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Once años

Esta semana, el blog cumple once años. Corría el año 2011 cuando decidí emprender este viaje hacia lo desconocido. En ese año,  el terrorismo, la crisis económica y el fin del zapaterismo, entre otros acontecimientos, acaparaban las cabeceras del vertedero. En ese momento, soñaba con crear un altavoz social que sirviera de alternativa al modelo periodístico español. Un modelo, como saben, ideologizado, predecible y aburrido. Nadie dijo que la actividad de bloguero fuera fácil. Nadie dijo que los lectores llegaran de la noche a la mañana. El blog – lo he escrito en alguna que otra ocasión – se convierte en una planta que necesita agua y luz para su vida. Y ese "agua y luz" no es otra que la constancia. Una constancia acompañada de sueños y frustraciones. Sueños porque cualquier escritor necesita el calor de sus lectores. Y frustraciones porque escribir es como lanzar piedras al vacío. Piedras que nunca sabes, a ciencia cierta, cómo serán interpretadas.

Hoy, once años después, miro por el retrovisor del Rincón y veo la perspectiva. Veo un testimonio vivo de la última década. Un testimonio que contribuye a la memoria histórica de este país. Y un testimonio, queridísimos lectores, que no siempre refleja el pensamiento actual del cronista que lo suscribe. Y no lo refleja porque el pensamiento se mueve como las aguas de Heráclito. Y esa contradicción, que diría Unamuno si levantara la cabeza, forma parte de la esencia intelectual. Tanto es así que Descartes, por ejemplo, defendió la existencia de un "genio maligno" que tergiversaba su razón y luego, tras la demostración de la existencia de Dios, lo borró de su pensamiento. Solo quienes escriben a sueldo de líneas editoriales caen en el dogmatismo. Un dogmatismo determinado por la dictadura del mercado y que choca – y disculpen por el verbo – con la libertad democrática. Una libertad que, gracias a este blog, he ejercido durante los últimos once años. Y una libertad ejercida sin temer que un director o directora tosa en tus escritos.

Tras once años, tomo aliento y sigo en la batalla. Sigo, queridísimos lectores, con una mochila cargada de frustraciones, sueños e ilusiones. Una mochila que atesora la experiencia del veterano y la angustia del anciano. Ahora sé, con acierto, lo que gusta y no gusta a la gente. Sé las teclas que debo tocar para confertirme en un escritor populista. Y ello se consigue con demagogia y dogmatismo. Se consigue mediante letras radicales que atesoren clientela afín a ciertas ideologías. Y esas teclas son las que no pienso tocar en los próximos años. Escribiré para quienes toleren mis contradicciones. Para quienes respeten la libertad de opinión y se crean la democracia. Esta escritura, ajena a los mercados, hará que el blog crezca a fuego lento. Hará que se convierta en algo auténtico, sin intereses ni mentiras. Hará que el día de mañana, la huella del escritor perdure en el pensamiento colectivo. Continúo, claro que sí, en el ring de boxeo y sin tirar la toalla. "Tocado pero – como decía mi abuelo – no hundido". Tocado porque las letras son muy desagradecidas. Y con vitalidad hasta que se apaguen los violines.

De ómicron y metafísica

Hace un par de días, recibí un wasap de Jacinto, un viejo periodista de las tripas alicantinas. Harto de que nadie le contratara, me confesó que tenía una entrevista en exclusiva. Le pregunté por el entrevistado. Me dijo que era uno de los seres más odiados del planeta; un ser invisible que impide que la gente se bese, abrace y dialogue con tranquilidad. Un bicho omnipresente que atemoriza a los mortales y que no discrimina por razón de raza, edad, sexo o cualquier condición social. Una criatura amorfa, resistente y camaleónica. Una criatura, me decía, difícil de conocer y, hasta ahora, complicada de vencer. Una criatura, de descendencia cóvica, que se llama Ómicron. Ómicron, u "o" pequeña, que significa – tal como reza en la RAE –  "decimoquinta letra del alfabeto griego". Este ser temible amenaza las estructuras sanitarias, económicas y sociales de un lugar llamado Tierra. Y, en estos momentos, acapara los discursos mediáticos y los corrillos de la calle. Tiene en jaque a las instituciones sanitarias. Y ha servido para que los políticos se arrojen los trastos a la cabeza.

Con la pauta de vacunación completa, una PCR negativa, distancia de seguridad y mascarilla FPP2, Jacinto se metió en la boca del lobo. Dentro de la cavidad, sintió los mismos escalofríos que sentían los herejes antes de morir. Sintió náuseas, malestar general, dolor de garganta, tos y picor en la nariz. En la oscuridad, oyó el diálogo de los murciélagos, la lengua de las serpientes y el llanto desgarrado del Bien. Un Bien desplomado, por la tiranía de Ómicron, y malherido por el derrumbe del mundo inteligible de Platón. Allí, Jacinto vislumbró la metafísica del mal. Desde la linterna, avistó como las fuerzas de Leibniz se convertían en ráfagas de odio hacia el mundo de los humanos. Allí, colocó su pancarta y esperó a la orilla de un lago. De un lago con agua maloliente y lleno de cocodrilos. Un lago que reflejaba la verdad de nuestra especie, la única verdad que todos sabemos y muy pocos reconocemos. En la soledad de la caverna, Jacinto leyó dos pasajes de la Peste de Camus. Y visionó, en la pantalla de su tableta, el final de Contagio. Envuelto en los recuerdos, envío un wasap a Martina, una lechuza que conoció en su viaje por Desértica, una ciudad de tintes medievales y nubes parisinas.

Jacinto observó que en esa cavidad, de coordenadas ultramundanas, no existían las ventanas. El aire vivía preso en una cárcel de los tiempos cadavéricos. Una cárcel construida con palos de pino y tornillos de hojalata. Una prisión diseñada por arquitectos del destino y enemigos de Sartre. Allí, ante la penumbra del fuego, yacía el espíritu de los hombres. Un espíritu cabizbajo y deprimido por la impotencia que supone la lucha contra lo invisible. Entre celda y celda, corrían surcos de agua sucia. Surcos que transportaban los lodos de la felicidad. De una felicidad que agoniza ante la expansión del espíritu maligno por la sociedad. Entre los lodos, flotaban los recuerdos de familiares y conocidos. Flotaban las anécdotas de millones de vidas rotas. Vidas que fueron construidas por Demiurgo, por ese alfarero que diseñó nuestro mundo a imagen y semejanza del mundo inteligible. Derrumbado el muro de las ideas. Destruidas las esencias, el Bien viaja en una barca a la deriva. Una barca que, tarde o temprano, llegará a alguna orilla, imperfecta  e injusta como la vida.

¿Feliz Navidad?

En pleno confinamiento, allá por abril del 2020, escribía en los pergaminos de esta casa: "El efecto coronavirus". En aquella columna reflexionaba sobre las consecuencias sociales de la Covid-19 y decía, entre otras cosas, que en el ADN valenciano tenemos la cultura de bares, los corrillos en las calles y nuestro gusto por las aglomeraciones. El silencio de las plazas, la ausencia de los abrazos y el robo de las sonrisas, por culpa de las mascarillas; nos situó ante una cultura de distancia social y conversaciones por wasap. Tantos enfermos y fallecidos, tanto miedo a la enfermedad; nos hizo pensar que nuestra idiosincrasia cambiaría con la "nueva normalidad". Hoy, a toro pasado, seguimos con los mismos estribillos de hace dos años. Las vacunas han suscitado un doble efecto. Por un lado, nos han hecho más fuertes contra el bicho. Por otro, nos han relajado frente al enemigo.

Artículo completo en Levante-EMV

Incoherencias ideológicas

El otro día, escribía en una red social sobre ideología y partidos. Decía que la ideología es una abstracción del pasado que no se corresponde con la realidad del presente. El liberalismo, por ejemplo, exalta los valores del mérito y el esfuerzo, la libertad económica y el individualismo. Dicho de otro modo, un liberal sería algo así como aquel que defiende el Estado mínimo. Aquel que exalta la supremacía de la libertad en detrimento de la igualdad. Este paradigma no guarda relación con el espectro de partidos que se hacen llamar "liberales". En España, contamos con el Estado del Bienestar. Un Estado – garantizado por la Constitución – que no concuerda con el liberalismo radical. Por mucho que se encoja el Estado y se ensanche el mercado; siempre existirá un intervencionismo estatal residual que garantice la protección social. Y esa garantía mínima contiene el ADN de la socialdemocracia. Así las cosas, en las democracias avanzadas, existe una socialdemocracia omnipresente que tira por la borda las utopías neoliberales.

Esa pérdida de coherencia entre ideología y partidos políticos se manifiesta en el Partido Popular. El Pepé se proclama, en su argumentario, como partido liberal y cristiano. Estamos, si lo examinan con atención, ante una contradicción ideológica. Por un lado se defiende el "credo americano" – individualismo, autonomía personal y el "tanto tienes, tanto vales" – y por otro el conservadurismo católico – austeridad, comunitarismo y espiritualidad -. Esa incoherencia pone en evidencia una crisis de verdad ontológica, lógica y moral. Esta incoherencia se solucionaría con un partido democristiano al más puro estilo alemán. Ese partido aglutinaría el voto eclesiástico. Un voto representado por quienes comulgan con los diez mandamientos, asisten los domingos a misa, critican la fecundación artificial, defienden el derecho a la vida y condenan el aborto. Ese votante no tiene, en estos momento, un partido afín a sus demandas ideológicas. Vota a un PP, liberal en lo económico y comunitario en lo familiar, que en su pedigrí arrastra el tradicionalismo cristiano de regímenes cadavéricos.

Estamos ante una crisis de la sociología política causada por la incoherencia entre ideología y partidocracia. Una incoherencia que pone en valor la politología. En días como hoy, más allá de la ideología, la soberanía popular se mueve por el relato sociopolítico. Un relato, sesgado por los partidos y, respaldado por la propaganda mediática. Estamos ante una forma de hacer política que cuestiona e infravalora las ideologías. La búsqueda del voto desideologizado activa las turbinas de la sofística. Tanto es así que ya no se habla, como antes, de partidos sino de lo que han dicho unos y otros: "Sánchez ha dicho…", "Casado ha dicho.." y "Yolanda Díaz ha dicho".  La palabra se convierte en la herramienta para atraer a obreros a caladeros de la derecha y empresarios a las orillas del puño y la rosa. La palabra no se presenta transparente e impoluta sino sucia y confusa. Asistimos ante un renacimiento de Maquiavelo. Asistimos ante un "todo vale" en la pugna por el cetro. Ante este panorama desolador se necesita, más que nunca, la Filosofía. Una filosofía que despierte el espíritu crítico, que busque las tres patas al gato y que vea la paja en el ojo ajeno.

De Hobbes y el contrato digital

El otro día, recibí un correo de Alejandro, un periodista afincado en Madrid. Me invitaba a que escribiera algo sobre filosofía y tecnologías de la comunicación. Le dije que la principal crisis del siglo XXI no es otra que la pérdida de autenticidad. Las Redes Sociales, lejos de fomentar seres únicos e irrepetibles, tejen el comunismo digital. Cuando hablamos de las RRSS, nos dirigimos a ellas en plural: "las redes han dicho", "en las redes se comenta". Esa pseudoinstitución activa espirales del silencio, atenta contra la dignidad y construye líderes de paja. Las redes se han convertido en un coliseo de fieras y gladiadores. Las redes han roto la erótica del valor. Cualquiera puede brillar. No existe una cultura del mérito y esfuerzo, sino una especie de palo y zanahoria donde lo que antes era aplaudido ahora es abucheado y viceversa. La gente se ha convertido en periodistas de su propia vida. Ahora, todos somos directores de contenido. Cada uno diseña la programación para su medio. Tanto es así que la mayoría de los ciudadanos preparan su intervención como si de actores se tratara.

Nos estamos volviendo esclavos de las tecnologías de la comunicación. Existe una autocracia tecnológica que pelea contra la democracia. En ocasiones, el trámite tecnológico se convierte en la única opción. Las TIC ya no son la alternativa sino la condición necesaria para llevar a cabo diversas gestiones administrativas. Estamos ante una sociedad dividida entre nativos digitales, híbridos digitales y analfabetos digitales. Los últimos sufren en silencio su complejo. Se perciben como juguetes analógicos en una sala de tabletas, móviles y videoconsolas. Las TIC son el nuevo imperio del siglo XXI. Un imperio que avanza, destruye relaciones tradicionales, inculturalización a los conquistados y castiga a quienes se niegan a subirse al carro tecnológico. Ese imperio se hace grande mediante grandes plataformas. Plataformas que dirigen la vida de millones de ciudadanos. Son las nuevas infraestructuras, las nuevas carreteras que sirven para que la globalización sea irreversible. En esas carreteras, estamos nosotros; los tontos, los idiotas. Nos hemos doblegado al imperio sin darnos cuenta que ese imperialismo tecnológico, nos convierte en seres alienados de poderes tecnoeconómicos.

Cada día, me apetece menos participar en las Redes Sociales. Tales plataformas tienen el cetro de nuestras vidas. Controlan nuestros mensajes, estimulan a que participemos y censuran aquello que pueda suponer un éxodo de clientes. Y tales plataformas saben dónde vivimos, cuándo es el día de nuestro cumpleaños, cuáles son nuestros gustos y con quiénes lo compartimos. Saben hasta dónde viajamos, a qué restaurantes vamos y cómo pensamos. Lo saben todo. Y lo saben porque nosotros se lo hemos cedido de forma gratuita. Nos hemos convertido en seres de cristal. Seres que hemos renunciado a nuestra privacidad a cambio de un puñado de "likes". Una sociedad más visible no es sinónimo de una sociedad más unida. La visibilidad aflora nuestras diferencias en el campo de batalla. Y en ese campo entra en juego un libertinaje que aflora nuestros instintos animales. Las redes ubican al ser humano en el estado de la naturaleza que diría Hobbes. En ellas se cumplen los requisitos de una ciudad sin ley. Es urgente que se firme un contrato digital. Un contrato donde la razón gane la batalla al caballo desbocado de la emoción. Si no lo hacemos, la biga descarrilará y el auriga morirá.

Cortinas de humo

Tras una semana, recluido en la soledad de mi despacho, ayer me dejé caer por El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, una caña bien fría que inundara mis neuronas y asfixiara mis temores. Mientras leía El Marca, entró un señor trajeado por la puerta. Se sentó a dos taburetes del mío y se pidió un carajillo. Peter estaba cansado, sin afeitar y con ojeras. Me dijo que estaba preocupado por Ómicron, la nueva variante del coronavirus. Preocupado, maldita sea, por si Ximo Puig volvía a la carga con nuevas restricciones. Desde la pandemia, El Capri ha perdido casi toda la clientela. Ya no es ese lugar repleto de rubias de bote, cortinas de humo y collares de hojalata. Ahora, es un sitio apagado donde ya no se oyen las máquinas tragaperras y las ocurrencias de Manolo. Recuerdo, las navidades de hace dos décadas. Rondaba el año 2001. Un año donde Fraga ganaba su cuarta mayoría absoluta, los universitarios protestaban contra la LOU y los argentinos temían por sus ahorros ante la inminencia del corralito. En aquellas navidades, el garito se ponía de bote en bote. Las guirnaldas y las copas de tequila envolvían de pecado los rincones que habitaban detrás de los aseos.

A las cuatro de la madrugada, Peter sacaba mini bocadillos con chorizo y vasitos de cerveza. Recuerdo que María bailaba con Ambrosio a ritmo de lambada. Era un baile prohibido que trasladaba mis pensamientos hacia amores platónicos y fantasías clandestinas. Dos mil uno fue un año malo para los míos. Un año horribilis como todos los impares que han pasado por mi vida. El negocio familiar hacia aguas. Pasamos de ser una familia con dinero a una familia que atravesaba por graves penurias económicas. Tanto que a diario comíamos fideos y trozos de pan duro. Y tanto que era raro el mes que no sufríamos cortes de agua y luz. Todos los fines de semana, recuerdo que me ponía la misma camisa. Era una camisa azul que mi madre pagaba a plazos en una tienda del pueblo. Mi situación laboral era preocupante. Tras dos años con la carrera en la mochila, no encontraba trabajo. Recuerdo que echaba corrículos por todos los polígonos industriales. Iba a dos y tres entrevistas por semana pero como no tenía experiencia, nadie me contratara. Era, como dicen por ahí, "la pescadilla que se muerde la cola".

Aquellos años no los cambio por nada del mundo. Y no los cambio, queridos amigos, porque – a pesar de tanta miseria – éramos una familia unida. Mi padre nunca visualizaba ruina. Siempre con la cabeza bien alta y con la mejor cara ante la vida. Esa actitud estoica, fortaleció mi espíritu e hizo de mí alguien más a fin a Nietzsche que Schopenhauer. Ayer, Peter, me decía que las personas somos como árboles en medio de un huerto de limones. Hay árboles que lucen altos y frondosos. Y árboles que se muestran doblados y cadavéricos. Mientras movía el carajillo el señor que estaba sentado a dos taburetes del mío, me dijo que no hay más pobre en el mundo que el que no sabe leer. Las personas se miden por su sabiduría. El dinero va y viene como los trenes. Pero el conocimiento es como la savia que recorre el tronco de los árboles. Peter, puso una de Sabina. Y los tres, comenzamos a cantar. Nos olvidamos, por un instante, del wasap. Y en ese olvido, entendimos que la felicidad no es cosa de yates y relojes caros sino de pequeños detalles y cosas insignificantes.

Kant, Alzheimer y el rastro de los pueblos

Tras dos semanas sin comprar la prensa, ayer compré La Razón. Necesitaba, la verdad sea dicha, una lectura de la actualidad desde la trinchera conservadora. Tanto es así que leí "mil y una críticas" a la Ley de Memoria Histórica. Críticas contra el gobierno "sociocomunista", en términos de un articulista, por tejer "cortinas de humo" en medio de la tragedia. Antes, había leído un fragmento de Kant que versaba sobre las formas "a priori" y "a posteri" del conocimiento. Como saben, el filósofo de Könisgberg puso paz a casi dos siglos de enfrentamiento entre racionalistas y empiristas. Criticó a Leibniz, Spinoza y Descartes por la supremacía que otorgaban a la razón en el arte de conocer. Y criticó a David Hume por la supremacía que otorgaba a los sentidos en el arte de conocer. Así, propuso una síntesis o híbrido entre racionalistas y empiristas. Para conocer, decía Kant, se necesita una forma – un "a priori" – y una materia  – un "a posteri".

Cuando les explico "el criticismo kantiano" a mis alumnos, les pongo como ejemplo "un procesador de texto". El folio en blanco sería la Tabula Rasa, esa mente que necesita la experiencia empírica para conocer. El procesador – la aplicación informática – sería la plantilla que permite otorgar forma al escrito. Permite dividir en párrafos, subrayar, cambiar el tamaño de la fuente, etc. El resultado – el documento maquetado – sería el conocimiento. Nosotros somos la aplicación. Nuestra mente, la plantilla que clasifica los inputs que le llegan a través de los sentidos. Sin la plantilla sería imposible el entendimiento. Seríamos como un perro o un gato que siente pero no entiende de la manera que lo hacemos los "Homo Sapiens Sapiens". Sin la plantilla no podríamos conocer. Y esa plantilla – esas coordenadas del conocimiento -, la tenemos todos en nuestra mente. Todos somos capaces de entender qué es una mesa pero nadie puede conocer la "mesa en sí" o el noúmeno, que diría Immanuel. Estamos por tanto ante una subjetivación de la realidad que sitúa al humano – y de ahí "el humanismo" – como medida de todas las cosas.

Cuando la plantilla nos falla, cuando no somos capaces de conceptualizar o categorizar la experiencia empírica, nos hallamos ante el Alzheimer. Nos hallamos ante seres que sienten – que ven, tocan, olfatean y oyen – y que pierden – de forma simultánea – el rastro de sus impresiones. Un rastro – que diría Hume – necesario para la supervivencia. Necesario para saber, por ejemplo, que el fuego quema. Sin los ejes del entendimiento se pierde la universalidad del conocimiento. Y se pierde, por tanto, la validez de ciertas verdades absolutas. Tanto que el enfermo de Alzheimer no cree que María es su mujer o que Alejandra es su nieta. Lo mismo ocurre con los pueblos. Sin Memoria Histórica, los pueblos se convierten en conjuntos de ciudadanos desorientados en medio de sus calles. Ciudadanos desorientados ante la pérdida del testimonio histórico. Sin rastro, sin retrovisores en la vida, es muy complicado entender el presente. Un presente que no aparece de la nada sino que surge como efecto de cientos de nubes causales en el tiempo. El pasado, aunque suponga vergüenza para unos y gloria para otros, debe servir como reconocimiento. Un reconocimiento, como les digo, necesario para entender la identidad, o dicho de otro modo, para saber quiénes somos.

Urnas de cristal

Hace unos días, viajé al siglo XVII. Necesitaba, la verdad sea dicha, cambiar de aires. No soportaba, ni un minuto más, el estribillo que se oye por las calles del vertedero. Allí, tomé café con Descartes. Hablamos de política, de religión y sobre todo de ciencia. Me preguntó por las repercusiones de su "método" en la Europa del ahora. Le dije que sus cuatro reglas, para hallar las evidencias, han sido las semillas del método hipotético-deductivo. Hablamos sobre los paralelismos que existen entre su siglo y el mío. Y la principal similitud no es otra que la palabra "crisis". René odiaba su época. Una época, como saben, marcada por el rifirrafe entre empiristas y racionalistas, protestantes y católicos, burgueses y nobles, Iglesia y Estado y, razón y fe. Un siglo de transición entre lo antiguo y lo moderno. Le dije que el siglo XXI también es un "siglo horribilis". Horribilis porque ha sufrido la Gran Recesión del 2008, la Pandemia del 2019, los efectos tangibles del cambio climático y, lo más grave de todo, la crisis del reconocimiento.

Descartes me preguntaba por la crisis del reconocimiento. Para ello, le hablé de las redes sociales. Le dije que las nuevas tecnologías de la información y comunicación han prostituido nuestras vidas. Nuestras vidas se han convertido en urnas de cristal. Urnas donde cualquiera tiene acceso a nuestra privacidad. Una privacidad que, de forma voluntaria, hemos hecho pública por necesidad. Por una necesidad de aplauso constante y pertenencia al grupo. Nos hemos convertido en periodistas de nuestra biografía. Una biografía donde todo gira en torno al verbo "mostrar". Nos mostramos ante los demás a través de un escaparate tóxico. Un escaparate – las redes sociales – donde cada uno viste a su propio maniquí. Un maniquí que luce para los demás. Y luce en las grandes avenidas de la tecnodependencia. Avenidas donde transitan millones de peatones desnudos de privacidad. Estamos ante la sociedad del destape. Un destape de secretos, insinuaciones y posturas inusuales cuyo único fin no es otro que la consecución de "likes". El "like" es el éxito que enriquece los egos de la postmodernidad. De egos que brillan en medio del estiércol. El "like" es la nueva droga del siglo XXI.

Y esa droga, nos convierte en mendigos de lo efímero. Estamos delante de la catástrofe. De una catástrofe espiritual que la digerimos en la soledad y que nos cuesta reconocer en sociedad. La gente publica lo más insólito de sus vidas. Publica la taza del café, las migajas del bocadillo y cualquier otra frivolidad con tal de sentir el calor de los demás. Con tal de sentirse "importante" dentro de un escenario de miseria moral y vacío existencial. El "like" pone en evidencia las consecuencias nefastas del individualismo capitalista. La pandemia rompió los lazos que unían el tejido social. Durante dos años, hemos vivido la robotización. Nos hemos convertido en robots, o dicho de otra manera, en represores del lado emocional. En robots, como les digo, en medio de la soledad. Una soledad que busca su curación en las pantallas. En pantallas que se convierten en adictivas. Tanto que cuando se rompe el móvil o la tableta, desarrollamos el síndrome de abstinencia digital. Una abstinencia que se manifiesta en forma de enfado, nerviosismo y frustración ante la ausencia del objeto.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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