo imperio del siglo XXI. Un imperio que avanza, destruye relaciones tradicionales, inculturalización a los conquistados y castiga a quienes se niegan a subirse al carro tecnológico. Ese imperio se hace grande mediante grandes plataformas. Plataformas que dirigen la vida de millones de ciudadanos. Son las nuevas infraestructuras, las nuevas carreteras que sirven para que la globalización sea irreversible. En esas carreteras, estamos nosotros; los tontos, los idiotas. Nos hemos doblegado al imperio sin darnos cuenta que ese imperialismo tecnológico, nos convierte en seres alienados de poderes tecnoeconómicos.

Cada día, me apetece menos participar en las Redes Sociales. Tales plataformas tienen el cetro de nuestras vidas. Controlan nuestros mensajes, estimulan a que participemos y censuran aquello que pueda suponer un éxodo de clientes. Y tales plataformas saben dónde vivimos, cuándo es el día de nuestro cumpleaños, cuáles son nuestros gustos y con quiénes lo compartimos. Saben hasta dónde viajamos, a qué restaurantes vamos y cómo pensamos. Lo saben todo. Y lo saben porque nosotros se lo hemos cedido de forma gratuita. Nos hemos convertido en seres de cristal. Seres que hemos renunciado a nuestra privacidad a cambio de un puñado de "likes". Una sociedad más visible no es sinónimo de una sociedad más unida. La visibilidad aflora nuestras diferencias en el campo de batalla. Y en ese campo entra en juego un libertinaje que aflora nuestros instintos animales. Las redes ubican al ser humano en el estado de la naturaleza que diría Hobbes. En ellas se cumplen los requisitos de una ciudad sin ley. Es urgente que se firme un contrato digital. Un contrato donde la razón gane la batalla al caballo desbocado de la emoción. Si no lo hacemos, la biga descarrilará y el auriga morirá.

Cortinas de humo

Tras una semana, recluido en la soledad de mi despacho, ayer me dejé caer por El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, una caña bien fría que inundara mis neuronas y asfixiara mis temores. Mientras leía El Marca, entró un señor trajeado por la puerta. Se sentó a dos taburetes del mío y se pidió un carajillo. Peter estaba cansado, sin afeitar y con ojeras. Me dijo que estaba preocupado por Ómicron, la nueva variante del coronavirus. Preocupado, maldita sea, por si Ximo Puig volvía a la carga con nuevas restricciones. Desde la pandemia, El Capri ha perdido casi toda la clientela. Ya no es ese lugar repleto de rubias de bote, cortinas de humo y collares de hojalata. Ahora, es un sitio apagado donde ya no se oyen las máquinas tragaperras y las ocurrencias de Manolo. Recuerdo, las navidades de hace dos décadas. Rondaba el año 2001. Un año donde Fraga ganaba su cuarta mayoría absoluta, los universitarios protestaban contra la LOU y los argentinos temían por sus ahorros ante la inminencia del corralito. En aquellas navidades, el garito se ponía de bote en bote. Las guirnaldas y las copas de tequila envolvían de pecado los rincones que habitaban detrás de los aseos.

A las cuatro de la madrugada, Peter sacaba mini bocadillos con chorizo y vasitos de cerveza. Recuerdo que María bailaba con Ambrosio a ritmo de lambada. Era un baile prohibido que trasladaba mis pensamientos hacia amores platónicos y fantasías clandestinas. Dos mil uno fue un año malo para los míos. Un año horribilis como todos los impares que han pasado por mi vida. El negocio familiar hacia aguas. Pasamos de ser una familia con dinero a una familia que atravesaba por graves penurias económicas. Tanto que a diario comíamos fideos y trozos de pan duro. Y tanto que era raro el mes que no sufríamos cortes de agua y luz. Todos los fines de semana, recuerdo que me ponía la misma camisa. Era una camisa azul que mi madre pagaba a plazos en una tienda del pueblo. Mi situación laboral era preocupante. Tras dos años con la carrera en la mochila, no encontraba trabajo. Recuerdo que echaba corrículos por todos los polígonos industriales. Iba a dos y tres entrevistas por semana pero como no tenía experiencia, nadie me contratara. Era, como dicen por ahí, "la pescadilla que se muerde la cola".

Aquellos años no los cambio por nada del mundo. Y no los cambio, queridos amigos, porque – a pesar de tanta miseria – éramos una familia unida. Mi padre nunca visualizaba ruina. Siempre con la cabeza bien alta y con la mejor cara ante la vida. Esa actitud estoica, fortaleció mi espíritu e hizo de mí alguien más a fin a Nietzsche que Schopenhauer. Ayer, Peter, me decía que las personas somos como árboles en medio de un huerto de limones. Hay árboles que lucen altos y frondosos. Y árboles que se muestran doblados y cadavéricos. Mientras movía el carajillo el señor que estaba sentado a dos taburetes del mío, me dijo que no hay más pobre en el mundo que el que no sabe leer. Las personas se miden por su sabiduría. El dinero va y viene como los trenes. Pero el conocimiento es como la savia que recorre el tronco de los árboles. Peter, puso una de Sabina. Y los tres, comenzamos a cantar. Nos olvidamos, por un instante, del wasap. Y en ese olvido, entendimos que la felicidad no es cosa de yates y relojes caros sino de pequeños detalles y cosas insignificantes.

Kant, Alzheimer y el rastro de los pueblos

Tras dos semanas sin comprar la prensa, ayer compré La Razón. Necesitaba, la verdad sea dicha, una lectura de la actualidad desde la trinchera conservadora. Tanto es así que leí "mil y una críticas" a la Ley de Memoria Histórica. Críticas contra el gobierno "sociocomunista", en términos de un articulista, por tejer "cortinas de humo" en medio de la tragedia. Antes, había leído un fragmento de Kant que versaba sobre las formas "a priori" y "a posteri" del conocimiento. Como saben, el filósofo de Könisgberg puso paz a casi dos siglos de enfrentamiento entre racionalistas y empiristas. Criticó a Leibniz, Spinoza y Descartes por la supremacía que otorgaban a la razón en el arte de conocer. Y criticó a David Hume por la supremacía que otorgaba a los sentidos en el arte de conocer. Así, propuso una síntesis o híbrido entre racionalistas y empiristas. Para conocer, decía Kant, se necesita una forma – un "a priori" – y una materia  – un "a posteri".

Cuando les explico "el criticismo kantiano" a mis alumnos, les pongo como ejemplo "un procesador de texto". El folio en blanco sería la Tabula Rasa, esa mente que necesita la experiencia empírica para conocer. El procesador – la aplicación informática – sería la plantilla que permite otorgar forma al escrito. Permite dividir en párrafos, subrayar, cambiar el tamaño de la fuente, etc. El resultado – el documento maquetado – sería el conocimiento. Nosotros somos la aplicación. Nuestra mente, la plantilla que clasifica los inputs que le llegan a través de los sentidos. Sin la plantilla sería imposible el entendimiento. Seríamos como un perro o un gato que siente pero no entiende de la manera que lo hacemos los "Homo Sapiens Sapiens". Sin la plantilla no podríamos conocer. Y esa plantilla – esas coordenadas del conocimiento -, la tenemos todos en nuestra mente. Todos somos capaces de entender qué es una mesa pero nadie puede conocer la "mesa en sí" o el noúmeno, que diría Immanuel. Estamos por tanto ante una subjetivación de la realidad que sitúa al humano – y de ahí "el humanismo" – como medida de todas las cosas.

Cuando la plantilla nos falla, cuando no somos capaces de conceptualizar o categorizar la experiencia empírica, nos hallamos ante el Alzheimer. Nos hallamos ante seres que sienten – que ven, tocan, olfatean y oyen – y que pierden – de forma simultánea – el rastro de sus impresiones. Un rastro – que diría Hume – necesario para la supervivencia. Necesario para saber, por ejemplo, que el fuego quema. Sin los ejes del entendimiento se pierde la universalidad del conocimiento. Y se pierde, por tanto, la validez de ciertas verdades absolutas. Tanto que el enfermo de Alzheimer no cree que María es su mujer o que Alejandra es su nieta. Lo mismo ocurre con los pueblos. Sin Memoria Histórica, los pueblos se convierten en conjuntos de ciudadanos desorientados en medio de sus calles. Ciudadanos desorientados ante la pérdida del testimonio histórico. Sin rastro, sin retrovisores en la vida, es muy complicado entender el presente. Un presente que no aparece de la nada sino que surge como efecto de cientos de nubes causales en el tiempo. El pasado, aunque suponga vergüenza para unos y gloria para otros, debe servir como reconocimiento. Un reconocimiento, como les digo, necesario para entender la identidad, o dicho de otro modo, para saber quiénes somos.

Urnas de cristal

Hace unos días, viajé al siglo XVII. Necesitaba, la verdad sea dicha, cambiar de aires. No soportaba, ni un minuto más, el estribillo que se oye por las calles del vertedero. Allí, tomé café con Descartes. Hablamos de política, de religión y sobre todo de ciencia. Me preguntó por las repercusiones de su "método" en la Europa del ahora. Le dije que sus cuatro reglas, para hallar las evidencias, han sido las semillas del método hipotético-deductivo. Hablamos sobre los paralelismos que existen entre su siglo y el mío. Y la principal similitud no es otra que la palabra "crisis". René odiaba su época. Una época, como saben, marcada por el rifirrafe entre empiristas y racionalistas, protestantes y católicos, burgueses y nobles, Iglesia y Estado y, razón y fe. Un siglo de transición entre lo antiguo y lo moderno. Le dije que el siglo XXI también es un "siglo horribilis". Horribilis porque ha sufrido la Gran Recesión del 2008, la Pandemia del 2019, los efectos tangibles del cambio climático y, lo más grave de todo, la crisis del reconocimiento.

Descartes me preguntaba por la crisis del reconocimiento. Para ello, le hablé de las redes sociales. Le dije que las nuevas tecnologías de la información y comunicación han prostituido nuestras vidas. Nuestras vidas se han convertido en urnas de cristal. Urnas donde cualquiera tiene acceso a nuestra privacidad. Una privacidad que, de forma voluntaria, hemos hecho pública por necesidad. Por una necesidad de aplauso constante y pertenencia al grupo. Nos hemos convertido en periodistas de nuestra biografía. Una biografía donde todo gira en torno al verbo "mostrar". Nos mostramos ante los demás a través de un escaparate tóxico. Un escaparate – las redes sociales – donde cada uno viste a su propio maniquí. Un maniquí que luce para los demás. Y luce en las grandes avenidas de la tecnodependencia. Avenidas donde transitan millones de peatones desnudos de privacidad. Estamos ante la sociedad del destape. Un destape de secretos, insinuaciones y posturas inusuales cuyo único fin no es otro que la consecución de "likes". El "like" es el éxito que enriquece los egos de la postmodernidad. De egos que brillan en medio del estiércol. El "like" es la nueva droga del siglo XXI.

Y esa droga, nos convierte en mendigos de lo efímero. Estamos delante de la catástrofe. De una catástrofe espiritual que la digerimos en la soledad y que nos cuesta reconocer en sociedad. La gente publica lo más insólito de sus vidas. Publica la taza del café, las migajas del bocadillo y cualquier otra frivolidad con tal de sentir el calor de los demás. Con tal de sentirse "importante" dentro de un escenario de miseria moral y vacío existencial. El "like" pone en evidencia las consecuencias nefastas del individualismo capitalista. La pandemia rompió los lazos que unían el tejido social. Durante dos años, hemos vivido la robotización. Nos hemos convertido en robots, o dicho de otra manera, en represores del lado emocional. En robots, como les digo, en medio de la soledad. Una soledad que busca su curación en las pantallas. En pantallas que se convierten en adictivas. Tanto que cuando se rompe el móvil o la tableta, desarrollamos el síndrome de abstinencia digital. Una abstinencia que se manifiesta en forma de enfado, nerviosismo y frustración ante la ausencia del objeto.

Lecciones platónicas

Desde el siglo XXI, leo con atención el legado que dejaron los filósofos de la Antigüedad Clásica. Intento recrearme en la crisis ateniense y entender, de alguna manera, a Platón. Entender al pensador que sufrió la muerte de su profesor. Sufrió, como les digo, la muerte de Sócrates, condenado a beber cicuta por corromper las mentes de los jóvenes. Y falleció a manos de la democracia de Trasíbulo, la misma que puso fin al Gobierno de los Treinta Tiranos. Aristocles, apodado como Platón, no simpatizaba con la democracia. Y no lo hacía por tres razones. La primera porque cualquiera – salvo los grupos sociales vetados – podía ejercer cargos públicos sin ninguna credencial educativa. La segunda porque esa minoría, que ostentaba el poder, no atendía a principios universales y necesarios sino al relativismo moral, el convencionalismo y el empirismo político de la sofística. La tercera porque la democracia de Trasíbulo asesinó a Sócrates, el hombre más justo de todos los hombres. Hoy, las razones que esgrimía Platón siguen vivas entre nosotros.  Y siguen porque no se necesita ninguna formación mínima para ser concejal, diputado autonómico o ministro. Y continúan porque, una vez en el poder, algunos políticos se comportan de forma maquiavélica, gobiernan atendiendo al interés particular, pierden la humildad y hacen cualquier cosa por la ostentación de sus cetros.

Platón, harto de la política de su tiempo, escribió La República, un texto que hoy, más de dos mil seiscientos años después, sigue vivo entre nosotros. En ese libro, Aristocles trazó su Estado ideal. Y ese estado no era otra que una comunidad orientada al bien. Era un Estado alejado del neoliberalismo actual. Alejado del individualismo que supone el "credo americano". Un Estado en consonancia con la estructura tripartita del alma. De esa alma que preexistió en el mundo inteligible y que quedó atrapada en el cuerpo de los humanos imperfectos del mundo sensible. Esa alma, nos diría Platón en el mito de la caída, guarda relación con un carro dirigido por un auriga – que representa la parte racional – tirado por dos caballos. Uno dócil y blanco – parte irascible – y otro indomable y negro – parte apetitosa del alma -. El auriga debe mantener el equilibrio y garantizar la seguridad del trayecto. De esa manera se consigue que el alma sea justa. Y lo será cuando la cabeza – la razón – dirija al corazón – las pasiones – y el bajo vientre – los caprichos y placeres -. Es necesario que hagamos una racionalización de las emociones para evitar que estas rompan el equilibrio interior.

Ese equilibrio también tiene su paralelismo en la estructura de la sociedad. Una sociedad, nos diría Platón, está en armonía, o sea es justa, cuando la clase gobernante gobierna a los productores y guerreros. Y ese equilibrio social, queridísimos amigos, se ha roto en las sociedades actuales. Estamos ante una ruptura del Estado ideal platónico. Estamos, y disculpen por la redundancia, ante sociedades gobernados por el apetito en detrimento de la razón y las pasiones. Y este desequilibrio, nos sitúa ante un capitalismo que no es otra cosa que la subordinación de la cabeza a la inmediatez de los caprichos por las cosas materiales. Estamos ante la sospecha de la razón, en palabras de Paul Ricoeur. ¿De qué ha servido la razón capitalista, si nos ha traído más desigualdad y miseria moral? Es necesario que el auriga coja las riendas de la biga. Es necesario que paremos los pies al caballo indomable y negro. Y para ello, es urgente que se rompa el culto a la emoción. Una emoción tóxica que secuestra a la razón y nos sitúa desnudos ante el vicio y la tentación.

Filosofía, Celaá y el mito de la caverna

Parece mentira que la nueva ley de educación – cocinada en los fogones de la izquierda – elimine, de un plumazo, a la filosofía de la Educación Secundaria Obligatoria. A partir de ahora, la "madre de las ciencias" desaparecerá del currículo. Y no solo desaparecen las semillas del árbol del conocimiento sino que se le corta las alas, y disculpen por la expresión, al sentido crítico de los jóvenes. La Ley Celaá empeora lo dictaminado en la LOMCE, una norma aprobada por la mayoría absoluta del Partido Popular y que situaba a la Filosofía a la altura del betún. Tanto que dejó de ser obligatoria en segundo de bachillerato y perdió, a su vez, fuelle en el examen de selectividad. Hoy, a pesar de la lucha que hemos librado los profesores de filosofía, hemos perdido la batalla. Estamos ante una sociedad del conocimiento similar a la que presenciaron los ciudadanos del siglo XVII, un siglo marcado por la Revolución Científica donde las letras – y todo aquello que no siguiera un "método científico" – no tenía cabida en las esferas académicas. Fue Renè Descartes quien peleó para salvar a la filosofía de la quema. Fue el pensador francés quien quiso hacer de ella una "Mathesis Universalis".

Hoy, como todos sabemos, existe un agravio comparativo entre ciencias y letras. Parece como si las primeras – las matemáticas y los saberes experimentales – estuvieran por encima de las ciencias sociales y humanidades. Tanto es así que a mis alumnos de bachillerato, sean de un "bando" o de "otro", siempre les repito lo mismo: "los bachilleratos sean de números o de letras no son ni mejores ni peores; simplemente diferentes". Es hora de que los humanistas levantemos la cabeza y defendamos, de una vez por todas, nuestra valía dentro de la sociedad tecnológica. Una sociedad – y ahí es donde radica mi indignación – que necesita hoy, más que nunca – el "saber inútil". La izquierda – con todos mis respetos – nos ha arrebatado la filosofía cuando más la necesitamos. Y la necesitamos, queridísimos amigos, porque Internet – ese mundo global de la información – y las redes sociales – esa dimensión que une a millones de personas – urgen que se haga un buen uso de la racionalidad. Se necesita la razón para discernir entre informaciones de buena y mala calidad. Para establecer prioridades en la búsqueda de la información. Y para analizar y sintetizar lo seleccionado a golpe de click.

Sin filosofía en secundaria, los alumnos pierden un espíritu necesario para la vida. Pierden parte del sentido crítico. Un sentido imprescindible para evitar caer en las redes de la manipulación. Para saber dónde existe riesgo de alienación y para cuestionar  el argumento de autoridad. Sentido crítico, y razón para la vida, para entender la lógica que esconde el populismo. Para evitar caer prisioneros de la publicidad. Y para leer la prensa desde una lejanía que evite caer en los sesgos editoriales. Sin la filosofía, nuestros alumnos pasarán de preguntar por el porqué de las cosas – tal y como hicieron los filósofos de la naturaleza en el siglo VI a.C. – a decir "bee, bee, bee.” como si de un rebaño de ovejas se tratara. Por ello estoy tan cabreado. Cabreado porque me preocupa que los jóvenes sean privados de un saber crítico, radical, autónomo y racional como es la filosofía. Un saber que desmanteló la mitología griega y consiguió que el logos se impusiera a la hora de reflexionar sobre el ser humano y su realidad. Sin filosofía, nuestros jóvenes cabalgan hacia el mito. Cabalgan hacia la caverna de Platón. Hacia el mismo sitio oscuro y tenebroso donde lo único que valía eran las creencias y la imaginación.

De política y Epicuro

Ayer estuve en Grecia. Necesitaba, la verdad sea dicha, una bocanada de aire fresco que desintoxicara mis neuronas de los contaminantes del vertedero. Allí, en el siglo IV a.C., envié un wasap a Epicuro. Le dije que estaba de paso por la Stoá Poikílé – en el "Pórtico de las Pinturas" -, la escuela de los estoicos. Tras saludar a Séneca y Epicteto, viajé a Samos. Allí, tomé café con Epicuro. Me dijo que estaba escribiendo una Carta a Meneceo. Una carta donde criticaba a Aristóteles, su "animal social" y su concepto idílico de la polis. Hablamos de física, lógica, felicidad e independencia. La ética no es amiga de las razones – como diría Sócrates y Platón – sino de las sensaciones. Son los sentidos, las presunciones y las pasiones; los auténticos criterios de verdad. Criterios que estuvieron en conexión, en la Edad Moderna, con la ética empirista de Hume. Me preguntó por el neoaristotelismo. Le dije que las proclamas comunitaristas no han casado bien con el credo americano. El asociacionismo y el espíritu cívico han enfermado ante la victoria del neoliberalismo.

En los albores del siglo XXI, las personas confunden la felicidad con lo material. Cuando la gente goza de trabajo, casa y automóvil, entonces desea mejor trabajo, mejor casa y mejor automóvil. Estamos ante una espiral del "tanto tienes, tanto vales". El placer ya no es sinónimo de apathéia o serenidad del ánimo, como diría Epicuro. Estamos ante una sociedad nerviosa. Nerviosa porque siente nostalgia por un pasado que se percibe como mejor. Y nerviosa porque sufre ante la incertidumbre que provoca el misterio de la vida. Y esa intranquilidad suscita insomnio, úlceras gástricas y autodestrucción. Falta quietud, reflexión y contemplación; tres ingredientes necesarios para mantener el equilibrio entre las tres almas que diría Platón. Y para ello, para mantener la calma interior, se necesita la independencia respecto a los deseos y los demás. Esta cultura del "vive tu vida" y "deja vivir" se proclama como reclamo para acariciar la felicidad. Una felicidad que se muestra como aquella mariposa que vuelva y no se deja atrapar. Solo quienes riegan su jardín consiguen que la mariposa vuele hacia él. Así las cosas, me comentaba Epicuro, la política se convierte en un estorbo para la felicidad. Lo es porque la política se basa en la ambición y la utopía.

La política no ofrece quietud al espíritu. La política prostituye la humildad y la convierte en vanidad. Pone a prueba la honestidad con el licor de la tentación. La política se presenta como un viaje hacia la erótica del poder. Un viaje que, en la mayoría de las ocasiones, finaliza en las puertas giratorias de un hotel. La política, me decía Epicuro, es sinónimo de utopía. Y lo es porque solo los ilusos creen en la transformación objetiva del mundo. Un mundo que cambia, a cada instante, conforme los humanos cambian su actitud ante el mismo. Es necesario que cada uno "viva en lo oculto". Que cada persona busque el placer en la tranquilidad porque no hay nada más gratificante para la salud que un sueño profundo y reparador. Mientras paseaba por el jardín, Epicuro reflexionaba sobre la igualdad. Criticaba a Aristóteles por su rechazo a que las mujeres, los esclavos y los trabajadores agrícolas participasen en los asuntos de la polis. Tanto es así que Epicuro creía en la amistad transversal. En una amistad basada en la  confianza y seguridad ante la adversidad. En una amistad alejada del utilitarismo maquiavélico del "usar y tirar".

Patriarcado literario

Más allá de la desigualdad de género laboral. Más allá de que las mujeres tengan más temporalidad, salarios bajos y parcialidad, existe otra batalla por librar. Y esa batalla no es otra que el patriarcado literario. En mis clases de filosofía, sin ir más lejos, me indigna cada vez que leo, en la prosa aristotélica, el término "hombre". En casi todos los manuales aparece el silogismo formulado con tinta masculina: "Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Luego Sócrates es mortal". No olvidemos que en la Atenas de Pericles, las mujeres tenían vetado votar. Y lo tenían, según reza un viejo mito de la antigüedad porque "en una elección para decidir el nombre de Atenas, ganó Atenea a Poseidón por un solo voto. Poseidón – tras la derrota – inundó la región. Para calmar su cólera  desde entonces las mujeres dejaron de tener derecho al voto". En esta época, las mujeres eran invisibles en la sociedad. Invisibles por un convencionalismo político que las ninguneaba con respeto al varón.

A lo largo de la historia, las mujeres no han sido bien acogidas por la literatura. Sí que ha habido alguna que otra pluma femenina pero, en comparación con los nombres masculinos, están en minoría. Y lo están, queridísimos amigos, no porque su talento brille menos que los hombres. Lo están porque el sistema político y cultural no ha apostado por la igualdad literaria. Hoy, las tornas han cambiado. Actualmente hay brillantes literatas pero, sin embargo, echo en falta más textos en la sección de feminismo cuando deambulo por la biblioteca. Falta una poesía que clame por el equilibrio de la balanza. Una poesía, como les digo, que ponga en valor la rebeldía femenina. Es necesaria una rima desgarrada que se lea en las instituciones educativas. Fata una nueva estirpe que coja el testigo de Gloria Fuertes, Gabriela Mistral, Carmen Conde, Concha Méndez y Alfonsina Storni, entre otras. Hace falta que surjan más ensayistas sin desprestigiar las actuales. Más ensayistas que reflexionen al modo de Emilia Pardo Bazán, María Zambrano y Esther Tusquets, entre otras. Es importante que surja otro Cervantes que escriba el Quijote en femenino. Que cuente la historia desde un discurso inclusivo. Un discurso que evite la discriminación literaria.

La literatura, decía un viejo conocido, es la otra historia de los pueblos. El historiador estudia los fenómenos históricos desde la razón y la frialdad de los datos. El novelista abre una ventana a la Toma de la Bastilla, a las callejuelas de Madrid y al Londres de finales del siglo XVIII. Y esa mirada necesita los ojos de una mujer. Los ojos que sustituyan a Galdós y Dickens, por ejemplo. Una mirada que hable de desigualdades y ponga en valor la lucha contra el patriarcado. Un patriarcado que hoy, en pleno siglo XXI, sigue vigente entre nosotros. Y sigue en el reparto injusto de los roles domésticos. Y sigue en los entierros de los pueblos donde solo los hombres pasan por delante de los féretros. Y sigue en algunas profesiones donde solo habitan corbatas y pantalones. Y sigue, y disculpen por la redundancia, en ciertos deportes donde la fuerza femenina está ausente. Y sigue en aquellos periódicos donde por cada diez columnistas, una pluma tiene nombre de mujer. Y sigue en la violencia de género donde la mayoría de las lápidas son esculpidas con nombres femeninos. Es necesario que se despierte el egoísmo democrático para que se destruya, de una vez por todas, el patriarcado literario.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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