Tras una semana, recluido en la soledad de mi despacho, ayer me dejé caer por El Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, una caña bien fría que inundara mis neuronas y asfixiara mis temores. Mientras leía El Marca, entró un señor trajeado por la puerta. Se sentó a dos taburetes del mío y se pidió un carajillo. Peter estaba cansado, sin afeitar y con ojeras. Me dijo que estaba preocupado por Ómicron, la nueva variante del coronavirus. Preocupado, maldita sea, por si Ximo Puig volvía a la carga con nuevas restricciones. Desde la pandemia, El Capri ha perdido casi toda la clientela. Ya no es ese lugar repleto de rubias de bote, cortinas de humo y collares de hojalata. Ahora, es un sitio apagado donde ya no se oyen las máquinas tragaperras y las ocurrencias de Manolo. Recuerdo, las navidades de hace dos décadas. Rondaba el año 2001. Un año donde Fraga ganaba su cuarta mayoría absoluta, los universitarios protestaban contra la LOU y los argentinos temían por sus ahorros ante la inminencia del corralito. En aquellas navidades, el garito se ponía de bote en bote. Las guirnaldas y las copas de tequila envolvían de pecado los rincones que habitaban detrás de los aseos.
A las cuatro de la madrugada, Peter sacaba mini bocadillos con chorizo y vasitos de cerveza. Recuerdo que María bailaba con Ambrosio a ritmo de lambada. Era un baile prohibido que trasladaba mis pensamientos hacia amores platónicos y fantasías clandestinas. Dos mil uno fue un año malo para los míos. Un año horribilis como todos los impares que han pasado por mi vida. El negocio familiar hacia aguas. Pasamos de ser una familia con dinero a una familia que atravesaba por graves penurias económicas. Tanto que a diario comíamos fideos y trozos de pan duro. Y tanto que era raro el mes que no sufríamos cortes de agua y luz. Todos los fines de semana, recuerdo que me ponía la misma camisa. Era una camisa azul que mi madre pagaba a plazos en una tienda del pueblo. Mi situación laboral era preocupante. Tras dos años con la carrera en la mochila, no encontraba trabajo. Recuerdo que echaba corrículos por todos los polígonos industriales. Iba a dos y tres entrevistas por semana pero como no tenía experiencia, nadie me contratara. Era, como dicen por ahí, "la pescadilla que se muerde la cola".
Aquellos años no los cambio por nada del mundo. Y no los cambio, queridos amigos, porque – a pesar de tanta miseria – éramos una familia unida. Mi padre nunca visualizaba ruina. Siempre con la cabeza bien alta y con la mejor cara ante la vida. Esa actitud estoica, fortaleció mi espíritu e hizo de mí alguien más a fin a Nietzsche que Schopenhauer. Ayer, Peter, me decía que las personas somos como árboles en medio de un huerto de limones. Hay árboles que lucen altos y frondosos. Y árboles que se muestran doblados y cadavéricos. Mientras movía el carajillo el señor que estaba sentado a dos taburetes del mío, me dijo que no hay más pobre en el mundo que el que no sabe leer. Las personas se miden por su sabiduría. El dinero va y viene como los trenes. Pero el conocimiento es como la savia que recorre el tronco de los árboles. Peter, puso una de Sabina. Y los tres, comenzamos a cantar. Nos olvidamos, por un instante, del wasap. Y en ese olvido, entendimos que la felicidad no es cosa de yates y relojes caros sino de pequeños detalles y cosas insignificantes.
Juan Antonio
/ 29 noviembre, 2021Efectivamente la riqueza no es lo material que nos quieren hacer creer. La sabiduría no se compra, crece todos los días de nuestra vida, mientras desarrollamos nuestro pensamiento crítico.