Hace un par de días, recibí un wasap de Jacinto, un viejo periodista de las tripas alicantinas. Harto de que nadie le contratara, me confesó que tenía una entrevista en exclusiva. Le pregunté por el entrevistado. Me dijo que era uno de los seres más odiados del planeta; un ser invisible que impide que la gente se bese, abrace y dialogue con tranquilidad. Un bicho omnipresente que atemoriza a los mortales y que no discrimina por razón de raza, edad, sexo o cualquier condición social. Una criatura amorfa, resistente y camaleónica. Una criatura, me decía, difícil de conocer y, hasta ahora, complicada de vencer. Una criatura, de descendencia cóvica, que se llama Ómicron. Ómicron, u "o" pequeña, que significa – tal como reza en la RAE – "decimoquinta letra del alfabeto griego". Este ser temible amenaza las estructuras sanitarias, económicas y sociales de un lugar llamado Tierra. Y, en estos momentos, acapara los discursos mediáticos y los corrillos de la calle. Tiene en jaque a las instituciones sanitarias. Y ha servido para que los políticos se arrojen los trastos a la cabeza.
Con la pauta de vacunación completa, una PCR negativa, distancia de seguridad y mascarilla FPP2, Jacinto se metió en la boca del lobo. Dentro de la cavidad, sintió los mismos escalofríos que sentían los herejes antes de morir. Sintió náuseas, malestar general, dolor de garganta, tos y picor en la nariz. En la oscuridad, oyó el diálogo de los murciélagos, la lengua de las serpientes y el llanto desgarrado del Bien. Un Bien desplomado, por la tiranía de Ómicron, y malherido por el derrumbe del mundo inteligible de Platón. Allí, Jacinto vislumbró la metafísica del mal. Desde la linterna, avistó como las fuerzas de Leibniz se convertían en ráfagas de odio hacia el mundo de los humanos. Allí, colocó su pancarta y esperó a la orilla de un lago. De un lago con agua maloliente y lleno de cocodrilos. Un lago que reflejaba la verdad de nuestra especie, la única verdad que todos sabemos y muy pocos reconocemos. En la soledad de la caverna, Jacinto leyó dos pasajes de la Peste de Camus. Y visionó, en la pantalla de su tableta, el final de Contagio. Envuelto en los recuerdos, envío un wasap a Martina, una lechuza que conoció en su viaje por Desértica, una ciudad de tintes medievales y nubes parisinas.
Jacinto observó que en esa cavidad, de coordenadas ultramundanas, no existían las ventanas. El aire vivía preso en una cárcel de los tiempos cadavéricos. Una cárcel construida con palos de pino y tornillos de hojalata. Una prisión diseñada por arquitectos del destino y enemigos de Sartre. Allí, ante la penumbra del fuego, yacía el espíritu de los hombres. Un espíritu cabizbajo y deprimido por la impotencia que supone la lucha contra lo invisible. Entre celda y celda, corrían surcos de agua sucia. Surcos que transportaban los lodos de la felicidad. De una felicidad que agoniza ante la expansión del espíritu maligno por la sociedad. Entre los lodos, flotaban los recuerdos de familiares y conocidos. Flotaban las anécdotas de millones de vidas rotas. Vidas que fueron construidas por Demiurgo, por ese alfarero que diseñó nuestro mundo a imagen y semejanza del mundo inteligible. Derrumbado el muro de las ideas. Destruidas las esencias, el Bien viaja en una barca a la deriva. Una barca que, tarde o temprano, llegará a alguna orilla, imperfecta e injusta como la vida.